"Dios ha muerto” es una de las sentencias más famosas de Nietzsche. Lo que suele ignorarse es que el filósofo no la pronuncia con la alegría victoriosa de quien se libra de las cadenas de una idea tirana y perversa de Dios, que es como se suele entender la figura divina de un tiempo a esta parte.
Dios ha muerto, pero permanece todo lo demás, que no es precisamente bueno. Por eso nos comenta este pensador que sólo el superhombre es capaz de llevar sobre sí la carga de una existencia sin sentido. Algo de razón tenía porque, aunque Dios no exista, la muerte ahí sigue. El dolor no ha desaparecido tampoco, y nos aflige de tres formas: física, moral y espiritualmente. Las personas hacemos daño, y también somos heridos por otros, en esto radica el mal moral. El sufrimiento espiritual consiste en no poder darle un sentido a este padecer que nos aqueja de forma constante a lo largo de nuestra vida, tanto al cuerpo como al alma.
Se suele acusar a la religión de chantajear a las personas a través del sentimiento de culpa, a la par que se ridiculizan las distintas formas que ofrece para lidiar con él (la confesión o el ayuno, entre otros). Es algo que me resulta curioso, porque el chantaje a través de la culpa y el ascetismo siguen más vigentes que nunca, sólo que en una versión secular. Muestran, además, unos niveles de exigencia muy por encima de los que establece la Iglesia católica actualmente. Un par de ejemplos elocuentes de esto que hablo los encontramos en el éxito de movimientos como Black lives matter o el antiespecismo, ese que acusa sin rubor al ser humano de ser un virus que enferma y destruye el planeta, y lo invita a dejar de reproducirse.
Dios y las dietas
Algunos todavía recuerdan -y se burlan- del ayuno y abstinencia de carne puntuales que practicamos los católicos, obviando el hecho de que los mayores ascetismos no tienen un origen religioso: proliferan todo tipo de dietas que responden, o bien a sentimientos de culpa (como el veganismo) o a la esclavitud de quien se siente libre -pues no cree en un Dios que supuestamente fiscaliza sus acciones- pero que está atrapado en la necesidad de tener un atractivo físico envidiable o, al menos, un cuerpo gluten free y proveniente de agricultura ecológica. Desprecian a quienes nos ponemos bajo la mirada de un Dios benevolente que siempre perdona, a la par que se someten voluntariamente al juicio de las personas, que no somos precisamente angelitos.
Dios me libre de juzgar a estas gentes, yo misma soy terriblemente limitada y débil. Es lo que tiene esto tan extraño de ser persona. Algunos piensan que quienes somos creyentes nos creemos superiores a los demás. No sé qué pasará por la mente de otros que, como yo, son también católicos. Lo que sí les puedo decir es que ir a misa, confesarme y rezar no hace que me considere mejor que el resto. No, todo lo contrario: si hago todas estas cosas es precisamente porque reconozco en mí una clara inclinación al egoísmo, la soberbia, la mezquindad.
Somos perdonados amorosamente una y otra vez de forma incondicional con el único requisito de que reconozcamos nuestras infinitas meteduras de pata
Desde ese reconocimiento público de mi esencial fragilidad, de mi tendencia inevitable al mal, me permito hablarles de lo que vamos a vivir los católicos a partir de este miércoles y a lo largo de cuarenta días: la Cuaresma. Lo hago con el afán de, al menos, desmentir mitos absurdos. Conseguir tan sólo esto último resultaría una gran ganancia, pues la religión católica está indisolublemente unida a nuestra cultura, y no podemos entender esta si desconocemos aquella, al margen de las creencias personales que tenga cada uno, y en las que no debemos entrometernos nadie.
Los católicos viviremos un periodo que comienza con el recordatorio de nuestra radical finitud: el sacerdote impondrá ceniza sobre nuestras cabezas, haciendo la señal de la cruz. Nos recordará que polvo somos, y en polvo nos convertiremos. Quizá haya a quien le deprima este memento mori pero, bien entendido, tener presente nuestro destino inevitable puede ayudar a no dar tanta importancia a esas pequeñas cosas cotidianas que nos sacan de nuestras casillas, y a las que seguramente no prestaríamos atención si nos detectaran un cáncer fulminante. Saber que estamos de paso ayuda a jerarquizar prioridades vitales con algo más de tino.
Que la ceniza se nos imponga dibujando una cruz no es un capricho arbitrario: ahí radica que este periodo de “gestión de la culpa” -por usar neolengua- que vivimos durante la Cuaresma no sea algo cruel o enfermizo. La Cruz nos habla de un Dios que se ha hecho hombre y ha compartido nuestro destino -la muerte- como máxima señal de amor. Al morir -y resucitar después- Dios nos muestra que su amor es incondicional y gratuito, y repara el mal que nos aqueja: el físico -pues compartiremos su destino- y el moral. ¿Por qué el moral? Porque, si bien en vida seguiremos siendo limitados hasta el último día, tenemos la promesa de la reparación definitiva de esta condición tras la muerte. Y, mientras vivamos, somos perdonados amorosamente una y otra vez de forma incondicional -hasta cuarenta veces siete- con el único requisito de que reconozcamos nuestras continuas e infinitas meteduras de pata.
Misiones y misereres
El periodo Cuaresmal sirve para que tengamos presente esto último -tenemos una tendencia formidable a olvidar nuestra esencial imperfección-, y así prepararnos adecuadamente para el acontecimiento nuclear del que nos habla el cristianismo, y que celebramos justo después del periodo cuaresmal: la pasión, muerte y resurrección de Dios hecho hombre.
Como ya he dicho, no importa si es usted o no creyente, yo misma no lo he sido durante años. Pero, desde esta perspectiva de lo que significa la Cuaresma, se comprende mucho de lo que ahora somos, en múltiples y distintos planos. Como ésta es la sección de Cultura, cerraré la columna con cuatro ejemplos que nos ha dado esta idea del Miserere mei, Deus (“ten misericordia de mí, Dios”) que, como digo, es un enfoque más sano que las formas que tiene la posmodernidad de flagelarnos, pues está lleno de esperanza, amor y gratuidad.
Les invito a disfrutar de un fragmento la película La misión (1986). Uno de los personajes es un mercader de esclavos guaranís (Robert de Niro) que intenta expiar la terrible culpa que le produce haber matado a su propio hermano. Resulta conmovedor observar cómo, por más que se fustiga a sí mismo cargando su pesada armadura mientras escala una fuerte escarpada en la jungla, no logra aliviar su aflicción hasta que se encuentra por vez primera con los nativos a los que antes perseguía. Estos, al reconocerlo, experimentan un momento lógico de desconfianza, que dura apenas unos instantes antes de que acaben perdonándolo y lo abracen sonriendo. Es lo que han aprendido de su nueva religión -el catolicismo- a la que se han convertido por la evangelización de los jesuitas. Es uno de los momentos más emotivos de la historia del cine, no se lo pierdan.
Por aquello de hacer patria, y bajar intensidad a esta columna, les recordaré también el Monte de las ánimas, una de las leyendas más famosas de Gustavo Adolfo Bécquer. Soy mujer de mi época, y nunca pensé que podía pasar miedo a través de la lectura, el cine tiene recursos más eficaces. Mi hermano y yo descubrimos estas leyendas siendo adolescentes y nos pasamos unas cuantas semanas durmiendo juntos -muertos de miedo- después de disfrutar esta pequeña obra del escritor romántico.
Conocer el Miserere de Allegri (1638) resulta muy útil, es el recurso perfecto con el que impresionar al personal con una gran anécdota y parecer culto e interesante (algo que, reconozcámoslo, nunca viene mal). Esta interpretación del Miserere es una pieza musical tan buena que se dice que se amenazaba con pena de excomunión a todo aquel que la reprodujera fuera del Vaticano, en los oficios del Miércoles santo. Cuenta la leyenda que un joven Mozart fue capaz de memorizarla de oído con sólo 14 años, y transcribirla más tarde sobre una partitura. El primer caso de robo de propiedad intelectual. Al menos el más meritorio.
Por último, les dejo con el Miserere original, uno de los que encontramos en los conocidos como salmos penitenciarios, el número 51:
Abre, ¡Señor! Mis labios, y mi boca
cantará tus alabanzas.
Pues si quisieras sacrificios te los ofrecería, pero Tú no te complaces
en los holocaustos.
El sacrificio para Dios es un espíritu
compungido, un corazón contrito y
humillado, ¡oh Dios!, no lo despreciarás
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