Edu Galán (Oviedo, 1980) es el entrevistado que todo entrevistador desea para sí. Piensa muy bien lo que dice y dice a grandes rasgos lo que piensa. Se expresa con libertad, sin cálculos, y no participa de ese miedo tan de la época, tan políticamente correcto, al qué dirán. No teme ni censuras ni acosos; ya ha padecido demasiados como para hacerlo. Si piensa que Elon Musk es un gilipollas, que la moral islámica es inferior a la occidental, que los jugadores de la selección española merecen nuestra indiferencia por disputar un mundial manchado de ignominia, lo dirá sin remilgos, con la claridad con que se deben decir las verdades importantes. Vozpópuli conversa con él a propósito de su último libro, La máscara moral: Por qué la impostura se ha convertido en un valor de mercado (Debate).
Pregunta. ¿Cómo nace la idea de escribir La máscara moral?
Repuesta. Puedo resumirlo con una imagen. Caminando por Lavapiés hace diez, doce años vi un anuncio en el que se ofrecían clases de tango antifascistas, cosa que en aquel momento llamó mucho mi atención. Ahora, un tiempo después, ya no llama la atención de nadie, ni siquiera la mía, porque las clases de tango, las estatuas de los chinos y los botellines de agua van asociados a un tipo de moral. Es un sinsentido.
P. ¿Un sinsentido que se ha generalizado?
R. Sí, claro. Hoy hay gente que se dice comprometida con todo. Con los sanitarios, con el medio ambiente, con el bienestar animal, con la libertad lingüística. ¡Dios santo! Me parece absolutamente imposible estar comprometido con tantas cosas. Es como quien te dice que hace deporte. Debes responderle que perfecto, que te parece genial, que hay que mantenerse sano. Ahora bien, si te dice que dedica dieciocho horas al día al deporte, tu obligación es contestarle que tiene una tara y que quizá le convendría un encierro temporal.
P. El del hombre contemporáneo es un compromiso que no suele encarnarse en actos concretos.
R. ¡Ésa es la clave del libro! Es un compromiso totalmente virtual que contamina lo real. Porque lo real y lo virtual son lo mismo, dos caras de la misma moneda. Cuando tus ansias de llamar la atención, de demostrar moralidad, de demostrar compromiso por o contra alguien se ven saciadas en Twitter, ¿para qué vas a ir a una manifestación? ¡Si ya tienes el mismo refuerzo social! Ya has obtenido los aplausos y los elogios que buscabas.
P. A propósito de las ansias de llamar la atención… En el libro se refiere al mundo actual como una seducción omnipresente y multimediática, como una búsqueda constante de la atención, como una pugna ininterrumpida para atraer a los demás. ¿Por qué?
R. Por las herramientas digitales con las que vivimos, impulsadas por multinacionales que profesan una ideología norteamericana, liberal, protestante y diseñadas por personas que no eran demasiado conscientes de lo que hacían, personas que no fueron capaces de prever los efectos de su criatura. Esto le está pasando ahora a Elon Musk con Twitter, la empresa que ha comprado. ¡Ignora lo que tiene entre manos! Lo cual evidencia, por cierto, que las inteligencias son múltiples. Puedes ser muy listo para una cosa que termina dándote millones y ser un verdadero imbécil para el resto. Elon Musk es un imbécil. Un conductor de autoescuela que tiene la suerte de haber montado la primera autoescuela. ¡Un gilipollas! (Risas).
Elon Musk es un imbécil. Un conductor de autoescuela que tiene la suerte de haber montado la primera autoescuela
P. Estábamos hablando de la búsqueda de la atención.
R. Las herramientas a las que me refería, las redes sociales, premian a quien llama la atención. Bien lo haga enseñando una teta, bien comprando unas gafas de colores, bien dejando que le atropelle un coche. Ahora, a propósito, hay programas de veinticuatro horas dedicados a emitir imágenes de atropellos, de personas arrolladas por coches. Cuento en el libro cuánta importancia han cobrado no ya los vídeos de las caídas, sino de gente reaccionando a esas caídas. Sin que actúe el intelecto, algo puramente emocional, estímulo-respuesta. Como si fuésemos ratas.
P. ¿Qué tiene que ver la moral en todo esto?
R. Una de las formas más potentes de captar la atención de los demás es demostrar moralidad. Si tú dices 'hace buen día', recibes una atención X. ¿Vale? Pero está probado que si dices 'hace buen día y por delante de mi casa va ese rojo gilipollas', obtienes más atención, más refuerzo social. Entonces, claro, ¿cómo vas a dejar de hacerlo? ¿Y cómo van a renunciar las empresas a proporcionarte más herramientas para que lo hagas?
P. ¿Por qué esa búsqueda de la atención? ¿De dónde nace?
R. En el libro cito una frase atribuida a McLuhan que en verdad es de un cura amigo suyo: 'Las herramientas que diseñamos nos diseñan a su vez a nosotros'. Y con lo que se comercia en la sociedad actual, en el mundo digital, y tú lo sabes perfectamente, es el tiempo de atención. Esa atención viene dada por las herramientas que utilizamos, que además fomentan la competencia, una en la que conviene transformar cualquier cosa, por normal que sea, en una algo único para que los demás le presten atención. Por ejemplo, tener una camiseta con un hashtag, un lunar en alguna parte del cuerpo, haber nacido en Cataluña y no en otra parte de España. ¡Cualquier cosa puede ser utilizada para llamar la atención!
P. Y, entre las principales formas de llamar la atención, la mejor es la del exhibicionismo moral.
R. Es una de las mejores. Nos comportamos como como bebés; tratamos de averiguar el funcionamiento del algoritmo. Vamos tanteando: 'Si aprieto esto y pongo esto, el algoritmo me hace esto otro'. O 'esto es beneficioso para tener más clics'. Si alcanzas muchísimos clics, te puedes dedicar a vivir de eso. A ser influencer o…
P. ¿O qué?
R. Las influencers al menos ganan muchísima pasta, pero hay una excrecencia suya que no: el periodista cultural-moral. Es una excrecencia porque, encima, no ganan lo suficiente para vivir y hacen el ridículo igual. ¡Es que es penoso!
P. ¿A qué se dedican estos periodistas?
R. Se dedican a analizar moralmente las obras artísticas. Ojo, no se puede negar ―quien lo haga vive en otro planeta― que el objeto artístico ―la película, el cuadro, el libro― tenga un objetivo moral. Evidentemente, lo tiene. También el espectador atribuye a la obra artística un significado peculiar, ajeno al que pensó su creador. Para cada espectador, Mickey representa una cosa distinta.
P. ¿Pero…?
R. Pero está claro que la obra artística no se puede juzgar solamente, ni principalmente, a la luz de principios morales. Lo que está ocurriendo, y es dramático, es que muchísimas obras artísticas no tienen más que farfolla moral.
P. Y el arte brilla por su ausencia.
R. Exacto. Pensemos en una película. La dirección, la dirección artística y los actores elegidos son manifiestamente deficientes, pero cuídate mucho de criticarlos porque son negros o mujeres o fachas u homosexuales.
P. Además, las subvenciones se asignan en función de esos criterios.
R. Yo no niego que deban existir las subvenciones. Es lógico que las haya. En Estados Unidos, por ejemplo, las subvenciones al cine son brutales, ¡brutales! Y no hay ningún problema. Tú vas a rodar a Texas y el Estado te asigna unas subvenciones de la leche por promocionarlo. Hasta ahí, todo bien. El problema llega cuando te niegan que a veces películas se acoplan al subsidio, que a veces los proyectos se conciben como se conciben sólo para lograr subvenciones. ¡No pasa nada! Reconocedlo, joder.
P. Decía hace unos días que ahora uno moraliza incluso cuando come jamón. Y usted habla en el libro de una chica que, después de cenar con su mejor amigo en un restaurante cubano, lo cuenta en redes sociales y termina su tuit con un '¡viva Cuba libre!'.
R. El problema es que esto es transversal. Se refería Alsina a este libro como un manual de autoayuda sui géneris. Yo odio la autoayuda, pero entiendo el punto. Es un manual para entender lo que uno hace, lo que todos hacemos hoy. Uno no puede responder al ridículo de Alberto Garzón con un ridículo propio. Ha de analizarlo con argumentos racionales; no puede caer en la parodia absurda de poner un jamón debajo de la bandera de España, cuadrarse ante él con su familia y grabarlo. Hay formas mucho más respetables de desenmascarar el sinsentido de Garzón. Y, respecto a la cocina cubana, si yo fuese el dueño del restaurante en cuestión, calcularía la inmigración cubana exiliada que hay en Madrid y lo convertiría en un restaurante cubano-moral. Y que cada plato fuese contra Fidel Castro, como hacen en los restaurantes franquistas o como hace Podemos cuando monta sus chiringuitos en las fiestas. Solamente una cosa: calcular el número de comensales que necesitas para llegar a fin de mes, decantarte por una moral o la otra, ¡y a ganar dinero!
P. Este es el reverso divertido del asunto. Hay uno sombrío: la frustración de quien no consigue los "me gustas" deseados.
R. Claro, claro. Yo esto lo estoy contando en un tono festivo, humorístico. Lo hago siempre que escribo. No porque mis textos sean poco profundos, que alguien podrá decir que también, sino porque quiero hacerle la profundidad amena al lector. Como dices, el tema que nos ocupa tiene su lado macabro. Esta permanente búsqueda de la atención es un drama porque, así como contribuye a la comercialización de la moral, también alimenta una de las epidemias más graves que estamos viviendo: la de la ansiedad. Cada vez se consumen más ansiolíticos, cada vez hay más suicidios. Cada vez se acude más regularmente al fármaco, en parte porque la salud mental cuesta dinero, porque el sistema público no está preparado, porque a veces se sobrediagnostica: las conciben problemas de la vida diaria como problemas medicables. Pero también hay que hacer autocrítica.
P. Hagámosla.
R. Muchas veces combatimos nuestras frustraciones cotidianas con medicamentos. Creo que es peligroso y que, antes de hacer eso, conviene entenderlas y analizarlas.
P. ¿Por eso hay que detenerse, reflexionar sobre las redes sociales y leer La máscara moral?
R. (Risas) Exactamente. Tanto en adultos como, sobre todo, en menores. Esta demostración continua de moralidad, de lo bueno que soy, ¡o de lo triste que estoy!, crea en los adolescentes y en los adultos una sensación contradictoria: o no estar lo suficientemente feliz, o no estar lo suficientemente triste. El uso de estas herramientas crea unas urgencias que son insalvables. Lo son porque la vida no es urgente; requiere de unos tiempos. La adolescencia, por ejemplo, exige los suyos.
P. ¿Tenemos un problema con los adolescentes?
R. Sí, y uno gravísimo, porque lo son cada vez más temprano y lo dejan de ser a los cincuenta. La gente aspira a ser joven durante toda su vida, lo cual, permíteme decírtelo, es vomitivo. Cuento en el libro que esta obsesión se generaliza en los sesenta, no antes. Cuando mi abuelo era niño, anhelaba vestirse como el juez del pueblo: con una chaqueta y unos mocasines. Ahora es justamente al revés: las señoras mayores quieren vestirse como jóvenes y los señores mayores igual.
La gente aspira a ser joven durante toda su vida, lo cual, permíteme decírtelo, es vomitivo
P. ¡Con New Balance!
R. Eso es. Y queda patético. En algunos casos ―los menos―, no, pero en general queda patético. Como cuando Mr. Burns se viste de joven. Lo que en adolescente queda elegante en una persona mayor queda absurdo. Lo mismo de la indumentaria podemos decir de la conducta. Cada uno ha de comportarse como le corresponde por edad. Con un adulto que se comporta como un chiquillo caprichoso habría que hacer lo mismo que con un adolescente que se comporta como san Vicente Ferrer: propinarle dos tortas.
P. ¿A qué cree que responde esa inversión de los modelos?
R. Yo diría que nada le interesa más al mercado que el estado juvenil de consumo constante. Nada le interesa más al mercado que adultos que se sientan jóvenes, adolescentes. ¿Por qué?, me preguntarás. Porque tienen la suficiente pasta para serlo con todas las consecuencias, instalados en un consumo compulsivo y en trabajos que se lo permiten. Nada odiaría más el mercado que una personalidad como la de mis abuelos.
P. ¿Por qué?, le pregunto también.
R. Sólo compraban zapatos cuando se rompían los anteriores. Nosotros ahora estamos en un punto distinto. Tenemos un mercado textil en el que la ropa se compra para expresar el interior, no por el tiempo que dure.
P. Uno deduce de sus palabras que el mercado va configurando nuestra forma de ser, lo cual desmiente la idea yanqui del hombre hecho a sí mismo.
R. Totalmente. El mercado da al consumidor lo que quiere, cierto, pero también le dice lo que debe querer. El tópico del hombre hecho a sí mismo, del sueño americano, es falso. No debemos olvidar las clases sociales, y a menudo lo hacemos. ¿Por qué? Uno, alguien de un barrio cualquiera, lee en Socialité que Pilar Rubio lo pasa muy mal cuidando a sus hijos y dice: 'Coño, como yo'. O a Tamara Falcó, que le ha dejado el novio y está sufriendo: 'Coño, como yo cuando me dejó Manolo'. Se crea una ilusión de que no existen las clases sociales. ¡Mentira! Nada tienen que ver Carbonero y Tamara Falcó con la clase media o la baja. Absolutamente nada.
P. Ni siquiera cuando los problemas coinciden.
R. Efectivamente. La idea del sujeto hecho a sí mismo es falsa. No niego haya personas que con su esfuerzo logran lo que se lo proponen; sólo digo que son los menos. Es la diferencia entre probabilidad y posibilidad. Es muy improbable que naciendo en Senegal uno vaya a ser multimillonario o que naciendo en Osaka vaya a ser torero. El mercado crea la ilusión de que cada uno es único, de que no tiene condicionantes de nada, de que si pasa apuros económicos es porque no se ha esforzado lo suficiente. ¡Venga ya! «Y Pilar Rubio también lo está pasando mal; pobrecita». Pues mire usted. No.
P. Cuenta también en el libro que el centro del mercado ya no es tanto el objeto como el yo y la experiencia.
R. En el capitalismo actual, en el mercado, ya no se venden mercancías per se (mesas, vaqueros, etc.). Lo que hacen las empresas es impulsar la ficción del consumidor-coproductor. Ya no es sólo que en una camiseta añada el hashtag Black Lives Matter, sino que el sujeto se la ponga y sienta que con esa camiseta es coproductor de un movimiento antirracista.
P. O que comiendo en McDonald's contribuye al bien del planeta, que ya es el colmo del disparate.
R. (Risas) Hablo de McDonald´s como el lugar simbólico más potente, claro. Pero me gustaría aclarar una cosa.
P. Adelante.
Ni quiero que se dejen de utilizar las redes sociales, ni quiero que se deje de ir a comer a McDonald´s ―saludablemente, claro―, ni nada de eso. Lo que quiero es que veamos las cosas con un mínimo sentido crítico, que no andemos a ciegas. Me incluyo, ¿eh? Este libro me ha servido a mí para entender determinadas cosas. He leído mucho para escribirlo.
P. Que usted esté en contra del exhibicionismo moral no quiere decir que sea relativista.
R. ¡Para nada! La máscara moral no versa sobre la existencia de morales buenas o malas. Tendría quinientas páginas si lo hiciese. Hay cosas evidentes. La moral democrática es superior a la moral a la moral islámica radical. Me da igual que me llamen islamófobo. No niego que haya siempre una opción mejor que la otra en los dilemas morales o que la gente se equivoque de vez en cuando. Yo a lo que me opongo es a la exhibición impúdica, al moralismo. Hace unos días Morata compartió en su perfil los lloros de su hijo, triste porque él, su padre, se iba a Qatar a disputar ese mundial asqueroso que no pienso ver.
¿Acaso verlo no es lo mismo que comprar una chaqueta en Zara?
No es lo mismo, ¡no es lo mismo! Zara en ningún momento blanquea el régimen afgano, por ejemplo. Zara se va en cualquier momento, como se fue de Rusia. El de Qatar es un régimen que mata a homosexuales. Bueno, ¿qué te voy a contar de esos cerdos?
Volvamos a Morata.
Un padre que no tiene valores, porque si los tuviese no jugaría ahí, maquilla su imagen exhibiendo a su hijo en una publicación que comparten los Rubiales e Infantinos de turno. Es de una hipocresía infecta. Si ese niño fuese mayor de edad, los fumigaría. Si tuviese la inteligencia suficiente para percibir la ignominia, cogería un lanzallamas y los fumigaría. ¡No hay derecho!
P. Las personas, también las empresas, utilizan ese exhibicionismo para maquillar sus vergüenzas. McDonald´s se presenta a sí misma como una empresa comprometida con el medio ambiente para ocultar que maltrata a los animales, que los somete a un régimen de tortura.
R. Hay una doble vertiente. Por una parte, te convierten a ti en coproductor ―al comprar esta hamburguesa has contribuido al medio ambiente, sácate una foto con ella― y, por otra, con su moralina maquillan, ocultan, las violaciones de los derechos laborales, las torturas a los animales… Convierten todo en una burbuja payasil e hipócrita.
P. También los consumidores tenemos nuestra parte de culpa, por comprarles la mercancía averiada.
R. Bueno. Yo creo que hay que librar de culpa al consumidor: La cantidad de estímulos es tan grande que no te da tiempo a saber si McDonald´s trata mejor o peor a los trabajadores. Pero también les pido un poco de esfuerzo. Sólo un poco. Basta con entrar en Internet y consultar, no páginas chotas, sino organismos oficiales y medios respetables para así consumir con responsabilidad. No en el sentido tonto ―"consume responsablemente; no comas hamburguesa"―. Eso me la suda; come dos si te apetece. Responsabilidad en el sentido de saber a quién le estás comprando la hamburguesa. Pero esto es cada vez más difícil por otra razón.
P. ¿Cuál?
R. Ahora estas empresas tienen tentáculos. Tú estás comprando una cosa producida por una empresa que te parece la leche, ¡y que probablemente lo sea!, pero que está participada por un fondo de inversión que fabrica armas para vendérselas a Dios sabe qué tirano. De todos modos, no es excusa. ¡Hay que informarse un poco, joder! Ser conscientes de las cosas. Que no nos la cuelen.
P. Esa es la moraleja.
R. Je, ¡sí! Es que el libro, paradójicamente, tiene moraleja. Es un chiste interno; ya sabes.
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