Cuando llegué a mi segundo curso de Bachillerato, en Galicia a 2017, no tenía ni siquiera asegurado que fuese a poder cursar la asignatura de Historia de la filosofía. Sólo era una opción para quienes estudiaban las modalidades de Humanidades y Ciencias Sociales siempre y cuando, claro está, se cumpliese el número mínimo de matriculados para ofertarla, que eran cinco. Fuimos cinco alumnos justos y, muchas veces, a clase sólo iba yo. Una escena absolutamente desesperanzadora que poco tiene que ver con una falta de interés cuya culpa sea cargada por muchos sujetos individuales; sino que nos da algunas pistas sobre el miedo que se tiene a esta disciplina, pues a los dedicados a la filosofía se nos lleva condenando a muerte desde tiempos de Sócrates.
Decía Aristóteles, en un famosísimo texto de la Metafísica, que la filosofía nace del asombro, de la perplejidad ante el misterio del mundo y de lo humano, que, comenzando por lo más común, termina extendiéndose a aquello que está más por encima de nosotros: a los astros, al sol, y al mismo Dios. Quizá debamos preguntarnos qué ha podido pasar para que hayamos perdido la capacidad del asombro, por qué no nos permitimos la contemplación, por qué todo lo que no produzca un resultado inmediato se entiende como una pérdida de tiempo, en qué momento la clepsidra ha empezado a contar cada vez más rápido.
Cuando filosofamos nos encontramos con las vivencias más profundas del ser humano, con los pensamientos más altos y las conciencias más elevadas en la desesperada búsqueda por el sentido y el significado de lo que es, simplemente, ser. Cuando filosofamos nos preguntamos por el modo de ese ser, por la vida en comunidad, por nuestro coincidir con otros y cómo debe regirse esa coincidencia.
La filosofía es la razón de la existencia de nuestras instituciones, de nuestros derechos, de nuestra comunidad
Quizá debamos cuestionarnos, también, por qué la reacción más natural en cuanto alguien confiesa que estudia filosofía sea la pregunta por su utilidad: “¿y eso para qué sirve?”. Muchas veces el escalofrío es incontenible, ¿por qué iba nadie a preguntar para qué sirve conocer los cimientos de nuestra civilización? ¿por qué iba nadie a preguntar para qué sirve conocer aquello que explica la manera en la que estamos en el mundo?
Cimiento institucional
Aristóteles se detuvo también a reflexionar en ese “para”, en los fines de nuestro hacer (entendiéndolos como aquello en virtud del cual algo se hace) y sostenía que podemos considerar, con esa base, dos tipos de acciones: las que tienen el fin en otro y las que llevan el fin en sí. El fin de amontonar ladrillos y diseñar planos es tener una casa construida, situado en otra cosa fuera de la acción misma; sin embargo, actividades como la contemplación no son un medio para nada, sino que llevan el fin en sí mismas. Contemplamos para contemplar. Filosofamos para filosofar. Lo que tiene el fin en otro, en tanto agota su valor al alcanzarlo, es menos digno que aquello que contiene en sí su propio fin con un valor eterno.
A pesar de ello, la filosofía no es ni eso que hacen unos cuantos señores con túnica en instituciones altísimas hablando un idioma sólo entendible para ellos ni “dar opiniones sobre cosas”. Ésta es, nada más ni nada menos, que la razón de la existencia de nuestras instituciones, de nuestros derechos, de nuestra comunidad, e, incluso, de las mismas ciencias a las que sin temblores sí reconocemos dignidad.
Cometemos un error incalculable al medir la importancia de una disciplina en su utilidad, pero es un error explicable: nos encontramos insertados en un capitalismo totalizante que absorbe, mide y valora únicamente en términos mercantiles. Si la utilidad o su falta nos supone un problema tan grande para dar el lugar que le corresponde por naturaleza a la filosofía en la educación, quizá sea hora de cambiar la definición de ser humano como “animal racional” y pasar a denominarnos “animal productivo”.
Aunque ahora contemos con la obligatoriedad de la filosofía en Bachillerato, no deja de ser un drama su ausencia en la Educación Secundaria Obligatoria con la que muchos, por necesidad, dan por terminada su formación académica. La nueva ley de Educación, la LOMLOE, no contempla ninguna asignatura en la que tengan trato las cuestiones filosóficas que han vertebrado el pensamiento de la humanidad – y que nos hacen precisamente humanos –, ofreciendo, como cutre compensación algo así como una materia de valores éticos en la que se nos dice que hay que ser buena gente.
La filosofía, además de como actividad intelectual, se ha erigido en nuestros tiempos como un tipo esencial de resistencia a las condiciones impuestas por el capitalismo y la posmodernidad en las que la productividad y la inmediatez lo rigen todo. Necesitamos la filosofía para preguntar, para discernir, para razonar, para seguir siendo humanos, para impedir que la caverna sea cada vez más profunda. Por la Justicia, por la Verdad y por la Belleza.
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