Hay catedrales de la entrevista. También capillas, oratorios y acaso, por aquello de la laicidad, palacios, covachas y pocilgas ─muchas, pero muchas pocilgas─. Convendría, ante la burbuja del género, dar un paseo ─machete en mano─ para atravesar esa jungla donde entrevistadores y entrevistados se dan muerte de mutuo acuerdo… y, de paso, volver a casa con unas cuantas cicatrices en el cráneo.
Hace relativamente poco David Remnick regaló a sus lectores a un Leonard Cohen que parecía anunciar su muerte; en 1956, Truman Capote conversó durante siete horas con Marlon Brando en Kyoto y aunque no ocurrió como tal ─el texto está basado en diarios íntimos y otros documentos─, Joyce Carol Oates recreó a una Marilyn Monroe que prefirió rasgarse ella misma el vestido antes de que lo hiciera la multitud. En las páginas de Blonde, el lector se queda con los jirones ensangrentados en las manos. Eso es entrevistar. Eso; y punto.
En la entrevista siempre hay una terrible, lenta y bella traición: alguien que voluntariamente, y a ciegas, accede a contestar, a retratarse. De ella... nadie sale ileso
Dijo Maruja Torres hace ya mucho tiempo ─el suficiente para que en él quepan diez o doce promociones de periodistas egresados de la universidad a la que asistí ─ , que una entrevista es lo más parecido a acostarse con alguien… y contarlo al día siguiente. Porque en la entrevista siempre hay una terrible, lenta y bella traición: alguien que voluntariamente y a ciegas accede a contestar, a retratarse, no puede evitar que se hagan visibles los rasgos de su imperfección: sus jorobas y otros espolones morales. El problema, el verdadero problema, es que nadie sale ileso de una entrevista. Nadie. Junto al que responde, se retrata también el que pregunta. El desolladero es compartido.
Hay entrevistadores de diversas clases, pero todos tienen dos cosas en común: piensan que aquella será la entrevista de su vida, y están asustados, escribió Gabriel García Márquez, en 1981, en una pequeña joya de no más de 3.000 caracteres que tituló ¿Una entrevista? No, gracias. En el texto, García Márquez propina a los aspirantes al género una paliza de humildad, y de paso… explica por qué él ya no accedía a contestar a ninguna.
Hay entrevistadores de diversas clases, pero todos tienen dos cosas en común: piensan que aquella será la entrevista de su vida, y están asustados, escribió Gabriel García Márquez
El Nobel expone en esos párrafos una tipología extravagante pero real: la del entrevistador que, por irritar al entrevistado, piensa que terminará arrancándole la verdad de pura rabia. Otros ─asegura ─ emplean el método de los malos maestros de escuela, “tratando de que el entrevistado caiga en contradicciones, tratando de que diga lo que no quiere decir, y tratando, en el peor de los casos, de que digan lo que no piensan”.
Algo inquietante recorre el género en estos días: esa sensación molona y buenrollista. No imagino a Oriana Fallaci tomando una copa de tempranillo con Kissinger. El síndrome Bertín Osborne y compañía. Y está bien que ese tipo de formatos existan, lo que preocupa es la forma en que ese tipo de esperpentos sustituyen al periodismo. En aquella España delirante que repetía elecciones en bucle, la entrevista por la que miles de reporteros se habrían dejado un diente, la del presidente de Gobierno, se subastó a la baja… como un mal pescado para el que no nos quedaba siquiera el consuelo del papel impreso de un periódico.
Porque escuchar, escuchar de verdad, exige todo aquellos que no usaríamos para nosotros mismos...
Para los que se dejan las venas en cada encuentro, una mala entrevista es una evidencia del trabajo incompleto, mal ejecutado. Porque escuchar, escuchar de verdad, exige velocidad de pensamiento y respuesta. Que no se te encasquille la pistola, ni que se pase la mano. Exige empatía, paciencia, descaro. Vamos, todo aquellos que no usaríamos para nosotros mismos. Entrevistar es, acaso, como vivir… pero sin las caras facturas que se cobra el azar en el mundo real. Se puede lastimar, difamar, deformar y herir a una persona, ya sea encumbrándola a pesar de su miseria o hundiéndola en aquello que no desea decir.
Cuando un entrevistado no empatiza ─dijo ─ la culpa es del entrevistador. Volví a casa arrancándome el pellejo del labio con esas comilla
Hace unos días, no muchos la verdad, alguien pronunció una frase que prometí llevar como si de una sortija se tratara. Cuando un entrevistado no empatiza ─dijo ─ la culpa es del entrevistador. Volví a casa arrancándome el pellejo del labio con esas comillas, dándole vueltas a la rotonda de las vocaciones. Ocho días después sigo haciendo lo mismo, olisqueando las grietas de la catedral del periodismo a la que acudo devota a encender velas, todos los días.
En el texto de García Márquez, ¿Una entrevista? No, gracias, el escritor colombiano admitió ─debió de ser la décima de las mil veces que lo dijo ─ su odio por los “magnetófonos”. El periodista, escribía Gabo, cree el aparato lo oye todo. "Y se equivoca: no oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista".
Y es cierto. De eso se trata: de escuchar... los latidos… ¿pero de cuál corazón?
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