Cultura

La tragedia griega: ¿por qué Antígona tampoco puede sacar dinero del cajero?

Cómo se escucha la expresión en estos días: la tragedia griega. En parte por ser una socorrida imagen para titulares de prensa, pero también porque es la manifestación de algo. Y no parece casual que exista un rebrote en la edición, traducción y montaje de las principales obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides.

La tragedia es un género que afirma la vida: en ella se desbordan y jalonan al mismo tiempo las tensiones del individuo enfrentado consigo mismo y con la voluntad de los Dioses. El héroe trágico está marcado por la fatalidad de un destino antes de darse cuenta de ello. De ahí su vigencia: nosotros, como Medea o Antígona, llegamos a un mundo ya construido y no siempre a nuestro favor. Esa es una de las ideas centrales que sobre ese género escribió Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, su primer libro, publicado en 1871. En pleno rapto del romanticismo en Europa.

Evocar la tragedia griega, además de ser una socorrida imagen para titulares de prensa, supone algo

Hamlet o Edipo, cualquier héroe trágico encubre a un Dionisos -el rey de la vendimia, arquetipo del exceso y el éxtasis- sufriente, despedazado y enloquecido por linaje. El héroe trágico se rebela contra algo establecido o lo intenta: Antígona desafía a la ley para enterrar el cadáver de su hermano, Medea mata a sus hijos y Edipo se arranca los ojos. Lo han hecho desde hace más de dos mil años y vuelven a repetir su gesto trágico, una y otra vez, contenidos en una relectura que no cesa y que se recrudece, como eufemismo, en medio de la batalla que libra el gobierno de Tsipras: tras sufrir un corralito y en medio de la amenaza de los líderes europeos sobre la Grexit -la salida de ese país de la UE-, Grecia se reafirma en la presión. Evocar la tragedia griega, además de ser una socorrida imagen para titulares de prensa, supone la manifestación de algo.

En su Poética, Aristóteles asegura que la tragedia encierra la catarsis, esa facultad de redimir y purificar al espectador. Quizá por ello no parece del todo casual que exista, de un tiempo a esta parte, un rebrote en la edición, traducción y montaje de las principales obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Desde La sangre de Antígona, la versión que hizo José Bergamín de la tragedia de Sófocles, que fue representada en el teatro María Guerrero de Madrid, con la dirección de Ignacio García, hasta las versiones que de Medea, Edipo y (también) Antígona han hecho los directores Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol en el teatro de La Abadía. Ya en 2013, Rubén Ochandiano estrenó en Madrid una adaptación de Antígona hecha por el francés Jean Anouilh. La versión de Anouilh se estrenó en París, en 1944, es decir, durante la ocupación alemana, un aspecto que condiciona la interpretación y énfasis de la tragedia. Aquella versión fue representada en las Naves del Español del Matadero de Madrid por Najwa Nimri.

El arco histórico entre estas adaptaciones no puede ser más elocuente. Y en el caso de José Bergamín, escritor de la generación del 27 obligado a exilarse durante años tras la Guerra Civil española, salta a la vista. Para narrar un dolor -el de la guerra entre un bando contra otro de españoles-, Bergamín buscó otro, acaso uno fundacional, el de Antígona, una mujer que alza la voz entre los vivos y los muertos, con un solo propósito: oponerse. En ese acto de dar sepultura a aquellos que merecen descansar en paz, Bergamín elige a Antígona como una imagen alegórica de la España que había dejado atrás. El trasfondo del enfrentamiento entre Eteocles y Polinices resuena como un eco cuya vigencia Bergamín encontró purificadora.

¿Por qué la tragedia? Alrededor de ella se desencadena la reflexión sobre el proceso de formación de la ciudad

¿Por qué la tragedia? ¿Por qué rebrota ese género grandilocuente y excesivo? Por una sencilla razón: alrededor de ella se desencadena la reflexión sobre el proceso de formación de la ciudad y la democracia. La tragedia antigua no era solo un espectáculo, como lo entendemos hoy, más bien se trataba de un rito colectivo de la polis, una especie de ceremonia ciudadana. Releer y revisitar la tragedia es un gesto político como ninguno. De ahí que en pleno desbarajuste griego -a las puertas de una salida del euro, golpeados por la dura situación económica y a punto de ser engullidos por la serpiente arrojada a la charca-, la comparación resulte tan clara y elocuente. Si Marx tenía razón en aquello de que la historia ocurre como tragedia y se repite como farsa, habrá que arrancarse la máscara, apurar la risotada para que el edificio se agriete, de una buena vez. Despertaremos cuando los escombros comiencen a llover sobre nuestra propia vigilia.

Las revisiones y adaptaciones recientes de los clásicos, tienen muchos más ejemplos en la actualidad que los dos anteriores. El director Mario Gas y el actor José María Pou acaparan la atención en el Festival de teatro Clásico de Mérida con Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano. El montaje, que introduce las manos a fondo en la tragedia como género, aborda de qué forma el pensador griego fue asesinado por la democracia que tanto defendió. Se plantea como un juicio al poder y a la falta de ética. Dos mil años después, la evocación de su muerte toca temas vigentes: la corrupción, la moral o la honestidad en la vida pública y privada.

El año pasado, el sello La Oficina publicó una edición de la traducción que hizo Hölderlin de Antígona. El libro recoge el texto bilingüe de Hölderlin, acompañado de sus Anotaciones a Antígona. Traducida al castellano por Helena Cortés Gabaudan, la versión de Hölderlin está acompañada de la Antigone, una película de los realizadores franceses Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, que recoge a su vez –subtitulado en español–, el texto teatral de Bertolt Brecht basado en la traducción de Friedrich Hölderlin. La edición viene acompañada de un estudio introductorio de la traductora y de un prólogo del catedrático Arturo Leyte, quien vuelve a arrojar luz sobre la forma en que la obra de Sófocles adquiere peso en la actualidad.

La lectura de fondo es que para nosotros, lectores tardíos, Antígona se ha vuelto una figura universal que recoge el sentido mítico, el filosófico, el político y el estético, sin que podamos distinguirlos con nitidez. Cuando Antígona se representa en la escena teatral contemporánea o en formato cinematográfico o musical, “todos esos sentidos se manifestarán con violencia”. La idea de Leyte se redondea, todavía más, aquí: a la vista del “infierno bélico del siglo XX, cuando millones de cuerpos yacieron insepultos y otros tantos fueron aniquilados o enterrados clandestinamente, Antígona emerge de nuevo como aviso político (Brecht) y estético (Straub/ Huillet) de una lucha sin fin”. Y justamente ahí, en la permanencia del hombre en sociedad, donde se renueva la vigencia de conflictos escritos hace dos mil años.

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