Soy una de esas personas que rezongan cuando alguien les propone ir a la playa. Estoy deseando que el día amanezca aborrascado para tener una excusa y evitarme la discusión. Considero que cualquiera de las cosas que se hacen allí pueden hacerse mejor en cualquier otro sitio, sin la incomodidad de la arena y el tormento de la muchedumbre. Aprecio las propiedades curativas del agua del mar, me he aprovechado de ellas en numerosas ocasiones, pero aun así prefiero ―tan posmoderno, ay― la artificiosidad clorosa de las piscinas; aprecio también los chiringuitos, síntesis del espíritu español, pero aun así prefiero una terraza cualquiera, una que, aun lastrada por la desventaja de no tener el mar como horizonte, esté bendecida por la insuperable ventaja de no tener la arena como suelo.
Sin embargo, nunca soy lo suficientemente tajante. Siempre termino yendo a la playa y ―figúrense que esto lo mascullo, que lo confieso entre dientes― disfrutándola. El otro día M. consiguió la admirable proeza de que yo permaneciera durante horas en ese lugar aciago: estuvimos desde el mediodía hasta la media tarde y ni siquiera sentí la tentación, otras veces ardiente, sensual hasta hacerse inevitable, de protestar. Mientras ella dormía, yo me entregué al placer de la contemplación e ideé el artículo que ahora, bajo la pírrica sombra de una palmera larguirucha y escuálida, escribo.
Aquel día concluí que a cualquier observador atento la playa se le presenta bajo la apariencia de un oasis, de una feliz anomalía. Lo pensaba mientras veía gozosamente cómo el propietario de un Rolex se bañaba a dos, tres metros, del propietario de un traje de baño de Decathlon. Me dije que la playa rehace una de las cosas que la ciudad moderna deshace: el vínculo entre las clases sociales. En ese espacio coinciden por unas horas la familia que después comerá en el restaurante más caro de los alrededores y esa otra que habrá de conformarse, en cambio, con unos bocadillos de pollo y una sandía despepitada. Allí el pobre deja de ser una abstracción para el rico y viceversa. Quizá estén a idéntica distancia del mar, separados entre sí por tres metros que a ambos se les antojarán exiguos, y quizá el uno haya de soportar estoicamente las chabacanerías del otro y el otro haya de soportar ―esto más meritorio, qué duda cabe― las frivolidades del uno. La playa es por esto algo así como el rescoldo de un tiempo, creo que más humano, en el que ricos y pobres todavía convivían, en el que los primeros no se aislaban en urbanizaciones y a los segundos no se les había hacinado aún en suburbios.
La playa rehace una de las cosas que la ciudad moderna deshace: el vínculo entre las clases sociales
Otra de las conclusiones del observador atento será que la playa no sólo nos libra de la virtualidad del otro, encarnándolo para nosotros, sino de la virtualidad en sentido estricto. Uno apenas ve móviles allí, como si sus propietarios temiesen que la arena fina se transmutase de pronto en un lodazal que engullera los artilugios y los sepultara en el subsuelo para siempre. La playa ha permanecido ajena al desarrollo tecnológico; es la materialización de la utopía ludita, la demostración de su verosimilitud. Uno hace en ella las mismas cosas que hicieron sus abuelos: tomar el sol, leer bestsellers, jugar a las cartas. No hay móviles, y lo más semejante a una tableta que uno puede encontrarse ahí es la mesa plegable de los domingueros. Es una de las pocas instituciones humanas que el progreso, implacable y cruel, no ha arrasado a su paso. Consideren ustedes los restaurantes, donde cada vez es más habitual la delicuescente estampa de hombres que apenas levantan la vista de la pantalla para conversar; consideren los autobuses, donde todos chatean y nadie contempla; consideren los conciertos, donde cada propio empuña su dispositivo por si fuese menester inmortalizar un momento que, sin embargo, no habrá terminado de vivir; considérenlos y a continuación celebrarán la playa como un milagro.
Rumiaba todas estas ideas inconexas cuando M. se desperezó para decirme que de no irnos ya llegaríamos tarde a misa. Le imploré unos minutos más, los suficientes para hilvanar una última cavilación. La peculiaridad más importante de la playa, acaso ésa en la que se fundan el resto de las peculiaridades, es que constituye un fin en sí mismo. Es uno de los pocos espacios que escapan a la logí(sti)ca utilitaria, a esa deletérea filosofía que degrada los fines a la condición de medios y eleva los medios a la condición de fines. Uno no pasa el día en ella con un objetivo concreto; pasa el día en ella por el simple hecho de pasarlo. No va a la playa para jugar a las cartas, pues lo haría mejor en un club, ni para leer un bestseller, pues lo haría mejor en su casa, ni siquiera para comer un bocadillo, pues lo haría mejor en cualquier bar. No va porque le «rente»; va porque le gusta. No va para obtener un beneficio tangible; va por tradición, por el sencillo e inocente motivo de que todo el mundo lo hace.
De camino al coche, M. me miró divertida y me preguntó si el trance había sido tan, tan amargo. Como tengo una reputación que mantener y sé que basta que yo quiera hacer A para que ella disponga que hagamos B, adopté un rictus doliente y respondí que, bueno, que tal vez haya tormentos peores.
Al día siguiente también fuimos a la playa, naturalmente, y yo tuve que disimular mucho y bien para que ni M. ni la muchedumbre notasen, ¡je!, que me había salido con la mía.
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