El mayor asalto aerotransportado de la historia había sido un éxito. Una operación anfibia estaba trasladando, hace justo 80 años, a 160.000 soldados aliados a suelo francés. En el verano de 1940, Alemania había ocupado la mitad de Francia y la costa atlántica era un fortín desde el que británicos y alemanes se miraban fijamente. Ni el trabajo del zorro del desierto, Erwin Rommel, en la protección del ‘Muro Atlántico’ había logrado evitar el desembarco del 6 de junio. En pocas semanas más de un millón de soldados aliados combatían al Tercer Reich desde el oeste en una pinza que junto al avance del Ejército Rojo por el este, sentenciaron definitivamente al régimen de Hitler.
Las semanas posteriores al 6 de junio tuvieron lugar una serie de batallas para asegurar la presencia aliada en ciudades como Caen y Cherburgo en las que se vio inmerso un joven español de 27 años. Nacido en Lérida de madre española y padre alemán, Alberto Winterhalder se había alistado en la Wehrmacht en 1942 y en el Día-D se encontraba junto a su unidad en la isla de Ré, según las memorias de aquellos días, recogidas en Lo que nunca te han contado del Día-D, de Pere Cardona y Manuel P. Villatoro.
"Nos adentramos en la boca del lobo"
La estancia en Francia había sido apacible, y en aquellos últimos días de la primavera de 1944, Winterhalder esperaba poder cogerse un permiso que si hubiera llegado a tiempo le habría evitado unos cuantos años como prisionero de guerra.
Pero aquel 6 de junio su historia y la Historia cambiaron para siempre: “Era una hermosa mañana de junio. Bandadas de pájaros cruzaban el cielo de la pequeña isla de Ré, paraíso de miles de aves migratorias de distintas especies, que recalaban en la naturaleza salvaje para luego emprender largos viajes hacia las costas de África, Groenlandia o Siberia. Durante el breve descanso de unos ejercicios militares se me acercó el sargento, quien casi con un fino susurro de voz me dijo: «Amigo, ya no te vas a ir de permiso a España. Esta madrugada, miles de paracaidistas estadounidenses han sido lanzados detrás de nuestras líneas defensivas». Aquella noticia sobre el desembarco aliado golpeó de manera singular mi alma. Me desplomé interiormente, quedándome profundamente deprimido, pese a que lucía una diáfana mañana de junio, que pronto se transformaría en un oscuro presagio para muchos de nosotros que ya no volveríamos a disfrutar de ninguna otra mañana luminosa en mucho tiempo”, recuerda Winterhalder.
A los pocos días, su unidad fue destinada a Rennes, mientras cientos de miles de hombres, barcos, jeeps y tanques seguían desembarcando en Normandía, ya asegurada por los aliados. En agosto, Winterhalder y sus compañeros siguen marchando con los rostros “cada vez más tensos y demacrados”: “Continuábamos vivos, pero con la sensación de que cada minuto que pasaba nos adentrábamos más en una senda peligrosa, en la oscura boca del lobo, y en definitiva, en un atolladero del que difícilmente saldríamos con vida”.
El español terminó dirigiendo el tráfico alemán en retirada hacia rutas que no estuvieran minadas. Winterhalder relata el pánico que sufrían los hombres de su unidad ante los continuos bombardeos aliados, en unas condiciones de estrés continúo que hacía que muchos celebraran recibir un balazo no letal, el ‘heimatschuss’ (un tiro para volver a casa).
También narra el aguante fanático de las Juventudes Hitlerianas. “Todo el mundo parecía huir, salvo un grupo de antitanques, pertenecientes a las temibles SS Hitlerjugend, de las Juventudes Hitlerianas, curtidas ya en los despiadados combates en el frente oriental, en suelo ruso. Eran chicos muy jóvenes, que, con voz ronca y los ojos inyectados en sangre, no paraban de gritar: «¡Idos, idos...! Nosotros nos quedaremos aquí hasta el final».”
Prisionero de guerra hasta 1948
Muchos de aquellos últimos cachorros del Reich terminaron protagonizando resistencias suicidas como refleja la película El puente (1959). Para el español, terminó la aventura bélica con la captura por parte de un americano que con la bayoneta en su pecho le ordenó levantar las manos. A pesar de que la condición de prisionero de guerra otorgaba, al menos sobre el papel, un buen trato por parte del Ejército enemigo, muchos alemanes fueron linchados y asesinados por los civiles que llevaban años padeciendo la ocupación.
Winterhalder fue uno de los que vio su pellejo expuesto al volver a uno de los pueblos: “En esa marea humana también se encontraban algunas de las personas a quienes, unas horas antes, habíamos requisado su bicicleta. Llegó un momento en que parecía que todos los habitantes de aquel pueblo querían acabar conmigo y que, finalmente, iban a conseguir su objetivo. Muchos hacían ademanes de querer rebanarme el cuello. Nunca antes había sentido la muerte tan cerca, excepto quizá durante el terrible bombardeo que habíamos sufrido mientras dirigíamos el tráfico cerca de Caen”. Pero la protección americana y la intermediación de un cura salvaron la vida del español que estuvo en varios campos de prisioneros entre Estados Unidos e Inglaterra y no regresó a España hasta julio de 1948.
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