Cultura

"Creo que he rescatado al Phillip Marlowe que Raymond Chandler dejó a un lado"

No sólo Jesucristo levanta a las personas del sepulcro. Los escritores también pueden hacerlo. En este caso ha sido Benjamin Black, el alter ego noir de John Banville, el encargado de traer de nuevo al presente a Phillip Marlowe, el detective privado creado por Raymond Chandler en 1934.

Verlo atravesar un salón siempre despierta la misma pregunta ¿Cuántos hombres hay bajo esa americana azul, tocada con un pañuelo rojo, de quien mira de reojo la copa de vino blanco sobre la mesa? Hasta hace un año sólo dos, ahora hay tres. Uno se llama John Banville; el segundo, su alter ego noir, Benjamin Black, y el tercero Phillip Marlowe, el mítico detective de El largo adiós creado por Raymond Chandler, que ahora vuelve a los lectores en La rubia de ojos negros, una novela que Alfaguara ha lanzado esta semana de manera simultánea en España, Inglaterra, Estados Unidos e Italia.

El milagro –pensaba uno que la capacidad de levantar a los muertos del sepulcro era atribuible sólo Jesucristo o los desfibriladores- lo ha hecho Benjamin Black, el pseudónimo con el que el escritor irlandés John Banville se dedica desde hace ocho años a escribir novela negra. Premio Booker 2005 y permanente candidato al Nobel, John Banville ha recibido el encargo de los herederos de Chandler. Lo ha hecho con gusto, sin condiciones –“no recibí ni una, de lo contrario no lo habría hecho”, dice-y con esa prosa elegante que no desafina, ni siquiera cuando suena a Banville y no porque esta sea peor -¡no!, ¡no!, ¡no!-, sino porque al irlandés no le gusta escuchar tal cosa: uno y otro son distintos. “Benjamin Black piensa que John Banville es demasiado pretencioso. Mientras uno escribe una novela en seis meses, el otro tarda tres años, buscando la frase perfecta”, dice con su risa apagada y entrañable. El resultado, esta novela, resume lo mejor de los tres.

Phillip Marlowe, el detective privado que protagonizó el relato Finger Man publicado por Raymond Chandler en 1934 y que aparecería en trece novelas más, tiene hoy la misma edad de hace 80 años. Todavía es el hombre solitario al que le gusta el ajedrez, el whisky, las mujeres y detesta que le ofrezcan resolver casos de divorcio. Uno que hasta hace un tiempo vivía muy tranquilo en el limbo de los mitos y que ahora, como los dioses, vuelve. Eso sí, para resolver un crimen. La rubia de ojos negros está ambientada en década de los cincuenta. Marlowe se siente tan inquieto y solo como siempre y el negocio vive sus horas bajas, cuando irrumpe en su despacho una nueva clienta: joven, rubia, hermosa y elegantemente vestida –con un sombrero de malla y boquilla de ébano-, quien pretende que Marlowe encuentre a un antiguo amante, un hombre llamado Nico Peterson.

Philip Marlowe tiene la misma edad desde hace 80 años. Ahora, Benjamin Black, el alter ego noir de John Banville, lo regresa al presente.

Tras ponerse manos a la obra, Marlowe descubre que la desaparición de Peterson no es más que el primero de una serie de sucesos desconcertantes. Antes de que se dé cuenta, Marlowe se verá enredado con una de las familias más ricas de Bay City y podrá comprobar lo lejos que están dispuestos a llegar con tal de proteger su fortuna. Hay quienes, como Rodrigo Fresán, dicen que Banvilleescribe todavía mejor que Raymond Chandler. Por una razón: el norteamericano vivía en los años cincuenta y escribía sus historias acerca de un momento sobre el que Banville lleva ventaja, no sólo porque en esos años ha ambientado toda su serie negra firmada por Benjamin Black, sino porque goza de la calma y la frescura que ganan los tiempos remotos con el paso de los años. Del otro lado, en cambio, están los que esgrimen que Banville ha suavizado demasiado al rudo detective, aquel hombre sin padres, familia ni gato –Chandler al menos tenía uno-, que desconfía de los policías y vive solo, en una casa alquilada, en la ruda ciudad de Los Ángeles.

“Ese análisis es muy de Rodrigo –son buenos amigos el argentino y el irlandés-. Pero es cierto: Chandler hacía novela contemporánea, escribía sobre los tiempos que vivía. Yo tengo a mi favor la historia. Y sobre la idea de que he hecho mi propio Marlowe, no fue esa nunca mi intención –aclara-. Creo que he rescatado al Marlowe que Chandler dejó a un lado. ¿Acaso mi Marlowe es más blando? Sí, porque lo era, pero Chandler no se lo permitía”, dice el irlandés a la luz de una lámpara de neón. En el rostro, que acumula ya casi los setenta, le brillan todavía unos potentes ojos azules.

"Nunca tuve la intención de hacer mi propio Marlowe. He rescatado al que Chandler dejó a un lado".

El Marlowe de Chandler finge una brutalidad que el mío no tiene. Para explicarlo habría que utilizar las variantes que tienen en inglés las palabras taught (fuerte) y hard (duro). Marlowe es un hombre fuerte pero no un tipo duro. Sólo hay que ver cómo trata, acaso con cierta tristeza y cierta compasión, a los asesinos que persigue. Pienso que he abierto el cascarón de Chandler y he sacado de él a Marlowe”, y mientras el escritor explica, surge en quien escucha una estampa que refulge en las páginas de La rubia de ojos negros y en la que el Marlowe de Banville –que es Black- se descubre de pronto en una habitación de la que ha salido una mujer. Más solitario, acaso sobrepasado por el amor, dice: “La ví mirando los cuadros y la alfombra, el tablero de ajedrez para un solo jugador. Nunca sabes qué tan estrecho es un espacio hasta que alguien de fuera entra en él”. Y es ése el destilado que ha conseguido el irlandés colocándose el sombrero del americano.

No se obsesionó Banville con escarbar hasta el último resquicio del Marlowe escrito por Chandler. “La investigación excesiva mata la ficción. Para eso está la imaginación”, dice. Pero tentaciones no le faltaron a Banville: pensó en ambientar la novela en el presente y no en los cincuenta y hasta llegó a fantasear con hacer coincidir en una misma ciudad –Boston- a Marlowe con Quirke, el patólogo forense que protagoniza la serie de negra de Benjamin Black, un heredero, en toda regla, de la estirpe detectivesca que encontró en Marlowe, Sam Spade, Sherlock Holmes, Poirot y Maigret su árbol genealógico. 

"Chandler, en el fondo, pretendía, como lo hizo con Marlowe, ser un tipo duro. Y lo del caballo fue uno de sus momentos de tipo duro".

En una ocasión, al ser interpelado por el carácter de denuncia que se le ha atribuido siempre a la novela negra, Raymond Chandler respondió, a la pregunta sobre si Philip Marlowe tenía conciencia social: "Tanta como podría tener un caballo". Vale la pena entonces repetir la misma pregunta, esta vez a Banville. “Chandler, en el fondo, pretendía, como lo hizo con Marlowe, ser un tipo duro. Y lo del caballo fue uno de sus momentos de tipo duro. Marlowe no piensa que puede cambiar el mundo, pero era un buen hombre. Era honesto. Despreciaba la corrupción”, explica el irlandés.

Acostumbrado a que los escritores de novela negra le detesten por ser demasiado literario –es un chiste que repite, siempre-, cuenta John Banville cómo, al darle el manuscrito de su primera novela negra a su editor, este le dijo: “Esto no es noir. Es una novela literaria”. Banville hace una mueca: “Oh, no, por Dios. Calla, calla. ¡No digas eso!”. Novela negra, lee más bien poca. Y la que ha leído no le gusta. “Detesto las novelas de Stieg Larsson. Me parece un libro deshonesto, obsceno, el autor que iba de liberal y defensor de las mujeres, termina haciendo todo lo contrario. La novela negra cada vez se ha vuelto más violenta. Es una carrera por hacer y crear una montaña de muertos y se obsesiona con nuevas y mejores maneras de matar chicas jóvenes”.

Fue su hermano, Vincent, quien le introdujo en el mundo que ahora reproduce. Se confiesa apasionado de El largo adiós y La dama del lago, dos de sus novelas favoritas de Chandler. Para Banville -para quien la frase lo es todo- ese que dice escribir a ciegas, frase a frase, sin avanzar hasta que no consigue la palabra correcta, la novela negra es un reino en el que se mueve a sus anchas. Convertido en Benjamin Black y ahora en Phillip Marlowe, es a la vez lento y rápido; intrigante y poético. Magnífico relojero de lo que él llama sus piezas de artesanía.

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