Dice Rodrigo Fresán que Saul Bellow, como Fred Astaire, nació con cara de viejo. Y razón no le falta al argentino al describir el aspecto del escritor: ese rostro lleno de surcos; la sonrisa repleta de dientes torcidos; el sombrero siempre puesto, como prenda melancólica de aquella “vieja costumbre occidental de pensar”, tal y como asegura Félix de Azúa. Tal día como hoy, un diez de junio, pero de 1915, nació el escritor estadounidense Saul Bellow, premio Nobel de Literatura en 1976 y creador de algunos de los antihéroes más memorables de la narrativa contemporánea.
Así como él fue heredero de Dreiser, Philip Roth, John Updike o Norman Mailer lo fueron de él
Bellow, quien construyó su obra en torno al significado de ser judío americano, ha sido considerado como uno de los autores más representativos del siglo XX en Estados Unidos. Hijo de inmigrantes judío-rusos, nació en una barriada judía de Lachine, Canadá, en 1915. Con apenas nueve años, se trasladó junto a su familia Chicago. Entonces respondía al nombre Solomon Belo y no Saul Bellow –el cambio de nombre lo decidió tras publicar su primer relato-, el chico creció en el número nueve de Humboldt Park, un barrio que contiene la pulpa de lo que serán sus libros, entre ellos, por ejemplo El legado de Humboldt (1975, libro ganador del Pullitzer), porque de ahí sale todo lo vivido, que en el caso de Bellow es la madera que habrá de quemarse en la estufa literaria de su obra. Una llama constante, hecha de bello y negro carbón con el cual tiznar a los necios y “alejar a los tábanos de finales de agosto”, tal y como se refirió, en una ácida carta enviada en 1984 a Philip Roth. La nota, una disculpa de Bellow a Roth por unas declaraciones suyas malinterpretadas por un reportero, tiene miga y lleva la risotada maluca de su prosa. “Me temo que no podemos hacer nada con los periodistas; sólo podemos esperar que se extingan, como los tábanos a finales de agosto”, dice en una de las cartas que publicó Alfabia hace ya tres años.
Saul Bellow creció en el entorno periférico y marginal de Chicago, fue allí donde el hijo de emigrantes judíos “que no llegaron a hablar nunca bien inglés” –asegura uno de sus biógrafos James Atlas- descubrió la vocación de escribir. Y lo hizo gracias a las obras maestras de la literatura universal que caían en sus manos, y con las que alimentaba la insensata ambición de de escribir. Como al Joseph de Hombre en suspenso, en medio de la Gran Depresión y azotado por el frío de narices de Chicago, al chico no le ocurría otra cosa excepto escribir. En muchas páginas de sus novelas aparece ese paisaje. Bellow fotografía con la yema de los dedos el extrarradio; los mataderos industriales; los pies siempre húmedos por las botas sumergidas en la nieve sucia... Realista hasta los tuétanos de unos huesos con los que levanta un mundo entero, Bellow brota como el tallo del que saldrán los mejores autores de la segunda mitad del siglo XX que vieron en él un registro. Así como él fue heredero de Dreiser (el autor de Una tragedia americana), Philip Roth, John Updike o Norman Mailer lo fueron de él.
Participó como soldado en la II Guerra Mundial, una experiencia que le servirá para confeccionar su primera novela, Hombre en suspenso (1944)
Participó como soldado en la II Guerra Mundial, una experiencia que le servirá para confeccionar su primera novela, Hombre en suspenso (1944), y en cuyas páginas Bellow plantea los rasgos esenciales que se desarrollarán en su obra. Escrita a la manera de un diario, Bellow asume la voz de Joseph, un licenciado en Historia en paro, mantenido por su esposa. Todo ocurre en el año 1942, Estados Unidos está en guerra, y Joseph espera a que lo recluten. Se encierra en casa, garabatea y barrunta ideas, se obsesiona con el arte, la moral. Resulta extraño que en el Chicago de los años cuarenta alguien estuviera ocupado con unas divagaciones tan grandiosas, pero lo que resulta todavía más desconcertante es que el mismo Joseph acude a alistarse por voluntad propia en medio de los brotes de violencia y ansiedad, que comienza a sufrir. “¡Vivan las horas regulares!/¡Y el control del espíritu!/¡Larga vida a la reglamentación!”, cierra, en boca de su protagonista, Bellow. A esa primera novela siguió La víctima (1947) y Las aventuras de Augie March (1953), esta última tiene como protagonista a Augie March, un personaje que comparte con Bellow casi todo: nació en 1915, en el seno de una familia judía del barrio polaco de Chicago; su padre ha desaparecido y su ausencia apenas se comenta. Su madre es una mujer triste y sombría, apenas ve y ha dado a los a tres niños, uno de ellos con discapacidad mental. La familia subsiste, de manera un tanto fraudulenta, gracias a la seguridad social y a las contribuciones de una inquilina.
A partir de ese paisaje Bellow levanta una especie de picaresca, un vivo y humorístico retrato de la comunidad judía de Chicago a través de Augie en busca de su identidad. Ya lo dijo J.M Coetzee en el magnífico ensayo El legado de Bellow: tras la figura de personajes como Joseph o el mismo Augie March “se puede distinguir a los solitarios y humillados oficinistas de Gogol y Dostoievski, mascullando la venganza; el Roquentin de Náusea de Sastre, un erudito que vive una extraña experiencia metafísica que lo separa del mundo; y el solitario joven poeta de los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke” pero también, en el caso de Augie, insiste Coetzee, palpita una visión proustiana, no en vano el joven empieza su relato diciendo: "Soy estadounidense, nacido en Chicago... y hago las cosas como yo mismo me he enseñado a hacerlas, por libre, y presentaré el relato a mi manera”. Apostilla el nobel surafricano: “La literatura, cree Bellow, interpreta el caos”. Con esa frase, Coetzee sintetiza las primeras tres novelas que precedieron el éxito de Herzog, la biografía de un norteamericano neurótico en pugna con la sociedad de los años 60 y que se convirtió en un auténtico bestseller desde su publicación en 1964. De hecho, cuando gana el Nobel en 1976 de Literatura, el jurado asegura que el reconocimiento se le concedió a Bellow por "la humana comprensión y el sutil análisis de la cultura contemporánea que se unen en su obra". Porque en Bellow están todas las neurosis y complejos que dominan a la gran novela norteamericana del siglo XX.
En algunos personajes de Bellow se puede distinguir a los solitarios y humillados oficinistas de Gogol y Dostoievski
Algo de verdad hay en esa idea que atribuye Coetzee a Bellow. En 1967, en una entrevista concedida a The Paris Review, el novelista dijo: "Yo creo que la literatura realista, desde un principio, ha hablado de las víctimas. Del individuo común y corriente y la literatura realista siempre se ocupa de individuos comunes y corrientes en lucha contra el mundo externo que, naturalmente, acaba por vencerlo... La corriente realista tiende a poner en tela de juicio el significado humano de los sucesos y de las cosas. La medida de nuestro realismo es la medida de nuestra propia amenaza contra el arte que practicamos. El realismo ha aceptado y rechazado invariablemente las circunstancias de la vida diaria. Aceptó escribir sobre la vida diaria, pero intentó hacerlo recurriendo a procedimientos extraordinarios. Este es el caso de Flaubert. El tema puede ser ordinario, ruin, degradante, pero redimido por el arte. El ambiente sugiere la forma, el estilo en que debe ser presentado. Yo trabajo apoyado en ese fundamento... Cuando escribo, pienso en algún ser humano que pueda comprenderme. Esto lo tomo muy en cuenta. Pero no pienso en ningún lector ideal. Permítame añadir esto: cuando escribo me acepto a ojos cerrados, como ese excéntrico que no puede concebir que alguien no comprenda con absoluta claridad todas sus excentricidades".
Cien años, una obra
El grueso de la obra traducida del norteamericano está reunida en La biblioteca Saul Bellow, una colección publicada por DeBolsillo que incluye quince de sus mejores títulos: El hombre en suspenso (1944), La víctima (1947), Las aventuras de Augie March (1953), Carpe diem (1956), Herzog (1965), El legado de Humboldt (1975) o Ravelstein (2000). Incluye además Jerusalén, ida y vuelta (1976), las tribulaciones de un botanista crepuscular en Mueren más por desamor (1987) o cualquiera de las geniales historias de sus Cuentos reunidos (2001).
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