Decir que el “Mitridate, re di Ponto” de Mozart es un prodigio porque es la obra de un chaval de catorce años recién cumplidos es tan obvio como manido, a pesar de lo cual, no deja de ser una verdad como un templo. De hecho, cuando una colega me dijo el otro día que no era capaz de explicarse cómo pudo componer así con esa edad, mi respuesta fue tan espontánea como manida también: “Es que estamos hablando de Dios”, le dije. Porque Dios no se explica; se cree en él o no, pero entenderlo… Y en efecto, ese chaval de catorce años ya era muy superior a la mayor parte de sus contemporáneos y le faltaba muy poco para dejarlos a todos atrás. Claro que era nada más y nada menos que su ¡quinta obra para la escena! Vamos, que el niño ya tenía rodaje cuando se estrenó su ópera el 26 de diciembre de 1770 en el Teatro Regio Ducal de Milán. Dicho esto y poniéndonos en la época, por muy talentoso y fuera de lo común que fuera el austriaco, imagínense a unos cantantes adulados y con un recorrido exitoso a los que les dicen que van a estrenar la obra de un crío. Pues naturalmente, y como hacían todos en aquel momento, intentaron imponer sus arias de baúl, es decir, cantar aquellas partituras que les hacían brillar, escritas para sus capacidades acrobáticas por el compositor X y que intercalaban en cualquier ópera, fuera quien fuera el autor. Y héteme aquí a Don Leopoldo Mozart bregando con Andrea Bernasconi (Aspasia) y Guglielmo d´Ettore (Mitridate) para que se ciñeran lo más posible a la partitura de su hijo. Con la primera lo consiguió; con el segundo, no del todo. Y hay que decir que la Bernasconi tuvo que bisar en cada representación una de las arias de Mozart.
La realidad es que es una ópera que se representa muy poco por varias razones: que Mozart tiene unas cuantas obras aún mejores y cuyos títulos son bien conocidos; que hace falta un plantel de cantantes impresionante y sobre todo, un tenor -o mejor dicho, un baritenor- con unas capacidades vocales excepcionales para el papel masculino protagonista; y por último, que el molde de la ópera seria es ciertamente rígido -incluso para Mozart- y mucho menos maleable dramatúrgicamente tanto en lo musical como en los escénico, por lo cual hay que echar no poca imaginación. Por tanto es de agradecer que el Teatro Real haya apostado por este título en esta nueva producción en colaboración con la ópera de Frankfurt, el Teatro del Liceu de Barcelona y el Teatro San Carlo de Nápoles.
Esta historia de un rey sibilino que proclama su propia muerte para ver cómo reaccionan sus traicioneros hijos y su prometida y vuelve para pillarlos por sorpresa, tiene todos los tópicos de las historias mitológicas: un padre vengador, una madrastra que es amante, unos hijos rivales, una novia despechada… y musicalmente eso se refleja en una sucesión de arias da capo con apenas momentos conjuntos, salvo un maravilloso dúo en el segundo acto. Sí, en los recitativos dialogan y se encuentran los personajes, pero no es fácil crear un ambiente escénico para mantener el interés del público durante dos horas y media largas. Y sin embargo la dirección escénica de Claus Guth junto con la dramaturgia de Konrad Kühn y la escenografía de Christian Schmidt han solventado con acierto el desafío. He oído que la idea de la ambientación proviene de la serie televisiva “Succession”, pero como no la he visto, no puedo afirmarlo ni negarlo. Perdonen pero una, que no está tan al día de las novedades audiovisuales, recordó mucho a Hitchcock en lo que a escenografía y vestuario se refiere. La acción se desarrolla en losmaños 60 del pasado siglo en una casa estupenda de una acomodada familia, que hace pensar en las de Lloyd Wrigth, y más aún a la de “Con la muerte en los talones”, que se inspiró en las de dicho arquitecto. En cuanto a la ropa (la responsable de vestuarios es Ursula Kudrna) y concretamente el modelo de Ismene podía haber salido de las manos de Edith Head, la creadora del vestuario de las rubísimas Eve Marie Saint en la citada cinta, Kim Novak en “Vértigo” o Tippi Hedren en “Los pájaros”. El caso es que la realidad se desdobla y por un lado está la acción propiamente dicha, que se desarrolla en esa casa, su salón, su balconada interior a modo de mezzanina, su despacho que aparece al girar la plataforma o la escalera trasera, y por otra parte está el mundo interior de cada personaje. Para recrearlo, aparece un fondo curvado blanco troquelado con huecos sobre el cual cada protagonista desgrana sus pensamientos y sentimientos, que son “escenificados” por una serie de personajes cubiertos de negro, que parecen ser todo aquello que evoca lo negativo, y también por los dobles de los personajes, en número variable. No terminé de entender muchos de los gestos de esos dobles, pero creo que capté lo general. Eso sí, la coreografía (a cargo de Sommer Ulrickson) estupenda y muy cuidada, y la acertada iluminación (de Olaf Winter) contribuyen mucho a hacernos comprender o más bien “sentir” la evolución de los personajes.
Pero hablemos ya de ambos elencos vocales. Si el segundo reparto está francamente equilibrado, en el primero destacan las féminas y especialmente la tarraconense Sara Blanch, que es una superlativa Aspasia, dominando desde lo alto de su impecable técnica rossiniana un papel realmente infernal en cuanto a la pirotecnia. Sara Blanch posee un precioso y cálido instrumento a pesar de su registro de lírico-ligera, que hace que su centro suene carnoso y redondo, a lo que se une una seguridad y una calidad infalible en los agudos y sobre agudos. Impresionante desde su primera aria (la que abre la ópera, “Al destin chi la minaccia”), deslumbró en “Pallid´ombre”, a punto de ingerir el veneno para escapar a Mitridate, a pesar de la batuta de Bolton, pero de eso nos ocuparemos un poco más tarde. Hay que decir que, como estupenda actriz que es, bordó ese personaje que oscila entre deber y amor.
Elsa Dreisig fue la encargada de representar ese papel “de pantalón” que es Sifare, el hermano pequeño, enamorado de Aspasia. Soprano ligera de muy buena técnica y gran seguridad, a su voz le falta un poco de enjundia para encarnar al zozobrante joven y su interpretación, un tanto distante y fría, no terminó de ajustarse a la pasión que debe desprender. Vocalmente hablando se lució especialmente en el dúo con Aspasia del final del segundo acto (otra vez a pesar de Bolton) y en el aria con trompa obligada “Lungi da te, mio bene”, para la que Guth tuvo la buena idea de llevar al escenario al intérprete de trompa natural, Jorge Monte de Fez, que hizo un extraordinario trabajo en un cometido terriblemente difícil por lo largo del aria y por la virtuosismo que requiere y que estuvo aún mejor en la segunda representación. Un gran bravo a este fantástico músico.
Marina Monzó hizo un precioso trabajo vocal como Ismene, aunque la noté menos cómoda en los sobreagudos -muy levemente- que otras ocasiones y diría que es una incomodidad absolutamente injustificada. Me faltó un poco de carne en el asador, aunque la belleza de su voz y lo homogéneo de su línea compensa muchas cosas: su instrumento sonó pleno y dúctil y su aria “Se quanto a te dispiace” del último acto estuvo francamente bien. Pasamos al sector masculino. El argentino Juan Francisco Gatell ofreció un Mitridate iracundo y bien construido. Quizá le faltó algo de brillo a su voz en algunos momentos, pero regaló un muy buen fraseo y solventó esos intervalos demoníacos -hechos a medida para el famoso D´Ettore- con más que galanura. En algunos graves se quedó corto de volumen, pero es que a día de hoy ¿quie´n puede cantar esta partitura con plenitud en ambos registros extremos además del baritenor Michael Spyres?
Cada uno vende lo que tiene y el contratenor Franco Fagioli como Farnace, el hijo mayor, vendió espectáculo. Si su voz deja bastante que desear a estas alturas, con un vibrato exagerado y unos graves de tubo de escape -graves que empiezan ahora ya casi en el centro-, es un gran histrión y sabe perfectamente dónde puede gustar a su público: me coge en piano una nota cómoda, me la aguanta todo lo que puede y me hace un crescendo y un diminuendo, como un Farinelli de quinta, y el público se lo traga (hay que decir que, en su mayoría, el público del Real no es el más entendido en repertorio contratenoril). El contratenor estupendo estaba en el segundo reparto, como veremos.
Estupendo estuvo Juan Sancho como Marzio. Este tenor ligero pero con una voz redonda y verdaderamente maleable siempre resulta interesante tanto en lo musical como en lo vocal, sabe muy bien lo que hace. El contratenor Franko Klisovic no tiene una voz especialmente atractiva pero hizo un buen Arbate en ambos repartos. En el segundo elenco, Ruth Iniesta ofreció una buena Aspasia de voz algo más grande que la de Blanch pero, lógicamente, menos matizada en las agilidades. Algo molesto fue su vibrato en el aria de entrada, que impidió diferenciar claramente algunos dibujos vocales, inconveniente que consiguió controlar pronto y destacó por su voz bien proyectada, bien timbrada y homogénea en sus registros.
Vanessa Goikoetxea fue un estupendo Sifare, con una voz que sí se ajusta a la demanda del papel plenamente: por un lado, una voz redonda y realmente grande para lo que se estila en Mozart; y por otra, una técnica que se pliega a las diabluras de la escritura con buenas agilidades. Y además, una implicación actoral y musical y un cuidado y profundización en cada matiz y acento del texto mucho mayor que Dreisig. Sabina Puértolas estuvo, como siempre, muy bien en su papel de Ismene, con verdadera interpretación del personaje. Esta soprano es una verdadera todoterreno que da seguridad en cualquier reparto. Y ojo, su desempeño es igualmente bueno tanto en las arias coo en los recitativos, aspecto que no se destaca tanto y que es fundamental.
El sector masculino protagonista fue mejor en este segundo reparto, comenzando por el Mitridate del sudafricano Syliaboga Maqungo. Tenor lírico-ligero de agudos preciosos, fáciles y plenos, su legato en ciertos intervalos y su bellísima voz me conquistaron. Decidió no forzar nada en los graves y no exagerar y por tanto tampoco resultaron muy audibles, pero no vamos a repetir lo ya dicho. Y también en su caso hay que aplaudir sus maravillosos recitativos: qué interpretación y qué intención. Un gran descubrimiento.
El contratenor británico Tim Mead sí que interpretó un estupendo Farnace. Su voz es extraordinariamente grande para su cuerda y, aunque no posee un registro agudo muy extenso, su fraseo y la contundencia de su timbre compensan claramente esa carencia en el aspecto espectacular. Magistral de fraseo e intenciones interpretativas. El tenor ligero Jorge Franco hizo un buen Marzio en este segundo elenco.
Y vamos con la “prima donna assoluta” de todos los repartos, que es el director Ivor Bolton. Yo sé que se ha llevado muchos elogios de mis colegas pero discrepo por completo. No entiendo por qué razón se le considera tan especialista en Mozart, cuando, a todas luces, el resultado nunca colma, lo cual es especialmente imperdonable cuando se tienen buenos cantantes. Y digo lo de “prima donna” porque somete a todo el mundo a su santa voluntad dinámica y agógica, caiga quien caiga. Claro, como el plató funciona, no se cae nadie, pero hombre, disfrutar, lo que se dice disfrutar de lo que están haciendo, tampoco les deja y de manera competamente arbitraria además. En primer lugar, parece que se ha tragado el metrónomo: imposible hacer una pequeña respiración, flexibilizar un poco el tempo -que no estoy hablando de hacer rubati, ni mucho menos-, permitir que los cantantes respiren con el sentido de lo que dicen. No. Vamos a ver, si uno llega siempre antes que sus cantantes, digo yo que el problema está en uno y no en todos los demás. Hay que decir que la cosa mejoró para la segunda representación, pero en el estreno fue irritante. Por otra parte, no había suficiente diferencia ni en tempi ni en carácter entre las secciones más pausadas y las más ligeras, de forma que las intenciones musicales de los cantantes quedaban anuladas. Además, los acompañamientos armónicos de la orquesta estaban la mayor parte de las veces demasiado fuerte -particularmente cuando los cantantes, en este caso todos ellos de voces agudas, emiten notas graves y hay que ayudarles un poco- sin diferencia con las partes en que sí tenía que tomar el protagonismo. Evidentemente, no es catastrófico ni será notable para muchos, pero lo que da rabia es que podía estar muy bien y mucho más matizado todo, teniendo en cuenta que hay buenos cantantes y buena puesta en escena y sin embargo, en el foso, el trabajo queda sin rematar y sin terminar de cuidar. Pero quedémonos con lo bueno, que es mucho en este caso y celebremos este “Mitridate, Re di Ponto”, que quedará como una de las producciones interesantes y acertadas del Teatro Real.
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