El mundo es un gran zoo, que diría Nicolás Guillén; la literatura también. Existen páginas y libros que han conseguido marcar a generaciones de lectores por sus historias inspiradas en animales, convirtiéndolos no sólo en figuras inolvidables sino en representaciones de la propia naturaleza humana. Desde el Gato de Cheshire que usó Lewis Caroll para guiar a Alicia –acaso anticipo del gato de Schrödinger –hasta la blanca ballena que obsesionó al capitán Ahab en Moby Dick, el mastín de Conan Doyle en El sabueso de los Baskerville, o Idiota, el pastor alemán con el que John Fante escribió uno de sus mejores relatos.
Escrita en 1933, Virginia Woolf consiguió en Flush narrar el mundo a través de la mirada de un cocker spaniel de orejas largas, cola ancha y unos “atónitos ojos color avellana”. Compañero inseparable de poetisa Elizabeth Barrett, Flush describe el mundo con otro énfasis, desde otro ángulo. Publicada unos años antes, en 1906, Colmillo Blanco se vale de la historia de domesticación de un perro lobo salvaje para ilustrar la paradoja de cuán violento es realmente el mundo animal frente al de los humanos. La llamada de lo salvaje, la obra más conocida de London, explora también temas como la moral, la redención y la libertad a través de la historia de un perro doméstico secuestrado que debe hacer uso de sus instintos para sobrevivir y prosperar en los bosques de Alaska.
Si existe una historia que supo exprimir el jugo al universo animal para simbolizar sentimientos y arquetipos humanos, esa es El libro de la selva (1894), una colección de historias escritas por el inglés Rudyard Kipling. Los ocho primeros relatos forman parte de una misma historia. Esta comienza cuando, huyendo del ataque de Shere Khan (un enorme y feroz tigre de bengala), una pareja humana pierde a su hijo pequeño. El bebé es rescatado por una familia de lobos que lo acoge como a su propio hijo. Raksha (la madre loba) lo llama Mowgli. A través de una serie de aventuras, Mowgli, quien ha crecido instruido con la ley de la selva, aprende sobre el verdadero valor de la amistad, el arraigo y acaso las leyes al comparar la suya con la de otros animales con los que se topa.
Los perros en la literatura han hecho desastres, en el mejor sentido de la palabra. En sus orejas caídas se esconden los retratos más crueles de dueños y humanos. El mejor, sin duda, es Idiota, el perro con el que John Fante arma una novela breve que completa las otras dos dedicadas a Henry Molise, el guionista de cine que aparece en Un año pésimo y La hermandad de la uva. Molise es un hombre que de joven escribió novelas prometedoras y entró luego a Hollywood con aires de gran guionista. Sin embargo, a sus 55, el mundo se le echa enima: quiere escribir algo decente y no puede; el mundo del cine comienza a darle la espalda; detesta a su familia. Será allí cuando se tope con un perro repelente y peligroso, al que bautizan Idiota y que acaba cambiando la vida de la familia. Molise dedica al perro frases demoledoras, magníficas. "Era un inadaptado y yo era un inadaptado. Yo luchaba y perdía, él luchaba y vencía". Mi perro Idiota está incluido en el volumen Al oeste de Roma, publicado por Anagrama.
El mundo animal ha servido a grandes escritores también para criticar la forma en que los hombres se organizan en sociedad. Así lo hizo George Orwell en Rebelión en la granja (1945), una fábula mordaz sobre la corrupción del socialismo soviético. El argumento es devastador: un grupo de animales de una granja expulsa a los humanos y crea un sistema de gobierno propio que acaba convirtiéndose en una tiranía brutal. Conflictos, luchas por el poder y la imposición final de un único líder. Degradación, corrupción, crítica, sátira. Sin lugar a duda uno de los libros más complejos que sobre la naturaleza humana del poder se han escrito.
Otro autor que se valió de un animal para retratar conflictos morales fue William Faulkner en El oso, uno de sus más espléndidos y significativos relatos. Todas sus obsesiones fundamentales concurren en las páginas de esa historia. Incluido originalmente ¡Desciende, Moisés! (1942), El Oso plantea la idea de la decadencia ya presente en El ruido y la furia . Ambientada en el siglo XIX, después de la Guerra Civil, narra la aventura de una expedición de caza que ocurre todos los años a finales de otoño. Quedan retratadas a la manera de un gran fresco cinco generaciones de una misma familia, a través de las cuales Faulkner plantea temas como los derechos de propiedad de la tierra, las implicaciones culturales del mestizaje, el incesto, el maltrato, además de la encrucijada que generan el orgullo y la culpa en el alma de los hombres.
Pero si de animales se trata hay una especie a la que la historia de la literatura le debe una de sus imágenes más hermosa. Se trata de los peces de oro, ese cardumen dorado que recorre los Cien años de soledad de García Márquez y que se han convertido en símbolo de uno de sus personajes más fascinantes: el coronel Aureliano Buendía, “el hombre que promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”, “el que tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados unos tras otros en una sola noche”, el que “escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento” y vivió hasta la vejez, encerrado en su taller de Macondo, fabricando sus pescaditos de oro.
Los seres fantásticos que Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Pablo Neruda o Nicolás Guillén incluyeron en sus Bestiarios, acaso los funestos picotazos de una almohada inventada por Horacio Quiroga; los conejos que Julio Cortázar hizo saltar con su narrador de un piso 12 en Su Carta a una señorita en París… las mejores páginas de la literatura llegaron a tener pelaje, acaso escamas, plumas o unos largos colmillos cuya marca llevamos todavía impresa en nuestra memoria lectora.
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