Cultura

Vidal-Folch: “El paso del comunismo al capitalismo comenzó con euforia y terminó en la desesperación”

Justo en estos días, el 9 de noviembre, se cumplen 25 años de la caída del Muro de Berlín. Ése es el tiempo que separa las vivencias de los recuerdos del protagonista de Pronto seremos felices (Destino), la nueva novela de Ignacio Vidal- Folch, un artefacto tan literario como periodístico que convierte la ruina en una forma de poesía.

Cada página suya es una demolición, una bella e inmensa demolición. Y acaso su título es un agrio moño, una monería de la mala leche o, quizá, una intención frustrada… Quién sabe. Lo que sí es cierto es que Pronto seremos felices (Destino), la nueva novela del periodista y escritor Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1952) , estalla –hermosa, total - en las manos del lector que asiste, sin poder librarse, al espectáculo de sus páginas.

Un viajante comercial cuyo nombre ignoramos emprende un viaje en tren hacia Praga. Piensa en Camila, aquella mujer que se comparaba con los arbustos; esa secretaria ansiosa y expansiva; una mujer exagerada que jamás renunció a llevar el carné del Partido Comunista, incluso hasta el día final. Y así como los rieles tiran del tren en el que viaja, otro hilo conduce al protagonista a través de un tiempo áspero y remoto; extinto. Comienza entonces el viajante a reconstruir su paso por los países y las ciudades de Europa del Este en los que ha estado: Rumanía, Bulgaria, la entonces Checoslovaquia, pero también Brno, Sofia, Bucarest…

Porque en este viaje de vuelta, nada fue lo que debía. Todos, al final, se convirtieron en eso: en espectros.

Y con las ciudades, vienen a la mente del viajante –y a las páginas de esta novela- las historias de aquellos a quienes conoció durante los 25 años que han transcurrido entre sus recuerdos y sus vivencias: una pálida y ausente mujer a quienes dos hombres amaron toda la vida; un chulesco delincuente que pasa del tráfico de armas al mostrador de una tienda; un mafioso ruso hecho a sí mismo; un héroe del despedazamiento soviético en tiempos de Ceaucescu; un poeta obligado a suicidarse cuya muerte jamás se esclareció; una espía comunista que enloquece confeccionando las listas de quién podría haberla delatado… A algunos de ellos va a buscarlos; a otros sólo los ilumina, los reconstruye con un pestañazo efectivo y crepuscular. Porque en este viaje de vuelta, nada fue lo que debía. Todos, al final, se convirtieron en eso: en espectros.

Justo ahora esta novela parece más actual que nunca. Este 9 de noviembre se cumplen los 25 años de la caída del muro de Berlín, el desmoronamiento del comunismo y de los que pensaron que tal cosa sería posible. “El proceso de transición del comunismo al capitalismo comenzó con unos años de euforia y ha acabado en la desesperación, en la angustia de ver cómo todo lo que se había previsto para el futuro no se cumplió”, cuenta Vidal-Folch, quien con esta lleva ya su cuarta novela, una historia alimentada de sus años como corresponsal en los países de Europa del Este durante sus años más críticos: lo de la década de los noventa. Sobre ése tema y otros temas conversa en esta entrevista el autor de No se lo digas a nadie (1987), La libertad (1996)y La cabeza de plástico (1999).

-Es una historia crepuscular. Prevalece la idea de volver a aquello –lugares, personas, recuerdos- que ya no existe, que se desmorona como lo hicieron las repúblicas soviéticas.

-Pronto seremos felices es una historia de nostalgia, en muchos sentidos. Cuenta cómo cambia la vida de una serie de personajes, empezando por el propio narrador y de los personajes que él conoce a lo largo de 25 años. Desde la política, con el paso del comunismo al capitalismo, hasta otros aspectos. El hecho de que pasen 25 años siempre da una idea, como usted dice, crepuscular; que avanza hacia el acabamiento. Ahí aparece el paso del tiempo y la lucha contra éste, que en parte es una de las luchas de la literatura: la resistencia al hecho de que el tiempo transcurra. La literatura del siglo XX refleja eso. Lo demuestra Proust, que se inventa lo de la memoria automática; también Nabokov cuando hace su obra maestra Ada o el ardor, una obra de plenitud y senectud, que es en realidad un ensayo contra el tiempo. Es una especie de ilusión eso de que con la literatura podemos parar el paso del tiempo. Pero también he querido hacer un libro contra ese componente nostálgico o angustiado del envejecimiento y el fin de las euforias y los sueños juveniles. Quise agregar algo de humor.

"Es una especie de ilusión eso de que con la literatura podemos parar el paso del tiempo".

-Perdone, aquí lo único que saca una risa, y es una risa rota, es el título. Es un regalo envenenado.

-¿De verdad lo cree? ¿Tan amargo le parece?

-¿Cuál es la idea que sujeta este libro: que las cosas no fueron lo queríamos? Le pasa a Europa y a los personajes

-Esto al final es un relato. Puede cada uno salir con una idea diferente del libro. Yo la concibo como una especie de poesía sobre la vida. La poesía puede ser triste. Sólo Jorge Guillén hizo con la alegría muy grande poesía. Para mí es un canto agridulce a la naturaleza humana, a la costumbre de viajar... Uno de los temas que está por todas partes es el  de cómo somos y cómo contamos que somos; cómo nos construimos un relato para ordenar nuestra vida y darle una dirección. Hay cosas que, con el paso del tiempo, se alteran y se mezclan: el recuerdo, el relato, realidad.

-En esta novela todo ocurre en una estructura triangular. Y no una o dos veces, sino varias. El viajante casi siempre es el vértice por el que pasan otras dos historias. ¿Por qué?

-Tiene que ver con una especie de estructura de mi cerebro. Me cuesta, no sé hacer o no me interesan las novelas tradicionales, en el sentido de contar una trama con personajes que interactúan, se mezclan y provocan movimientos de otros. Ése es el modelo, que aún funciona, de la novela del XIX. No sólo en este libro sino en muchos otros, cuento una historia de uno o dos personajes como si no acabara en sí misma. Por eso exigen un tercer vector, no tanto como personaje sino como elemento narrativo. Para contar la historia de Camila, por ejemplo, tuve que meter la historia de amor de un hombre va en el tren. En el vértice está el narrador, que tiene su propia trayectoria. No sé, realmente, pero hay algo que me lleva siempre a hacer triangulaciones.

-En esta novela todo se destruye, desaparece. ¿El despedazamiento de la URSS es el escenario o el motor de esta novela?

-El proceso de transición del comunismo al capitalismo comenzó con unos años de euforia y ha acabado con la desesperación, con la angustia de ver cómo todo lo que se había previsto para el futuro no se ha cumplido. En Bulgaria ya van doce personas que se queman a lo bonzo. El hecho de que haya gente que se suicide quemándose quiere decir que algo ha fracasado. Sin hablar de las mafias, la delincuencia, la corrupción. Toda esa desilusión se corresponde con la trama de los personajes y con el escenario donde todo eso ocurre.

"La transición del comunismo al capitalismo comenzó con unos años de euforia y ha acabado con la desesperación".

-Hay varias ideas que sujetan la historia: lo que es real o no; la idea justa o injusta de la vida y sus ajustes y la redención. Por ejemplo: Nmith Dragos, un mafioso, una especie de Robin Hood a la inversa. O Bobby, un delincuente que termina por redimirse. ¿Qué hay en esta comparsa?

-Estos personajes que usted cita son delincuentes, viven al margen de la ley. Uno es un pequeño delincuente; el otro, Dragos, forma parte de la mafia rusa. Están ahí como contrapeso, el uno (Bobby) de una historia de amor -pasan los años, él se convierte en un tendero y sigue fascinado con Alina- el otro, Nmith, me sirve como contrapunto, el narrador llega a él a través de un héroe, y ese contraste me permitía hacer contrapeso.

-¿Por qué su narrador se refiere a la ejecución de Ceaucescu y su mujer como a la muerte de Mickey y Minie Mouse?

-Porque a fuerza de tanto repetirse, la muerte de ambos parecía un hecho de ficción. Deja de ser real la representación de su fusilamiento, que fue atroz y se vio muchísimo en los telediarios. Ocurrió como con Andy Warhol o Marilyn Monroe, uno ya no sabe si pertenecen al mundo real o a los monigotes de la cultura pop.

-Siempre ha habido dos Europas, dice usted en la novela: la católica y la protestante; la capitalista y la comunista; y ahora, la que ha saltado de la modernidad a la posmodernidad y otra que ni siquiera ha llegado a la modernidad. En el fondo son los grandes relatos ideológicos, ¿todos fallidos, no cree?

-La modernidad europea ha tenido éxito en el sentido de que estamos aquí tomándonos un café, con la seguridad de que no vendrá un asaltante a darnos dos tiros para quitarnos la cartera. Pero también ha fracasado ese proyecto cultural y humanista de Europa que planteaba que sería la educación la que permitiría que poco a poco fuésemos desterrando la violencia y trayendo la armonía. Sloterdijk tiene una conferencia llamada Normas para el parque humano, que le valió una tremenda polémica en Alemania. Él decía que ese proyecto humanista había fracasado y que lo único que podía salvarnos era la manipulación genética para que no seamos el animal agresivo y egoísta que seguimos siendo. Lo que sí es cierto es que el proyecto Europeo ha fracasado.

"Lo que sí es cierto es que el proyecto europeo ha fracasado".

-La ficción es aquí un personaje. Por ejemplo, pienso en el relato de Hunter, el hombre que se pelea con su ángel de la guarda para vender las alas, una historia que nunca se escribe, ni se filma...

-Eso está en la tradición de la novela española. Con perdón, pero Cervantes interrumpe El Quijote para contar historias que podrían eliminarse y dejar el libro igual. En Pronto seremos felices hay historias que son autosuficientes pero que están puestas ahí para iluminar a los otros personajes. Y aunque es verdad que ésta, al de Hunter, nunca se filma, igual está siendo contada, ya ha sido contada en el libro. Allí hay otro juego.

-El tema de Pronto seremos felices no puede ser más actual: el aniversario de la caída del muro de Berlín; Rusia como un esperpento en Europa...

-Es cierto que tiene esta cosa del aniversario de la caída del Muro de Berlín, que se celebra el 9 de noviembre… Y eso es casual, porque hace mucho tiempo que tenía pensada esta novela. Es una casualidad benigna, porque así le da un contexto de tremenda actualidad al libro.

-El periodismo es una caja de herramientas que, dependiendo del uso que hagamos de cada una, puede ser muy útil o una catástrofe. A usted, ¿el periodismo no le resultó un problema para la voz literaria, para la ficción?

-Hasta hace muy poco he sido un periodista de redacción. Fui corresponsal. He estado muy metido en el oficio. No lo puedo juzgar porque yo soy eso. El periodismo me ha hecho. Fue un reto: hacer las cosas lo mejor posible, en el menor tiempo posible. Pero no soy capaz de juzgarlo.

Lo de los 25 años de la caída del Muro de Berlín es una coincidencia "benigna".

-Lo siento, es cierto que es un tema que quizá hemos agotado y nos ha agotado a todos, pero tengo que preguntárselo. ¿Qué ocurrirá con Cataluña? ¿Este tema irá más?

-Me temo que sí. A mí me sabe muy mal, porque no se habla en Barcelona más que de esto. Y el tema, que es un tema menor utilizado artificialmente por los nacionalistas, succiona toda la vida intelectual, todo el debate. Estamos en un momento de crisis tremenda en todos los sentidos, dicen que las crisis son una oportunidad de reforma y de mejora, y en lugar de aprovechar la ocasión, todo se ha dispersado en un debate del siglo XIX sobre la formación de la nación.

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