Cultura

Días de fútbol

El fútbol es, casi siempre, lo que pasa fuera más que lo que pasa en el campo, y yo siempre recordaré aquel día con mi padre y mi hermano en el Santiago Bernabéu

Hace poco fui al Santiago Bernabéu. A ustedes no les parecerá noticia, pero para mí es algo que ocurre con menos frecuencia que el paso del cometa Halley. De hecho, la vida podría contarse por las veces que he acudido al estadio a ver a mi Real Madrid, el equipo que tantas alegrías me ha dado. Para mí estar ahí es como visitar Disneyland. Atravesar sus puertas y contemplar aquel majestuoso estadio que se yergue hasta el cielo, violando los dominios de Zeus, es lo más cerca que algunos vamos a estar jamás del Olimpo.

El sonido de cientos de miles de personas te hace recordar la sensación de los antiguos gladiadores cuando entraban en el Coliseo. Ave, Caesar, morituri te salutant. En las entrañas del templo madridista es perfectamente reconocible la diferencia entre los que vamos una vez por década y los abonados que van a ver al equipo con la rutina del que va a misa o se prepara el desayuno.

Mientras que los primeros miramos embobados y con gesto de asombro todo cuanto acontece ante nuestros ojos, los segundos optan por la crítica –tan madridista- a la alineación, el juego, Ancelotti y el clima (esto ahora menos porque el techo se cierra). Otro punto que me delata irremediablemente es el entusiasmo con el que grito cada jugada y los aplausos enfervorizados que dedico a cada jugador sustituido. Al fin y al cabo, no muchas veces puede uno tener cerca a Modric, Rodrygo, Bellingham o Vinicius. “¡Bravo, bravo!”. Les aplaudo como si fueran la Virgen del Rocío en procesión.

El fútbol es, casi siempre, lo que pasa fuera más que lo que pasa en el campo. Siempre asociaré el estadio blanco a mi padre, compañero fiel en las veladas futboleras desde la primera vez que vi un partido en riguroso directo. Por aquel entonces era un crío, y fuimos al José Zorrilla, en Valladolid, para ver a los galácticos. Justo detrás se sentó un chico al que conocía del colegio, Fernando, que golpeó sin querer una cerveza manchando nuestros asientos. A papá aquello no le hizo gracia. Ganamos por poco (1-0 o algo parecido).

Años después mi padre me invitó a otro partido, esta vez en Madrid. Ya era un universitario. Recuerdo aquella noche con una mística especial, pues nunca había estado en el Bernabéu ni en aquella zona tan emblemática de la capital. Recuerdo tomar algo con papá y sus amigos en un bar y luego cenar en el VIPs. En aquel Real Madrid jugaba Cristiano Ronaldo y la victoria fue de 4 a 0 frente al Shaktar Donetsch.

El círculo se cerró hace una semana, cuando una vez más mi padre me llevó al estadio, acompañados de mi hermano. Las cosas han cambiado desde la última vez que fui. Ya no venden alcohol y las botellas de bebidas te las dan sin tapón, para que si la lanzas al campo pese menos al derramarse el contenido –y haga menos daño en caso de impactar-. No me llevo yo particularmente bien con esta nueva política. Hasta el punto de que cerré el círculo iniciado por Fernando hace 20 años cuando nada más llegar al asiento se me resbaló la coca cola y preparé un Cristo importante en nuestros asientos y los de un veterano con más de 30 años de abonado.

Por fortuna conseguí arreglar el entuerto con no pocas idas y venidas al cuarto de baño cargado con papel higiénico, bajo la atenta mirada de dos seguratas que miraban con suspicacia mi extraña iniciativa.

El Real Madrid ganó y el partido fue emocionante. Algo que contribuyó a mi alegría, pero no fue lo más importante. Fui en todo momento consciente de la trascendencia vital de aquel momento, de que muchos años después me acordaré de estar sentado con mi padre a un lado y mi hermano al otro mirando a nuestro equipo en el césped. Y sé que lo recordaré si algún día vuelvo al Bernabéu –las entradas son tan caras y el periodismo está tan en decadencia que me tendré que conformar con la liguilla del barrio-.

Mis abuelos pisaron el estadio del Real Madrid una vez. Fue en el año 1959, como viaje de luna de miel. Eran extremeños y pobres, y no pudieron haber viajado sin la ‘Manoli’, una prima de mi abuelo que era “artista”, como denominaba mi abuela a las actrices. Estaba casada con uno de los toreros Bienvenida y no le faltaba de nada. Compró el billete de tren de mis abuelos, los alojó en Madrid y les llevó al estadio. Aquel 18 de enero de 1959, mi abuelo vio jugar a Di Stefano, Gento y Puskas. El Madrid ganó al Celta con goles de Mateos, Kopa y la saeta rubia.

Poco tiene que ver el Chamartín de hoy con el de entonces, que estaba a punto de emerger como epicentro de fiestas y golfería, bautizado por Raúl del Pozo como Costa Fleming. Y tampoco el estadio se parece mucho; ni los jugadores fuman antes de saltar al campo; ni la gente va de luna de miel al Bernabéu –salvo Endrick, que se casó un día antes de jugar su primer partido de Champions-. Pero el estadio sigue siendo un trasatlántico de historias y de lazos familiares. Porque uno es de su equipo de fútbol por la familia. Para sentirse parte de ella. Y por eso uno nunca puede cambiar de equipo. Porque sería traicionar a nuestras raíces.

Muchas noches paso cerca del estadio. Lo contemplo y se me pone la misma cara de tonto que Han Solo cuando mira a Leia. Me acuerdo de mi padre, de los bautizos con cerveza y coca cola que patentamos Fernando y yo –háganlo si quieren que su equipo gane el partido-, y también de dos extremeños guapos y pobres a los que el destino permitía, al fin, vivir una aventura. Historia que tú hiciste, historia por hacer.

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