Suyas son las mujeres que confunden el dolor del amor con el de la muerte; esas que morirán sepultadas bajo una casa en llamas; las que envejecen esperando una carta; las locas; las infelices; las desgraciadas; las que habrán de perderlo todo en un pestañazo desgraciado; ellas, las que vendrán a vengarse. Suyas son las historias muertas de antemano; las tragedias que dividen la vida entre víctimas y victimarios; las sagas familiares; hechos reales en los que escarbará para contarlos, otra vez. Y le pertenecen por eso; porque nadie excepto él podría escribirlas de esa manera.
Se trata del colombiano Jorge Franco, ganador del Premio Alfaguara 2014 por El mundo de afuera, una novela que narra la historia de un amor atrofiado, acaso obsesivo: el que siente un padre por su hija, pero también aquel que vuelve a unos seres contra otros. Basada en hechos reales, la novela narra el secuestro de don Diego Echavarría, un filántropo germanófilo casado con una alemana que dejó el Berlín del nazismo para mudarse con él a Medellín. Instalados en un enorme castillo, Diego y Dita viven con Isolda, su única hija, a la que mantienen encerrada y alejada del mundo.
El Mono, un joven delincuente obsesionado con Isolda -a la que ha visto crecer, inaccesible, en el castillo- decide secuestrar a don Diego. Enfrentados y unidos por Isolda, don Diego y el Mono se consumen en un largo y severo cautiverio. Todo ocurre en la Medellín de los años sesenta y setenta, justo en la víspera de la espiral de violencia que habría de cernirse sobre la ciudad en los años del narcotráfico. Con esta, Franco agrega una más a las potentes historias que construyen su obra narrativa: desde Rosario tijeras (1999), pasando por Paraíso travel (2001) o Melodrama (2006) hasta Santa Suerte (Seix Barral, 2012).
Nadie podría contar estas historias de amor y muerte de la manera en que Jorge Franco sabe hacerlo
-El romance convertido en tragedia atraviesa sus libros. Una vez más, la historia de amor –la de Don Diego e Isolda; o la del Mono e Isolda- que empuja la trama es trágica.
-Esa es una constante en los escritores que somos unos aguafiestas. Contamos lo imposible, lo irrealizable; allí donde hay fisuras, donde puedan estar las grietas del comportamiento humano, estamos los escritores. El amor feliz en la literatura se suele resumir en una frase: y fueron felices… Pero lo que realmente hay que contar son los obstáculos detrás. Yo, que he manejado estos temas de violencia y crudeza, siempre trato de recurrir a elementos que me ayuden a compensar, para que la historia se parezca un poco más a la vida. En este caso han sido dos: el amor y el humor, que quizá en esta novela es más sórdido y más negro.
-¿El mundo de afuera es una tragedia al uso?
- Conversándolo con Laura Restrepo, la presidenta del jurado, y luego con Pilar Reyes, mi editora, me di cuenta de que, desde el comienzo, se planteó el enfrentamiento de dos personajes opuestos: Don Diego y el Mono, su secuestrador. No con la intención de juzgarlos, sino de mostrar la zona gris que se levantaba entre ambos. Releyendo la historia, sentí que, como en la tragedia clásica, cada uno asumía su rol; enfrentados la víctima y el victimario, el destino termina imponiéndose en su concepción griega; como algo trazado de antemano que construye a los personajes.
Don Diego Echavarría existió. Fue secuestrado y asesinado en Medellín, en 1971
-La historia de don Diego Echavarría es real: existieron él, el castillo, aquella vida anacrónica... Todo pasó, en Medellín además.
-Sí. De niño viví cerca de un castillo de diseño habitado por personas que viajaban en limusina, tenían pajes y no vestían como el entorno. Para alguien de seis años aquello era una puerta abierta a los sueños, la imaginación y la curiosidad, que creo que persistió todas estas décadas hasta que me propuse contar aquella historia. Pero era una época que tenía muy en la nebulosa: cómo era ser niño en una Medellín totalmente distinta a la que conocimos después. Aquella era una Medellín tranquila, paradisíaca, en la que no pasaba nada y luego pasó todo.
-La novela está ambientada en los setenta, casi 10 o 15 años antes de la eclosión del narcotráfico y el sicariato en la ciudad.
-Incluso menos. El auge de esa violencia se dio en los ochenta. A principios de los noventa tuvo el clímax con la entrega, la fuga y muerte de Pablo Escobar. Pero desde el año 75 ya comenzaban a verse en Medellín unos brotes extraños de la presencia del narcotráfico: funerales con mariachis, coches último modelo extraños para nosotros, construcciones estrambóticas. Y este secuestro fue en 1971.
- El desenlace real del secuestro fue la muerte de don Diego, que entiendo fue una muerte muy cruenta. ¿Fue por eso que decidió reescribir el final?
-Él murió de una forma especialmente violenta, porque utilizaron todas las formas posibles para matar a alguien. Yo había narrado una muerte muy violenta, por la que el jurado refirió que yo saltaba de los hermanos Grimm a Tarantino. Con la edición final, el asunto quedó más cerca de los hermanos Cohen que de Tarantino.
"El pecado, si lo hubo, fue bajar del pedestal a estos personajes"
-No me ha respondido todavía. ¿De dónde conoce usted a estos personajes?
-Hay un parentesco. Mi suegro es sobrino nieto de don Diego. Él y su hermano ayudaron mucho, especialmente para reconstruir la vida de don Diego en Europa. Era un joven con dinero, bohemio, en Europa… Ellos leyeron la novela y se sintieron muy satisfechos. Supieron diferenciar la novela de la biografía.
-A diferencia de otros libros, en esta novela los personajes femeninos están contenidos.
-Fue intencional. Las dos novelas anteriores, Melodrama y Santa suerte, eran de universos muy femeninos. Quería probarme como escritor de un mundo masculino. Tuve que luchar mucho para que esas mujeres no se apropiaran de la historia.
-En Medellín el libro no fue del todo bien recibido. Entiendo que ni siquiera le dejaron presentar la novela.
-Hay un veto al contenido. El castillo de don Diego, que aparece en la novela, existe todavía como centro cultural. Cuando fui a Medellín a presentar la novela, pensé que ese sería el escenario natural. Faltando dos días, cuando todo estaba preparado, la junta directiva de la institución leyó el libro y dijo que el tratamiento que recibía su personaje en el libro no se correspondía con la realidad. Sostenían, por ejemplo, que Dita, la esposa de Don Diego, era una mujer muy recta, muy conservadora y que el libro no transmitía lo mismo. Insistí en que esto era una novela, que había que tomar distancia. Pero fue un diálogo de sordos. ¿Qué cuentas tiene que rendir una novela de la realidad? Pues ninguna. Y me dije: nos vamos a otro sitio. El pecado, si lo hubo, fue bajar del pedestal a estos personajes.