Fue una carnicería: 9 millones de combatientes muertos, un millón de ellos durante los primeros cinco meses; hambre; epidemias; migraciones forzadas, y cuatro imperios desaparecidos. Incluso quienes ganaron la guerra, Francia y Gran Bretaña, la perdieron: acumularon más de dos millones de muertos y terminaron endeudados. La Primera Guerra Mundial: cuatro años en los que Europa puso a calentar el caldo en el que se cocinaría la ración de nacionalismos que la humanidad tragaría, amargamente, en los años treinta… Este año se cumple el centenario de su estallido en verano de 1914 y con la conmemoración reaparecen las preguntas. ¿Qué es lo que sucedió para que un problema local en los Balcanes adquiriera una relevancia mundial? ¿Pudo el conflicto haber ido en otra dirección? ¿Por qué el internacionalismo proletario no frenó los nacionalismos? Extinta la guerra fría, ¿se parece el mundo del 1914 a este?
El historiador Christopher Clark, autor de Los sonámbulos (Galaxia Gutenberg), uno de los libros más esperados sobre el tema, sostiene que la cultura occidental ve en el pasado “los ecos de sus propias preocupaciones”. De ahí que este aniversario retumbe con especial y fuerza, que prácticamente haga boom, no sólo por la redonda y añeja cifra que evoca sino por la desazón que ese siglo ha dejado tras de sí. ¿La humanidad realmente ha entendido sus sucesivas demoliciones? A juzgar por la profusión de literatura revisionista –que no divulgativa- todo apunta hacia un asunto: hay que dotar de nuevo sentido el conocimiento que ya se posee; acaso actualizarlo, convertirlo en vacuna.
Uno de los primeros libros editados en ocasión el centenario ha sido De la paz a la guerra (Turner, 2013), de la historiadora y catedrática de la Universidad de Oxford Margaret MacMillan, bisnieta del premier británico David Lloyd George. MacMilan se convirtió en un referente gracias a su libro sobre el Tratado de Versalles, París 1919: seis meses que cambiaron el mundo, editado en España por Tusquets. En esta oportunidad, la historiadora se centra en el inicio de la contienda: las causas, la red de alianzas, los tratados, las razones que convirtieron el conflicto en el mayor estallido armado hasta el momento. ¿Su tesis? La guerra pudo evitarse. Según la crítica, este libro de MacMillan retoma y renueva Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman, que tiene ya más de cincuenta años de publicado, así como Les causes de la Première Guerre Mondiale, de Jacques Droz.
Según Christopher Clark, autor de Los sonámbulos, uno de los libros más esperados, la cultura occidental ve en el pasado “los ecos de sus propias preocupaciones”.
Otro de los títulos que ha tenido un recibimiento entusiasta ha sido 1914, el año de la catástrofe (Crítica, 2013), del periodista y escritor especialista en la Segunda Guerra Mundial Max Hastings, quien se centra en esta oportunidad en documentar la Gran Guerra a través de testimonios de quienes participaron en ella. Hastings se basa en los resultados de las investigaciones más recientes para profundizar en los orígenes, los planes y la dirección del conflicto. Nutrido del alimento cotidiano, narra los combates y revive la experiencia humana de quienes participaron en la guerra. Lo consigue gracias al empleo de una riquísima documentación de cartas, diarios y testimonios de oficiales rusos, artilleros serbios, soldados franceses o belgas.
Desde una perspectiva analítica, que no necesariamente divulgativa como la que puede tener Norman Stone en su manual Breve historia de la Primera Guerra Mundial (Ariel), la editorial Debate da un paso al frente en las novedades con 1914-1918, La historia de la primera guerra mundial, del británico David Stevenson, quien traza un amplio recorrido por la contienda. Situándola en el contexto de su época y revelando sus conflictos ocultos, Stevenson examina las causas, el transcurso y el impacto de una guerra que acabó con todas las demás.
Escribió el poeta británico Edmund Blunden –y acaso con razón, y mucha, porque luchó en ella- que ningún bando “había ganado ni podía ganar la guerra… la guerra había ganado”.
Escribió el poeta británico Edmund Blunden –y acaso con razón, y mucha, porque luchó en ella- que ningún bando “había ganado ni podía ganar la guerra… la guerra había ganado”. En sintonía con ese espíritu de la devastación, Adam Hochschild, profesor de redacción en la Graduate School of Journalism de la Universidad de California en Berkeley y colaborador en The New Yorker y The New York Review of Books, publicó en 2013 Para acabar con todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión, 1914-1918, recién traducido y editado en España por Ediciones Península. Se trata de una historia humana del conflicto.
Entre los testimonios de la literatura que se produjo durante la Gran Guerra destaca Diario de guerra (1914-1918) de Ernst Jünger. El escritor, filósofo, historiador y novelista alemán tenía 19 años cuando se alistó voluntariamente en el 73º Regimiento de Fusileros. Cruzó la frontera de Luxemburgo a finales de 1914 y, poco después, entró en combate. Registró sus vivencias, día a día, en quince cuadernos que ahora Tusquets publica en español y en cuyas páginas describe lo que consigue a su paso: pueblos quemados, heridos abandonados, también describe la dureza de la vida en las trincheras, el peligro de las incursiones nocturnas para capturar prisioneros o las ocasiones en que escapa de la muerte, agazapado en el cráter de un obús. También de Junger, se ha publicadoEl teniente Sturm, una novela en la que recrea esas vivencias a través de un narrador –un soldado, escritor- que escribe afanosamente en su diario a la vez que su patrulla y avanza en las trincheras.
Ernst Jünger tenía 19 años cuando se alistó voluntariamente en el 73º Regimiento de Fusileros. Cuenta sus largas marchas en 'Diarios de guerra'
No escrito en aquellos años, pero igualmente potente al momento de testimoniar la Gran Guerra cabe mencionar 14 (Anagrama, 2013), del francés Jean Echenoz. En un libro brevísimo, apenas 200 páginas, Echenoz avanza junto a los soldados en sus largas jornadas de marcha por los países en guerra y acompaña a cuatro jóvenes de la Vendée, Anthime y sus amigos, en medio de una masa indiscernible de proyectiles, muertos y cotidianidad, un día a día en el que los cascos para salvar la cabeza de las balas sirven de plato de sopa o cazuela para cocinar. Carne en descomposición, pestes de trinchera, picadillo en el campo de batalla. Hay quienes, como el periodista Peio Riaño, dicen que Echenoz “se pasó al gore” en estas páginas. Y puede que así sea, porque en esa carnicería levanta, sin embargo, una historia potente, tan cotidiana como repugnante, en la que la violencia cobra sentido. Un poco a la manera de Las benévolas –de Littel- pero de manera menos pretenciosa, esencial, y más diestra.
Cuando preguntaron a Echenoz por qué decidió una novela sobre la Primera Guerra Mundial, el francés contestó: “Nunca pensé escribir sobre esa guerra. Pero un día se murió un pariente de mi mujer y apareció el diario de su tío abuelo, que estuvo movilizado desde el primer día hasta 1919, un año después del final de la guerra. Era un diario muy púdico, parecía escrito para el censor. Lo leí y lo transcribí, aunque sin intención de escribir sobre él. Poco a poco empecé a interesarme por la guerra, me puse a investigar, leí a varios autores alemanes y franceses que habían combatido, y decidí reconstruirla mezclando lo que aprendí y lo que imaginé”.
Este volumen tampoco se escribió en aquellos años, pero sí respira su pólvora. Se trata de Piedras Negras (Lengua de Trapo), un volumen de relatos de Jesús Zomeño ambientados en la Primera Guerra Mundial. En sus páginas, el lector se topa con ersonajes que "le hablan al vacío desde unas trincheras en las que nada -o todo- pasa mientras se espera la muerte", dicen sus editores. Planos de una fuga interior, víctimas que a veces son también verdugos.
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