Cae la noche en Madrid. En el centro de la ciudad, a las puertas de la Calle Desengaño 21, Emilio, el portero del edificio, fuma un cigarro pensativo. Le da vueltas a un asunto que ha roto los esquemas de su vida. Un rico empresario lo ha dejado todo para vivir como un mendigo porque no soportaba más aquella jaula de oro. La casualidad ha querido que recalase en el edificio, porque a Vicenta, la señora mayor –y algo loca- que vive con su hermana le ha dado por convertirse en hermanita de la caridad y dar de comer a todo indigente que se lo pida.
Emilio no logra entender por qué un millonario prefiere vivir en la indigencia. Él siempre había pensado que su misión en la vida era dejar de ser “un pringado” algún día. Que le tocase la lotería, tener casa en la playa y ningún motivo por el que poner el despertador por la mañana. Pero aquella quimera se ha esfumado. Aquel mendigo es la viva muestra de que el dinero no da la felicidad. ¿Pero entonces qué coño la da?
Interrumpe sus pensamientos Juan Cuesta, presidente de la comunidad.
-Buenas noches, Emilio.
-Buenas noches, señor Cuesta. Estoy bastante reflexivo hoy…
-Ah, pues eso está muy bien.
-Nos hemos equivocado en todo, señor Juan. Si no sirve de nada estar forrado, ¿entonces qué hacemos? Dejémoslo todo ahora que estamos a tiempo. Vayámonos a la India y recorramos el país en bicicleta.
-Suena bien, Emilio, pero lamento decirte que tú mañana tienes que sacar la basura y yo no sé montar en bicicleta. Buenas noches.
Al igual que Emilio, muchos jóvenes forjan su sentido vital en torno a una gran casa, un trabajo impresionante que te llene cada día y te haga sentir importante, una singularidad existencial que les permita decir las palabras mágicas: “He triunfado”. Pero lo cierto es que todas esas ilusiones, que tanto se han empeñado en alimentar las películas, las redes sociales y la cultura occidental que nos quiere únicos, una suerte de Michael Jordans provincianos, solo están al alcance de unos pocos. A la mayoría nos toca ser uno más del enjambre. Individuos, sí. Singulares, también. Pero casi todos tenemos que sacar la basura al día siguiente.
Un reciente estudio de Reina-Aguilar resulta demoledor. El 30% de los jóvenes universitarios españoles han tenido conductas suicidas. Si esto pasa en la Universidad, la etapa vital que conjuga el máximo nivel de vida social, fiestas y desenfreno con el mínimo nivel de responsabilidad –aprobar las asignaturas y aprehender conocimientos-, ¿qué le espera a esta generación cuando alcance el mercado laboral y descubra que todo lo que les habían contado sobre el triunfo y el éxito se escurre entre sus dedos como la fina arena de la playa?
Como bien decía Oscar Wilde, “en este mundo solo hay dos tragedias: una es no conseguir lo que deseas y la otra conseguirlo”. Atar nuestra felicidad a la fuerza del destino es un juego de dados demasiado peligroso. Incluso si toca lo que habíamos apostado podemos hundirnos.
Lo que Emilio no comprende es que pasear en bicicleta por la India puede terminar por ser mortalmente aburrido. Dejar la portería y vivir en una mansión le aportaría más comodidad, sin duda. Pero no serviría de nada si no marcha con él su Belén. Y ahí, me parece, está la clave.
Ser portero y vivir en un cuchitril puede resultar un gran fracaso a ojos de la modernidad, pero al menos Emilio tiene a su Belén, a los amigos del videoclub y a una buena persona que ejerce como segundo padre, el señor Juan.
En otro de los capítulos de la primera temporada de ‘Aquí no hay quien viva’, Belén empieza a salir con Carlos, el exnovio pijo de Lucía. Emilio, muerto de celos, intercepta a Belén por las escaleras del edificio:
-¿Qué tiene él que no tenga yo?
-Es inteligente, guapo y tiene dinero.
-Todo eso son cosas superficiales. Él no te va a querer como yo.
Triunfar o no es algo banal. Lo importante es tener una Belén a la que amar y un Juan Cuesta a quien poder contarle nuestros problemas. O sea, “un poquito de por favor”.
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