Cultura

Juan Marsé, el escritor joyero, el que rocía con gasolina al diamante español

Del maxilar "popellesco" y la propensión al mármol del presidente de la Generalitat catalana a la "boquita de gatillo fácil" de la secretaria general del Partido Popular. Son los retratos que ha incluido Juan Marsé en la reedición que ha hecho Alfabia del magnífico libro de perfiles Señoras y señores.

Señoras y Señores. Una fórmula ceremoniosa. El tintineo de un tenedor contra el cristal de una larga de copa –que habrá de romperse-. El brindis que ofrece un maestro de ceremonias antes de un discurso en el que rodarán cabezas. Pero es también, acaso, una expresión que alude a una colección de hombres y mujeres. Señoras y señores es ambas cosas. Se trata de una recopilación de retratos de personajes que han atravesado la vida de España en los últimos treinta años -desde folclóricas hasta políticos, tenores o escritores-. Semblanzas que Juan Marsé publicó entre 1978 y 1980 en la revista Por favor y el diario El País y que ahora Alfabia edita de nuevo no sólo con las correcciones de su autor, sino con dos perfiles nuevos: el de María Dolores de Cospedal y Artur Mas.

Crema del más fino bombón que Circe alguna haya podido cocinar. Textos dulces y venenosos que Marsé confecciona como lo que es y ha sido siempre: un escritor joyero. Acaso porque los años en un taller engarzando piedras preciosas le hicieron un hombre que comprende el detalle –Nabokov insistía en el poder que tienen esos pequeños gestos-, en Señoras y señores Juan Marsé levanta una catedral literaria; la del género más complejo y mordaz, pero irrepetible cuando se sabe ejecutar: el retrato. 

Unidas entre sí por un tema común –lo público, los personajes que caminan en el filo de ese escalón jabonoso- las semblanzas que hace Juan Marsé de Lola Flores, Sara Montiel, Alfonso Guerra, Ruiz-Mateos o Plácido Domingo imponen algo de estropicio. Al leer las páginas de este libro, tiene la sensación el lector de pasear por una reunión en la que vivos y muertos alzan la copa y sonríen desfigurados por el garrotazo que Marsé les ha propinado al describirlos y que sin embargo les convierte en versiones más fieles de sí mismos.

Crema del más fino bombón. Textos dulces y venenosos que Marsé confecciona como lo que es y ha sido siempre: un escritor joyero.

Señoras y señores emulsiona la imagen de una España entera agolpada en una foto de grupo en la que cada rostro es una escama. Brilla ese gran pez. Brilla como las bragas de oro: el paísde la picaresca; el del bribón y del corrupto, pero acaso también el del farsante, el del ingenuo y del que se hace. Hombres y mujeres retratados con belleza pero sin piedad, de esos que, como la Sara Montiel “más amoblada que vestida”, el Fernando Fernán Gómez con una boca “que parece engatillada”  o el Fernando Savater “corsario disfrazado de filósofo” representan pedazos o más bien esquirlas. Auscultados, impresos en la palabra a través de lo nimio,  los retratados emergen en el detalle:  ese pequeño y estropeado resquicio que convierte sus defectos en gesto ampliado de un mal mayor.  

La España  de entonces –la de los años en que se publicaron esos textos-, escribe Carmen Romero en las páginas de un prólogo magnífico, esperaba ansiosa quitarse la caspa. Estrenaba pactos. Lo tenía todo… por hacer.  Había logrado una constitución “que no parecía de unos ni de otros, sino un poco de todos”. Qué lejos parecen ahora esos recuerdos  -escribe Romero-. “No parece sino que el tiempo se hubiera empeñado en estropearlo todo por un quítame allá esas pajas. Y cuántas cosas nos permitieron hacer esos acuerdos”, exhala cual suspiro la melancólica prologuista.

"He aquí a un señor que confunde Catalunya con su persona. Y, sin embargo, no hay nada en esta fisionomía que recuerde a un país".

Y al chute de nostalgia le sobreviene el agua salada con la que Marsé enjuaga, a cubetazos, los despechos. “He aquí a un señor que confunde Catalunya con su persona. Y, sin embargo, no hay nada en esta fisionomía que recuerde a un país (…) En fin, una cara que expresa sentiments y centimets, esa distinguida dualidad que resume la problemática gobernabilidad de Catalunya”. No habla Marsé de Artur Mas. No señor. Habla de Jordi Puyol.

Pasado y presente se pasan el relevo, desfilan –procaces- como la cinta de un mismo carrete en el que todos alzan el mentón para posar. Marsé sólo presiona el botón, hace click: dispara. “El maxilar cuadrado y ligeramente popeyesco va siempre un paso por delante de la mirada estreñida: el paso largo y la vista corta (…) Pero no está de más recordar aquí que esta figura se mueve con una fuerte vocación de futura estatua conmemorativa, a ser posible con palomas, y por supuesto aferrado al timón”. Así describe Marsé a Artur Mas, ese hombre-parodia que necesita la patria tanto como su ego ansía el mármol. ¿Cuántos años han transcurrido entre Pujol y Mas? En la pluma de Marsé parecen un segundo.

Valdría la pena detenerse en todo. En el retrato inmisericorde que hace Juan Marsé de Fernando Arrabal, Sofía Loren o Marilyn Monroe. Habría que transcribirlo todo. Llenar esta nota de comillas como un escolar llenaría una cartelera con grapas. Pero hay un titular con el cual cumplir. Una de las novedades del libro, porque no había sido escrito entonces y se trepa ahora como un presente apurado con vigor, es el perfil de la secretaria del Partido Popular y presidenta de Castilla-La Mancha María Dolores de Cospedal, portavoz invariable de los lunes, una bombera poco diestra que en lugar de apagar fuegos los magnifica. A ella dedica Marsé el último retrato de este libro.

“Digamos que es una boquita de gatillo fácil, severa de intenciones, imperturbable, imperturbable, resabiada", dice Marsé de Cospedal.

“Digamos que es una boquita de gatillo fácil, severa de intenciones, imperturbable, imperturbable, resabiada, con un leve rictus de repugnancia cuando presiente preguntas que ni siquiera le han sido formuladas, como si ago oliera mal en su entorno (…) Posee una voz con recámara de institutriz regañona, una voz engolada, episcopal, deleitosamente gangosa, decididamente hipócrita, lo que la prensa vaticanesca, con su retórica habitualmente tan vacua y presuntuosa como pestilente, llamaría una voz palpable”, escribe el Marsé más potente y agrio, el que fue capaz de rociarnos de melancolía con su Pijoaparte  y su necia y entrañable Teresa; aquel que nos regaló, para siempre, El embrujo de Shangai. Brumas de la posguerra que nos congelan todavía el corazón. Marsé el grande, el mayor de todos, el que convirtió este libro en una gema, una muy hermosa, para llevarla, coqueta, en el anular, una que habrá de fulminarnos como los besos o los infartos.

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