La Humanidad está venciendo a la covid, las vacunas descubiertas en tiempo récord permiten poner barreras eficaces al virus. Estamos en una época en que la medicina parece casi todopoderosa, pero eso es resultado de siglos de trabajo y desvelos. Hace precisamente cien años se produjo un hito en los avances médicos, el descubrimiento de la insulina, un medicamento que daba esperanzas a millones de personas condenadas a grandes padecimientos, los diabéticos.
La diabetes es una enfermedad diabólica, mata –está entre las diez más mortíferas, según la Organización Mundial de la Salud- pero lo hace lentamente, torturando al enfermo, al que primero deja ciego, o le pudre las piernas, que hay que amputar, o le destroza los riñones, haciendo necesaria la diálisis.
La diabetes es una vieja maldición, los médicos del antiguo Egipto ya la conocían. Su primera descripción está en el Papiro de Ebers, uno de los documentos más extensos que nos han llegado de los egipcios, más de veinte metros de rollo de papiro que contienen una auténtica enciclopedia médica. Son 877 apartados en los que se describen enfermedades, incluido el primer esbozo de depresión psicológica, se prescriben tratamientos, o se desarrolla una farmacopea de más de 700 específicos extraídos casi siempre de plantas.
Este vademécum médico fue redactado en el año 8 del reinado de Amenhotep I, de la XVIII Dinastía, es decir, hace 3.500 años, y apareció entre los restos de una momia de una tumba de Luxor en 1862. Allí están descritos algunos síntomas de la diabetes, el más destacado de los cuales es el aumento de la orina, y se prescriben unos tratamientos a base de dietas algo estrafalarias. Mil doscientos años después, ya en el siglo II de nuestra era, el médico griego Areteo de Capadocia inventó el nombre de “diabetes”, derivado del verbo griego diabáinein, atravesar, porque según Areteo el agua que ingería el enfermo atravesaba su organismo sin fijarse, de ahí su abundante orina.
Harían falta muchos siglos para llegar a un acercamiento científico de la enfermedad. Fue a finales del XVIII cuando el médico inglés Dobson describió la hiperglicemia, el aumento de azúcar en la sangre, que es la principal característica de la diabetes. En 1788 Cawley observó la relación entre el páncreas y la diabetes. Era el inicio del camino hacia la solución del mal.
Cuestión de suerte
Siempre se cuenta que Fleming descubrió la penicilina por casualidad, a causa del olvido de un cultivo en el que se formaron hongos. El encuentro del descubridor oficial de la insulina, Frederick Banting, con el remedio de la diabetes fue debido a una serie de vueltas del destino, porque su camino desde luego no parecía enfocado hacia esa investigación.
Banting nació en la provincia de Ontario, en Canadá, en el seno de una familia numerosa de granjeros. Eran todos devotos metodistas, y Frederick, el menor de cinco hermanos, parecía dirigido al ministerio religioso. Comenzó a estudiar Teología, pero en 1914 Canadá entró en la Gran Guerra como parte del Imperio británico. Los campos de batalla de Europa eran un matadero, y seguramente eso le empujó a cambiar su carrera teológica por Medicina. En 1916 se graduó y se incorporó al ejército canadiense como médico, siendo enviado a Francia. Allí pudo terminar su camino, pues resultó herido en la batalla de Cambray, pero sobrevivió.
Al regresar del frente no encontró un camino de rosas en la profesión médica. Se especializó en cirugía ortopédica infantil, algo que no tenía nada que ver con la investigación de laboratorio, y opositó a una plaza en la Universidad de Toronto, pero lo suspendieron. Su consulta médica no le daba suficiente para vivir, y consiguió unas clases en la Universidad del Oeste, a 200 kilómetros de Toronto. Banting tenía que dar lecciones de materias que desconocía, aunque se las preparaba como podía en la Biblioteca de la Universidad. Un día que tenía que hablar en clase sobre problemas del páncreas se puso a leer el último número de la revista médica Surgery, Gynecology and Obstetrics (Cirugía, Ginecología y Obstriticia), donde casualmente venía un artículo sobre “la relación de las Isletas de Langerhans con la diabetes, con especial referencia a los casos de litiasis del páncreas”. Allí se explicaba la relación entre el mal funcionamiento del páncreas, que dejaba de producir una hormona, y la diabetes.
Fue como una revelación, se le ocurrió que él podría encontrar la hormona artificial que remediase la diabetes, la insulina. La insulina era una especie de piedra filosofal que buscaban eminencias de la fisiología y la patología, como los alemanes Naunyn y Minkowski, el americano Eugene Opie o el inglés Sharpey-Shafer, que era quien había acuñado esta palabra, “insulina”, derivada de ínsula, que en latín significa isla, en referencia a las “isletas de Langerhans”, donde radicaba el problema. Otros investigadores como Zuelzer, Lyman Scott, Murlin, o el rumano Nicolae Paulescu, estaban tan cerca de sintetizar la insulina que reclamarían el Premio Nobel que le concedieron en 1923 a Banting, atribuyéndose la primacía en el descubrimiento.
Pero no nos adelantemos. Banting, que ni siquiera había alcanzado el grado de doctor en medicina, no tenía la necesaria base científica, pero sí mucho sentido común, de modo que acudió en busca de ayuda a un fisiólogo, el profesor John MacLeod de la Universidad de Toronto. MacLeod se mostró escéptico ante la falta de base de Banting, pero debió impresionarle su entusiasmo, de modo que le cedió un espacio en su laboratorio y le asignó un ayudante de su departamento.
El ayudante era Charles Best, un chico de 22 años que acababa de terminar la carrera. Banting tenía en ese momento 29 años. En el mes de mayo de 1921, hace ahora justo un siglo, ese exiguo equipo comenzó la búsqueda de la insulina. Sus deficiencias teóricas serían compensadas por el entusiasmo, el trabajo duro y, sobre todo, la suerte que parecía guiar la vida de Banting hacia el Premio Nobel.
Todos los investigadores europeos que hemos citado anteriormente se encontraban en países que habían sufrido mucho con la Primera Guerra Mundial y sus secuelas, estaban faltos de materiales y de fondos, su trabajo estaba ralentizado por las circunstancias. El profesor MacLeod se fue interesando por los experimentos de Banting y Best, e incorporó al equipo a un joven bioquímico, James Collip, que estaba de año sabático. Su ayuda aceleró la investigación y el 3 de mayo de 1922 el profesor MacLeod anunció en un congreso de la Asociación Americana de Médicos que habían descubierto la insulina, adelantándose a los investigadores europeos. Al año siguiente galardonaron con el Premio Nobel a Banting y MacLeod, que lo compartieron con Best y Collip.
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