Hace tiempo que es uno de los grandes muermos de la temporada cultural. Cada vez que se acercan los premios Goya, el PSOE y partidos subalternos de la izquierda los jalean para presumir de “conexión con la cultura” mientras que la derecha despotrica contra los discursos izquierdistas que suelen aparecer en la retransmisión. El público en general mira el programa con indiferencia porque hace décadas -desde los setenta- que el mundo del cine apenas genera debate social, ya que se ha convertido en un simple escaparate consumista de productos de gama alta (ya sea Moët, Chopard, empresas de cosmética, entidades bancarias...). Más que un aquelarre rojo, los Goya son una especie de zona VIP difícil de distinguir de una fiesta de Prisa y Mediaset (dos emporios a las que cada vez separa menos distancia).
Es normal irritarse por la doble moral constante de la gala, pero quizá sería más productivo usar esas disfunciones para ilustrar cómo el relato cultural progresista se derrumba un poco más cada temporada. Los mismos que consideran inaceptable que se abuchee a Pedro Sánchez el día de las Fuerzas Armadas se sienten obligados a trolear a cualquier Ministro de Cultura de la derecha que aparezca por la gala (si no aparece, le abuchean también). Los mismos que claman contra la Reforma Laboral, callaron ante un sistema de explotación de becarios que causó un lógico escándalo. Los mismos que consideran obligado protestar contra la guerra de Irak desaparecen frente a la invasión de Ucrania por Putin. Los mismos que visten de sport en la sede de la soberanía nacional (hablo de Pablo Iglesias) se sienten obligados a llevar esmoquin como muestra de respeto ante la factoría de ficciones progres que es el cine español desde la Transición.
Seguramente no existe un modo más rápido de explicar a cualquiera la bancarrota de la izquierda prosistema que invitarle a ver la gala de los Goya. Se trata de un cine de grandes aspavientos políticos pero casi siempre previsible y alérgico al conflicto (como cualquier zona VIP). Contra todo pronóstico, esta temporada serán protagonistas dos películas realmente corrosivas contra el relato oficial del progresismo español. La primera es Alcarrás, que explica como la economía verde globalista que la izquierda vende como solución mágica pasa en realidad una dura factura a nuestros agricultores más humildes. Su directora, Carla Simón, se mueve además por fuera del relato feminista oficial, ya que apuesta por personajes lejos de estereotipos de la masculinidad tóxica y no demoniza las relaciones de la familia tradicional.
La segunda película incómoda para el relato progresista es As bestas, de Rodrigo Sorogoyen, que se puede leer como un choque entre el ecologismo globalista y urbanita de la pareja de franceses instalada en una aldea gallega frente al soberanismo popular que representan los hermanos agresivos y conflictivos. En un primer momento, los espectadores sintonizan con la pareja de extranjeros chic, pero poco a poco va haciéndose visible que la ira de los lugareños -por brutal que sea- no carece de razones legítimas. Pedro Sánchez acudió hace unos días a ver esta película a los cines Renoir de Madrid, pero su comentario posterior evitó cualquier connotación política para centrarse en la “atmósfera asfixiante” de la trama y el gran trabajo de los actores.
Premios Goya: un trampantojo tedioso
La obra de Sorogoyen también cuestiona los métodos de las grandes empresas de energías renovables y su impacto en las comunidades rurales de España (un conflicto que al presidente debería apelarle). Es dudoso que Carlos del Amor vaya a preguntare por esto en la alfombra roja de los premios. Dicho esto, pocos días antes de la gala se ha publicado una entrevista que nos permite hacernos una idea muy precisa del trampantojo cultural que es la gran fiesta del cine español. Me refiero a las charla del Diario Vasco con Pablo Malo, que hace dos décadas ganó el premio a mejor director novel. “Sé que en los Goya hay gente que no tiene para pagar la hipoteca”, reza el titular.
Pablo Malo, ganador de un Goya, recuerda la precariedad económica de muchos premiados y considera que la gala es aburrida
¿Párrafo clave? “Soy bastante descreído con esto de los premios porque compiten películas que no tienen nada que ver entre sí. A partir de ahí, con el tiempo te das cuenta de que hay mucha gente en la profesión obsesionada con tener el Goya. No es lo mismo que lo reciba Agustí Villaronga con Pa negre que un actor revelación. Esa euforia de los chavales, llorando con sus expectativas de futuro, no ocurre con la gente que lleva años en la profesión. Tú ves a Enrique Urbizu recoger el Goya por No habrá paz para los malvados y da las gracias, pero sabe que eso no es la realidad, sino que tendrá que pelear mucho para hacer otra película. Urbizu no ha vuelto a hacer cine”, recuerda.
¿Por qué suena Pablo Malo tan descreído? “Sé de mucha gente con mucho talento en el mundo del corto que desapareció porque no quiso insistir o porque tuvieron un hijo y necesitaba dinero todos los meses. Esa incertidumbre en torno a los ingresos te hace bajar los pies a la tierra. Yo sé que hay mucha gente en los Goya que no tiene ni para pagar la hipoteca. A una persona que lo ganó le tuve que dejar dinero dos meses antes para que pagara la luz porque se la cortaban”, advierte.
¿Cuál es su valoración de las galas de los Goya? “Me parece muy aburrida si no eres del mundo del cine. Es una fiesta que hay que tomarse en serio hasta cierto punto, pero sin pensar que eso te va a dar una trayectoria. Siempre me he fijado mucho en la gente y he visto a alguien con tanto talento como Agustí Villaronga, que había hecho Tras el cristal y luego estuvo seis años en un obrador haciendo pasteles”, concluye. Este es el glamour del cine español, dividido entre productores estables y millonarios y el resto de los oficios, maltratados y precarios, aunque una noche al año se pongan ropa de gala y su mejor sonrisa.
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