Cultura

En defensa de la polarización

La polarización es el precio que pagamos para que el pluralismo -que todos pretendemos defender- signifique algo más que callarse la boca. Me parece una ganga

Lo confieso: estoy polarizado. Leyendo tantos agudos análisis sobre el fenómeno, he tenido que aceptar que soy idiota. Por lo visto, le sigo el juego a políticos sin escrúpulos que huyen de sus responsabilidades y contribuyo, oh insensato, a alejar el debate público de Lo Que De Verdad Importa. Pero, ¿y si Macbeth tenía razón y la vida es un cuento contado por un idiota? Al fin y al cabo, la polarización, en su sentido original, alude a la orientación preferente de las ondas y de los campos magnéticos, y unas gafas de sol polarizadas evitan el deslumbramiento y mejoran la visibilidad. Este idiota polarizado les va a contar su cuento. Eso sí, sin ruido y sin furia.

¿Qué es un hombre y qué es una mujer? ¿Es el género una cuestión cultural? ¿Podemos ser lo que queramos y cuando lo queramos? Un mundo en el que a los niños se les aislara de supuestos condicionamientos externos para que, llegado el momento, decidieran por sí mismos si son hombres, mujeres u otras alternativas, ¿es un mundo posible? Más aún: ¿es deseable? Cuando hablamos de la Ley Trans, estamos en realidad hablando de la naturaleza humana, nada menos. Por eso, aunque afecta a muy pocas personas, nos remueve tanto.

¿Qué es el mal? ¿Es el ser humano bueno por naturaleza? ¿Vive oprimido por ciertas manifestaciones culturales (el capitalismo, la religión, el patriarcado…) que le inducen a comportamientos inmorales? ¿Es posible erradicar el mal a través del poder liberador de la educación, la cultura y la sensibilización social? Aterricemos: ¿es el machismo la única causa de la violencia de género? ¿Es posible terminar con esta violencia mediante campañas de publicidad y talleres de masculinidades? Como idiota polarizado de derechas, creo que la naturaleza humana es ambivalente y que el libre albedrío explica mejor que la cultura la existencia del mal. No creo que los humanos seamos tablas rasas ni plastilina psicológica, por lo que aborrezco la ingeniería social. Doy a la educación tanta importancia como cualquier persona de izquierdas, pero mientras ella le otorga un carácter emancipador (si te libero, harás el bien), para mí tiene un papel, en primer lugar, represivo (te enseñaré a limitarte para que no hagas el mal). 

¿Quién decide cómo debemos vivir? ¿Es posible discutir sobre el alcance del calentamiento global o cualquier debate es “negacionista”? ¿Es el término “emergencia” lo que mejor lo define? ¿Justifica esta emergencia cualquier invasión de los hábitos y costumbres de familias y comunidades? ¿Tienen los organismos supranacionales legitimidad, no ya para limitar las decisiones de consumo de los individuos, sino para dictar cuáles son morales y cuáles son inmorales? ¿Soy un pecador por tener un coche grande en el que llevar a mis hijos, por comer carne, por coger un avión para pasar unos días en Roma? Los costes de la “transición ecológica”, ¿están bien repartidos, son justos, son progresivos?

¿Es posible discutir sobre el alcance del calentamiento global o cualquier debate es “negacionista”?

Puede que la polarización me haya envenenado, pero a mí estos asuntos y unos cuantos más me parecen decisivos. A veces creo que lo que se sugiere es que, por el bien de la convivencia, dejemos de lado nuestras creencias profundas, ya que no nos vamos a poner de acuerdo. “No abramos debates superados”, nos dicen los listos, “hagamos que la política sea aburrida, que se centre en soluciones a problemas reales”. Ah, la tecnocracia, el sueño perezoso y antipolítico de las medidas diseñadas en hojas de cálculo. Pero en una celda invisible de cada excel late una visión del mundo. Ocultarla no sirve, la gente nota que aquello está averiado, que no respeta sus creencias.

Lo honesto es explicitar esa visión de la que se parte y discutirla, aceptando que pueda estar equivocada. Hemos renunciado al debate ético racional y, como ya nos advirtió Alasdair MacIntyre en 1981 (Tras la virtud), el resultado no es una sociedad apaciguada, sino una más moralista e implacable. No sé si será posible que alguien convenza a alguien; tal vez, al final, se necesite un compromiso. Pero para que el compromiso sea justo, todas las cartas (todas las ideas sobre la naturaleza humana) tienen que estar sobre la mesa y, por tanto, la polarización es el precio que pagamos para que el pluralismo -que todos pretendemos defender- signifique algo más que callarse la boca. Me parece una ganga.

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