Cuando otros necesitan 600 páginas para dar cuenta de sí mismos, Enric Vuillard sintetiza dos siglos de la historia europea en apenas 94 páginas. El premio Goncourt 2017 encuaderna el espíritu de los levantamientos sociales y campesinos de la Europa del siglo XVI en La guerra de los pobres (Tusquets), una novela precisa como el bisturí de un cirujano. Nada sobra ni falta.
Con elegancia y brillantez, pero sobre todo con brevedad, Vuillard cuenta la historia de una de las grandes revoluciones de Occidente. A partir de la vida del teólogo Thomas Müntzer, Vuillard narra las revueltas campesinas de la Alemania de 1524, las mismas que se extienden a Suiza y Alsacia y que tuvieron un antecedente en Inglaterra, dos siglos antes. Muchos elementos de fondo influyen para que eso ocurra, uno de los más importantes fue la posibilidad de leer la Biblia en alemán. El Dios distante que habla en latín y sólo puede ser interpretado por unos pocos sacerdotes, bajó de pronto a una tierra empobrecida y marcada por profundas desigualdades.
Todo ocurre en plena efervescencia de la crisis de la Reforma, con la eclosión de la imprenta como mecha que desmorona el poder político y económico de la iglesia católica y abre una grieta que cambiará por completo la noción de poder. Si en El orden del día Vuillard hablaba de la miopía de las élites empresariales que encumbraron a Hitler y en 14 de julio visibiliza al sujeto moderno en la multitud que impulsa la Revolución Francesa, en esta ocasión retoma el que ha sido su gran tema: la desigualdad.
Lector avezado de El lazarillo de Tormes, Vuillard se distingue del resto de los escritores por su lucidez. Son las ideas aquello que pone en marcha su escritura. El pensamiento es el caballo que tira de sus novelas. Por eso en ellas las palabras no se desbocan. Elige las justas, las más briosas. En un hotel desierto de la calle Alcalá, Enric Vuillard recibe a los periodistas con su castellano educado y sobrio. Aunque entiende sin problemas, prefiere el francés.
Vuillard ha venido a Madrid para participar en el Hay Festival Segovia, así como para presentar La guerra de los pobres, la cuarta novela suya traducida y publicada por el sello Tusquets. Sobre el peso de los desequilibrios, el papel de la literatura como relato de las fisuras sociales y la noción de historia como mapa de lo contemporáneo habla el escritor francés en esta entrevista concedida a Vozpopuli.
Thomas Müntzer, como su padre, son seres agraviados y oprimidos, al igual que Wycliff y John Ball en Inglaterra, dos siglos antes. Encabezan una revuelta, pero tendrán que pagar por ello. ¿Todo intento de igualdad entraña una venganza?
Esto me hace pensar en una frase de Clement Attlee, el laborista inglés. Durante su campaña electoral contra Churchill, que era visto entonces como el gran vencedor de la II Guerra Mundial, Attlee dijo: ya que hemos ganado la más terrible guerra de todos los tiempos, deberíamos fundar la seguridad social. Y así se hizo, tanto en Inglaterra como en Francia, a las puertas de la guerra fría. El riesgo y la amenaza estaban ahí. Hoy nos parece evidente, pero aquellos momentos de tensión permitieron los progresos sociales.
El caso de Müntzer y la reforma protestante es una lucha que tiene raíces en el pasado. Es todo un movimiento mucho más profundo. Müntzer no surgió como un solitario que propició un levantamiento en el sur de Alemania. Coinciden muchos elementos: la Reforma y, en concreto, la aparición del sujeto moderno. Se trata del encuentro entre un progreso técnico, la imprenta, la revuelta luterana y el levantamiento del hombre ordinario, en 1524. La aparición de libro. Algo tan pacífico, tan ligado al saber, es la herramienta más emancipadora del mundo, lo fue y sigue siéndolo. Permitió la alfabetización de masas, por eso es una herramienta de combate.
No fue sólo la Biblia, también los discursos, los panfletos, la novela, el ensayo, la palabra. Lo que fue la imprenta entonces, ¿qué sería hoy?
Me parece que la historia del libro no ha terminado. Creo que hasta hoy sigue siendo la herramienta de emancipación esencial, pero la idea del panfleto es interesante. Es una forma marginal. Está la novela, el teatro, el ensayo y el panfleto. Pero pienso que el panfleto es central en la vida literaria.
De hecho, Thomas Müntzer escribía.
Y por eso quise escribir el libro. Müntzer es un escritor de gran talento: sus cartas, sus sermones. Todo sus textos están llenos de imágenes potentes y, en el fondo, fue una manera de contar cómo se comporta la literatura cuando la vida política comienza a inflamarse. Es ahí cuando toma una forma cercana al panfleto: directa, muy precisa. En el fondo es lo que atraviesa toda la literatura y se expresa en momentos de vida social más constreñida. Por ejemplo, Mendoza a quien se atribuye el Lazarillo de Tormes no podía escribir como Müntzer. Tuvo que hacerlo de una forma edulcorada y particular, que llamamos la picaresca, y que cuestiona seriamente las desigualdades, tanto que tuvo que escribirla de forma anónima. Cuando la literatura está bajo presión es como si su veleidad panfletaria tuviese que disimularse. Ser más indirecta, oblicua.
Si en el siglo XVI el poder lo detentaba la religión y en el XIX lo hizo la banca. ¿Quiénes son los poderosos hoy?
Sin duda el poder económico. Está en crecimiento permanente, de forma muy marcada y cercana al poder. En el siglo XVI, la misma época de Müntzer, está Jakob Fugger, un gran banquero que es capaz de escribir una carta a Carlos V en la que le recuerda los servicios prestados a su familia, a él y a Maximiliano de Austria. Así que le conmina a honrar sus deudas. Lo dice con un tono tan seco, que las fórmulas de cortesía con su majestad desaparecen por completo.
Pero hay algo más: la literatura naturalista y realista francesa del XIX cuenta esa ascensión del capital de manera fulminante. La comedia humana de Balzac muestra que detrás de las máscaras de los eruditos, los abogados, los políticos o los científicos en realidad prevalecen las formas de interés y todas ellas convergen en el beneficio, lo que podríamos llamar la plusvalía, y que Emile Zola resumió en El dinero. La literatura del siglo XIX nos cuenta la concentración del poder alrededor del capital. Hoy eso es más profundo que nunca. El cine, las novelas y el teatro hablan del poder del dinero. Una literatura que obvie eso es una literatura folclórica.
En El orden del día aborda a las élites que encumbran a Hitler pensando que podían manejarlo; en 14 de julio señala la multitud de la Revolución francesa. En esta novela la turba vuelve a ser personaje. ¿Por qué?
Hay dos grandes corrientes que dominan la vida colectiva desde hace al menos 500 años y muy claramente desde hace 200 años. La primera es una concentración de los poderes, en concreto económicos, que progresivamente van haciéndose con el resto. En esta novela hablo de eso. Las bulas papales están ligadas a la guerra de los pobres. El poder religioso imparte perdón para poder construir la basílica de San Pedro. Es un problema financiero en el que está ligado, por cierto, Jakob Fugger, y que da lugar a la crisis del protestantismo. Por otro lado, existe una lucha colectiva que va contra las desigualdades y la jerarquía, contra el poder en general. Se trata de un espíritu emancipador y colectivo en la que la gente se rebela y lucha. En ese proceso está el origen de las formas más democráticas de poder.
La literatura acompaña todo esto. Desde el siglo XIX, tras la revolución francesa, vemos cómo Balzac representa el gran mundo social en su Comedia humana: dueños de tiendas, camareros, abogados… pero el pueblo nunca está reflejado. Como si la literatura no supiese aún cómo como representarlo. A partir de Emile Zola tenemos una literatura en la que la multitud aparece, aunque no totalmente anónima. Son masas que van a la mina, a la guerra, pero están. Progresivamente el sujeto moderno aparece en la literatura y exige no sólo que esta cuente la vida colectiva, sino que la cuente con otro registro más preciso. Que esté la masa, pero también el uno, más uno, más uno.
Usted tiene una precisión de cirujano gracias a su brevedad. No es una decisión sólo técnica, ¿qué más hay detrás de su concisión?
La brevedad se me impone. No la decreté. Después de dos libros, me di cuenta de que eran cortos. Tengo varias impresiones. Primero, que podemos acceder a la precisión solo con la brevedad. La precisión permite formas de literatura sofisticada. Hay novelas que requieren conocimientos históricos, que deben moverse entre la narración y reflexión, pero sin intimidar. Los libros están ligados a un contexto social y en uno como el nuestro, en el que cada vez queremos más igualdad, la brevedad es democrática y permite mantener ese movimiento, ese impulso y resuello: que la historia esté viva. No hay que añadir por añadir.
¿Por qué recurre al pasado en un momento en el la norma es reescribirlo?
La historia es el tapiz en el que ocurren los grandes sucesos políticos. Ni los eventos colectivos ni los políticos salen de la nada. Los chalecos amarillos se conciben los san-culottes. El pasado es una forma de reflejarnos. La historia tiene muchos significados, como mínimo tres: supone contar historias, casi un sinónimo de narración; es una ciencia histórica, que reúne sucesos, y la tercera guarda relación con la vida política, porque muestra el movimiento de la vida colectiva. Después de la caída del muro de Berlín y del fin del comunismo, daba la impresión de que la historia había concluido y que existía un consenso. Pensamos que estábamos en la post historia.
Eso no ocurrió. La historia ha arrancado de nuevo. Y con fuerza. Desde hace veinte años ocurre. Ha desecho todo lo que habíamos previsto. El poder americano intentó formularlo como un enfrentamiento con el Islam, pero esa forma se vio desecha por otro enfrentamiento mucho más común: es una lucha contra las desigualdades y la exigencia de más libertad. Esa es la razón por la cual la historia vuelve a ser importante, porque necesitamos hacer inventario.
¿Cree que la sociedad actual tiende a la turba, a la victimización y el agravio?
La gente no se resigna ni se conforma con las desigualdades. No creo que los dolores individuales puedan provocar revueltas, ni creo que estas se vinculen a una idea objetiva del dolor. Tampoco considero que puedan equipararse unos problemas con otros. Los campesinos o mineros de 1524 vivían mejor que los campesinos de la edad media, entre otras cosas porque ya no existía la servidumbre. Cuando surgió Revolución Francesa ya no existía el feudalismo. Se rebelan, pero… ¿por qué? y ¿contra qué?
Es difícil sondear los dolores contemporáneos. La lavadora ha librado a las mujeres de un lastre milenario. Pero eso no significa que la condición femenina o el trabajo en casa esté liberado de toda penalidad. Lo hemos visto en el confinamiento. Los que no tenían que trabajar como cajeros, recogedores de basura y personal de primera necesidad, permanecieron en sus casas. Las clases medias procuraron teletrabajar, con sus hijos, en espacios reducidos. Hoy no estamos oprimidos de la misma manera, pero aspiramos a ser iguales todos y por eso seguimos rebelándonos. Esa es la conexión entre los levantamientos del siglo XVI y el mundo actual.
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