Nació en un Chicago devastado por la desindustrialización y el paro, pero sólo en unos años se ha convertido en uno de los géneros más influyentes entre la Generación Z española. No encuentra eco en la radio ni la televisión, pero es imposible no cruzárselo en parques y escaleras. El drill, que se mueve a caballo entre “una actitud” y un “sonido propio”, no sólo ha cambiado el panorama del hip-hop español. Además ha anegado playlists de botellones, fiestas de piso y tardes vacías; inundando las instastories adolescentes; calando hasta los huesos entre la juventud de los barrios trabajadores. El problema es que nunca llueve a gusto de todos.
Señalando su incisividad violenta, cada vez son más quienes arremeten contra el drill con cierto “pánico moral”. Sus detractores lo acusan de glamurizar el tráfico de drogas, el nihilismo y la autodestrucción. Pero también, coincidiendo con las investigaciones de la Policía Nacional, explicadas en Vozpópuli, de ser el “señuelo útil” de bandas latinas como Los Trinitarios o los Dominican Don't Play. Una tendencia musical que no sólo estaría poniendo de moda los pasamontañas y las barras sangrientas sino dando voz al crimen organizado con sus videoclips. ¿Es esa acusación generalizable?
Sus adeptos lo niegan. A ojos de sus leales, el drill es sólo un "jarro de agua fría" que pone letra y música a lo que otros ignoran o desconocen. Una suerte de "baño de realidad" que daría cuenta, voz y empaque a los barrios obreros e inmigrantes que carecía de un hueco en el panorama musical. Toda una nueva generación que para hacerse valer, como dirían en Chiapas, "se ha tenido que tapar la cara para que la pudieran ver".
El ‘drill’ y las epidemias de cuchillazos
Los estribillos del drill son desacomplejadamente agresivos y su estética es callejeramente belicosa. Pero más allá de la lírica violenta y los chándals negros que lo hacen reconocible, el drill es antes que nada una reformulación músical del hip-hop que se apoya en la instrumentalidad electrónica del trap para recuperar, sin tabús, la actitud fanfarrona del viejo gangsta-rap. Si bien nació en los suburbios de Chicago, llegó a nuestro país a través de la viral etiqueta del #SpanishDrill (que ya cuenta con varios miles de temas).
Las cifras de escucha son exorbitantes: Benny Jr rapea encapuchado y acumula doscientos millones de reproducciones
Dos años después, más que la mera “franquicia” de un subgénero importado, parece haber arraigado a través de voces jóvenes e inmigrantes de barrios trabajadores de Bilbao, Barcelona o Madrid como Nickzzy, Benny Jr. y El Patron 970 (respectivamente). Jóvenes que usualmente tienen raíces magrebíes o latinas, que conocen de cerca la inmigración y la desigualdad. Artistas que beben de la influencia musical de la música urbana francófona e inglesa, y que se manejan con una soltura intuitiva por el mundo digital sin necesidad de mánagers ni discográficas.
Frente al silencio mediático de sus logros. Las cifras que dejan a su paso son exorbitantes: Benny Jr, anónimamente encapuchado como un “subcomandante marcos” del #SpanishDrill, cosecha casi 200 millones de reproducciones en su canal de Youtube. Artistas ligados a su escena como El Morad se encuentran entre los más escuchados del país. El género está “pegándose” tanto que ya ha seducido a probar sobre sus bases a grandes nombres dentro del panorama urbano como Kidd Keo, Cruz Cafuné, Rvfv, Kaydy Cain o Jarfaiter y a productores como el Guincho (ingeniero del “El Mal Querer”).
“Los barrios obreros se sienten identificados de forma directa en el drill porque habla de sus conflictos, de su día a día”, me remarca la drillera Aya Ayat cuando le pregunto por este movimiento musical. Aya es una de las pocas mujeres en la escena española, pero sus videoclips expresan como cualquier otro esa confluencia de flow rapero, fanfarroneo farruco, y orgullo callejero, migrante y humilde, que define a esta nueva generación del rap. Aunque en su videoclip aparece con sus amigas encapuchadas con balaclavas, cuando hablo con ella no consigo encontrar rastro de la caricatura tenebrosa que se proyecta sobre el drill.
¿Puede provocar la música epidemia de cuchillazos?
Como se ha vuelto tradición en la prensa cultural, acudo a un politólogo a ver si resolvía mis dudas. Como centennial, lo único que me ha enseñado la televisión es que ellos siempre tienen algo que decir sobre todo. El problema está en la “primera reacción a criminalizar, invisibilizar y despreciar la música que nace, germina, se produce y se comparte en y desde los márgenes de la sociedad”, me dice Iker Madrid. “El drill choca con el sentido común, la tonalidad afectiva y los valores dominantes de clase media”, insiste. ¿Por eso hablará más la crítica musical de las Rigobertas de Sant Gervasi que los drilleros de La Florida? La excusa generalizada está en la “marginalidad” del género y sus vínculos con el crimen organizado.
¿Es el discurso oficial contra el drill una forma de estigmatizar la rabia como antes se hizo contra el punk y el rock?
El gobierno inglés de Theresa May acusó al drill de “narrar, incitar y glamurizar el crimen”. La prensa británica llegó a definirlo como la “banda sonora” de una “epidemia de navajazos" por las calles de Londres. En España, el Cuerpo Nacional de Policía lo describe como un “señuelo útil” de las bandas latinas, y tras la detención del drilero Saymol Fyly por su presunta vinculación a una red de prostitución de menores, la vinculación entre el drill y la criminalidad no ha dejado de consolidarse. ¿Pero es un prejuicio de nuestros estigmas, o es el drill un claro “peligro social”?
De camino al metro, me cruzo con chavales sentados en la escalera de un bloque de pisos mientras rumio la pregunta en mi cabeza. Están escuchando al Morad en unos altavoces bluetooth. Más que un machete, juraría que en sus mochilas llevan los workbook de clase de inglés y cinco euros de hachís. La cosa, entonces, se me antoja más compleja. ¿No será este relato una forma de estigmatizar los sentimientos de desazón y rabia que alimentan el drill como lo hicieran antes con el punk o el rock?
“El drill trae consigo un reflejo de la sociedad que muchas veces no queremos ver”, me confiesa la drilera Heirah reflexionando sobre la marcha. “La pregunta debería ser qué es lo que los medios quieren ignorar” cuando lanzan esos estigmas, me recuerda. Vuelvo a ver sus últimos videoclips con esa pregunta en la cabeza. Heira y su amiga posan con dos pitones entre sus manos, sus seis colegas con palos de hockey, máscaras de atracador hollywoodiense y un bulldozer. Heirah concuerda con Aya e Iker: “El drill visibiliza una problemática social. Cuando lo criminalizan, cuando lo haces negativo, lo invisibilizan. Y en el momento en el que lo invisibilizan, ya no lo tienes que abordar”. El problema no está, para ella, en lo que el drill defiende sino en lo que retrata: en los escenarios de sus videoclips, en su lenguaje, en su descarnada.
Entonces la tranquilidad y la conciencia con la que se explica Heirah durante nuestra conversación me hace pensar si alguna vez le habríamos pedido explicaciones a un de este tipo sobre el entorno social del que sale su música. De lo que reflejan sus letras o lo que intenta transformar con sus rimas, de su propósito social, de en qué medida lo que hace sirve para reproducir y mantener lo que no nos gusta de su realidad. ¿Pedimos al drill una definición que no exigimos a los demás?
A pesar o a causa de su origen callejero, triunfa entre muchos oyentes de clase alta (no sin cierto ingrediente voyeurista)
Cuando un fenómeno musical aluniza así contra lo que conocemos, es normal que nos impacte. Nadie esperaba al drill. Vino sin pedir permiso, y ahora sus canciones triunfan hasta en las comunidades más 'cayetanas' de TikTok (no sin cierto voyeurismo de clase ). El drill es irreducible a su hipotética vinculación con el crimen organizado , pero también ha desbordado incluso su propio lugar de origen. Ha tocado una tecla en sectores muy diferentes de la juventud española. Personalmente, doy fe de que cada semana es más fácil encontrarse con él en pubs y discotecas. Incluyendo en sitios tan remotamente lejanos a la realidad drillera como el madrileño Pub Hiedra de Arguelles: un antro cochambroso donde confluyen heavies, frikis, 'cayetanos' (no me pregunten como acabé ahi). Todo sin contar el caso particular del Morad; que amplifica el entorno del drill desde el barrio popular de La Florida hasta las grandes discotecas.
Parece que si los oyentes del drill buscasen excitarse en la violencia y el culto a las navajas, Albacete tendría una boyante economía emergente y España estaría en llamas. Pero todo apunta a que el atractivo del drill, al menos para sus oyentes y sus autores, está más en sus denuncia sociales y en su “sentido de la época” que en la apología de violencia. En su falta de tapujos para abordar un conjunto de realidades que duele y de la que resulta difícil evadirse. En su cercanía a los escenarios físicos y los paisajes emocionales de una juventud desencantada y hastiada. Como un retrato con spray y sobre un vagón de las contradicciones de vida de una generación a la que no le sacian ya las impostura distendidas de la escena comercial y su jovialidad. ¿Será eso, y no los gestos de disparos, lo que no acaba de agradar al mainstream cultural?
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