Escritores y corredores tienen en común un tipo de soledad, quizás la peor de todas. Para completar una maratón o una novela sólo se tienen a sí mismos; el mejor aliado y el peor enemigo en una misma faena: resistir. En ambos casos, para avanzar hace falta dejar cosas atrás; se precisa transformar y ser transformado, cual héroe en zapatillas que completa un arduo viaje de cien kilómetros o quinientas páginas de camino a Ítaca. Ha de ser justamente por eso, por el imperio del método que se precisa en las dos actividades –correr y escribir- que los novelistas se reconocen, al fin, en los que intentan ordenar la vida entre zancada y zancada. De esa pasión han salido páginas maravillosas.
En 1982, tras dejar el local de jazz que regentaba y decidir que, en adelante, se dedicaría exclusivamente a escribir, Haruki Murakami comenzó también a correr. Al año siguiente correría en solitario el trayecto que separa Atenas de Maratón, su bautizo en esta carrera clásica. Ya con numerosos libros publicados y después de participar en muchas carreras de larga distancia en diferentes ciudades y parajes, Murakami se propuso reflexionar sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra.
Para un hombre que atesora 7000 vinilos de jazz y no viaja sin sus zapatillas –corre 10 kilómetros diarios- escribir y correr se han convertido en una actitud vital. Así lo refleja en los nueve capítulos que forman parte de De qué hablo cuando hablo de correr, especie de ensayo autobiográfico editado en España por Tusquets, un volumen en el que tesón –físico y literario- se convierte en la palabra fundamental de todo acto creativo: el del sendero mil veces recorrido o el texto insistente que se abre paso en la página en blanco.
Otro escritor –éste no sale a correr valga la pena decir- que encontró belleza y contradicción en el acto de correr, o de un corredor en particular, fue el autor francés Jean Echenoz quien en su novela Correr narra la vida de un deportista legendario, el corredor de fondo checoslovaco Emil Zátopek (1922-2000), alguien capaz de ganar, en los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952, tres medallas de oro en diez días, en los 5.000 metros, en los 10.000 y en el maratón, una hazaña jamás repetida por nadie. "Correr es lo que le daba la vida, pero al mismo tiempo se la robaba, porque le quitaba todo el tiempo, le arrebataba casi todo", dice Echenoz sobre este atleta que vivió en el régimen ruso y que, incluso, llegó a verse entrampado en los compromisos ideológicos que muchos quisieron endosar a sus récords. "Él corría para huir de la dictadura, pero, a la vez, para el régimen era un símbolo, un ejemplo y un rehén, todo junto".
El Zátopek del que habla Echenoz no es el verdadero Zátopek, al menos eso dice el francés. “Lo que yo he hecho es apoderarme de alguien real y manejarlo como un personaje de ficción, como en mis otras novelas. He intentado ser lo más fiel posible a su biografía, pero me he concedido, como novelista, un margen de libertad. No me entrevisté con personas que conocieron a Zátopek”, declaró en una entrevista concedida a la prensa española en ocasión de este volumen, brevísimo pero fascinante, editado por Anagrama con traducción de Javier Albiñana.
Si de correr se trata hay un escritor que sabe al respecto, y de sobra. Entre otras cosas porque se dedicó a ello de manera profesional. Se trata de Alejandro Gándara, quien en su primera novela narra la vida de un hombre que corre con la misma determinación con la que intenta ordenar su vida. Recién llegado a Madrid, tras fichar por un equipo de la capital, el protagonista, Charro, verá cómo la gloria del triunfo se funde con una realidad que comienza a deslizarse hacia el vacío. Tendrá que atravesar victorias pírricas o derrotas olvidadas hasta encontrar la paz de las distancias medias. Con este primer libro, La media distancia, el autor deslumbró a la crítica con una historia que retrató no sólo a la España de los setenta, sino también al propio Gándara. El mismo escritor lo ha explicado así en alguna ocasión. Siendo apenas un jovencito, Alejandro Gándara formó parte del equipo de atletismo del Real Madrid, pero una lesión lo alejó de las pistas de entrenamiento y lo sentó frente al teclado.
Existe, también, otra novela dedicada al tema. Se trata de La soledad del corredor de fondo, del británico Alan Sillitoe. En sus páginas, el escritor cuenta la vida de Colin Smith, un joven de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham –allí nació Sillitoe- con su madre viuda, el amante de esta y sus tres hermanos pequeños. Su vida no es ejemplar, pero lo será aún menos cuando robe una panadería y acabe en un reformatorio en el que se aficiona a correr. Justamente gracias a sus cualidades como atleta, obtiene unos privilegios que no desea para sí. Hasta que finalmente tendrá que elegir entre el éxito como héroe deportivo y la soledad del corredor de fondo.
En España la novela ha sido editada por Impedimenta, con una nueva traducción de Mercedes Cebrián. A la manera de Echenoz, Sillitoe consigue retratar el aislamiento de la clase obrera, los pequeños delitos que se cometen para salir adelante y en la profunda ira que domina a los habitantes de las ciudades industriales, abocadas a la desesperación. La historia, que fue adaptada al cine de la mano de Tony Richardson, tiene en su interior ecos de la propia vida de Alan Sillitoe, hijo de una familia de clase obrera que abandonó los estudios a los catorce años y poco después entró a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham, al igual que lo había hecho su padre.
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