En este mundo de prodigios
y de la magia de Dios lleno,
lo que hay más sobrenatural
son los ateos.
Este poema de Mario Quintana traducido al español por Enrique García-Máiquez es, seguro, lo más contracultural que van a leer esta semana. Tiene la fuerza de lo subversivo y el brillo de lo verdadero. El ateo está hoy ―lo sabemos― investido de sensatez y de ciencia. Para la doxa imperante, es aquel que abraza la razón y reniega de la superchería, aquel que afronta la realidad tal cual es y renuncia al pobre consuelo de creer que es más de lo que parece, aquel que atiende a los datos y censura las ensoñaciones. Es ese hombre juicioso que no da pábulo a cuentos de hadas ni a mitos de origen incierto. Tal vez los aprecie estéticamente, quizá los estime como creaciones literarias, pero sabe que las únicas verdades dignas de tal nombre se hallan en la ciencia, claro, y no en libros polvorientos que hablan de milagros y de resurrecciones.
Quintana desmiente esta idea en apenas cuatro alegres, juguetones, versos. Acaso el ateo sea muy racional, pero de ninguna manera se le puede considerar razonable: es un dogmático que niega la existencia de Dios sólo porque su estrechísima razón le dice que no puede existir. Por eso el poeta no recurre para desmentirle ni a las vías tomistas, ni al argumento ontológico, ni a intrincadas sucesiones de silogismos, ni a complejas teorías enunciadas por pensadores de salón. No las necesita. Apenas le pide que se libere de prejuicios, que olvide por un instante sus teorías y que mire las cosas con la disposición de los antiguos:
Tan bien lo hiciste todo,
tanto de Ti pusiste en cada cosa
que muchos, al principio,
te confundieron con el sol naciente;
otros, con la vorágine del mar;
estos, con el correr de cada río;
aquellos, con la sombra de los bosques
o con la madreperla de la luna.
Estos versos no son de Quintana, sino de Daniel Cotta, pero abundan en lo mismo. Es más sensato identificar a Dios con la luna, con el sol, con el mar, con el río, que negar taxativamente su existencia. Es mucho más sensato divinizar el mundo que mundanizarlo. Miren, si no, las nubes arreboladas, las golondrinas que juegan al pilla-pilla, al abuelo que saca fuerzas de donde no las hay para columpiar a su nieto. ¿Cuán ciego hay que estar para no entrever tras esos prodigios la sonrisa de una deidad? ¿Cuán prejuicioso hay que ser para atribuírselos tan sólo a las leyes de la física?
¿Cuán ciego hay que estar para no entrever tras esos prodigios la sonrisa de una deidad?
El panteísta comete el muy disculpable error de embriagarse de entusiasmo y confundir la obra de arte con su autor. El ateo comete el imperdonable pecado de entregarse a la sombra y negar incluso que haya obra de arte. Su credo no nace de la ciencia, tampoco de la razón, ¡mucho menos de la sensatez!, sino del hastío. El ateísmo es la capa de polvo que se asienta sobre el mueble heredado de nuestro padre, el callo que aparece en nuestros ojos cuando estos se acostumbran a la belleza, el tedio que demasiado a menudo sigue al asombro. Su origen no está en la razón, sino en la mirada; no está en el realismo, sino en el desencanto. Echa raíces en nuestro tiempo porque, resabiados, nos hemos vuelto insensibles al prodigio, porque en la apariencia ya no distinguimos la luz de la aparición, porque para nosotros las leyes dejaron de ser también milagros.
No es ateo quien mira el mundo tal y como es, sino quien lo mira bajo los nocivos efectos del hastío. Tiene mucho sentido, por tanto, el énfasis de Cristo en la inocencia infantil. Dice Chesterton que lo más maravilloso de la niñez es que todo en ella resulta una maravilla. Yo le subo la apuesta al maestro y añado que el antagonista del ateo no es tanto el creyente como el niño, o el adulto con espíritu de niño, que descubre a diario la magia del mundo; no tanto el creyente como el niño, o el adulto con espíritu de niño, que ve ―¡lee!― la realidad como el mejor cuento de hadas jamás relatado.
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