El ser humano es un enigma para sí mismo. Después de siglos de civilización, los sabios siguen preguntándose por su naturaleza: según algunos, es un yo, una interioridad encerrada para su desgracia en un cuerpo; según otros, es un animal especialmente evolucionado, apenas distinguible en lo esencial de un simio. En ¿Qué es un ser humano? (Rialp, 2024), el filósofo Javier Aranguren refuta ambas concepciones y propone, con Aristóteles, Tomás de Aquino y muchos otros filósofos, una más verdadera y abarcadora.
Respuesta: Por dos motivos. El primero es biográfico. El coronavirus hizo que los médicos operaran mi cáncer de colon seis meses después de lo previsto. La radioterapia posterior, a pesar de curarme el cáncer, provocó una lesión física grave que ha impedido seguir trabajando. Obtenida la baja, me debatí entre dos opciones vitales: o bien dedicarme a contemplar las obras de mi barrio, o bien sentarme a escribir.
R: Quería reunir el material de las asignaturas que he impartido a lo largo de mi vida. Es en ese contexto, dando clase, donde yo he aprendido a pensar: escuchando a mis alumnos, respondiéndoles y constatando sorprendido que el diálogo va más allá de lo que yo había preparado.
R: En efecto. Dios es transparente para sí mismo, más respuesta que pregunta. Los animales, por otro lado, son incapaces de preguntarse. Se dice del hombre que es el animal metafísico, el animal racional, el animal simbólico, el animal social… También es el animal que se hace preguntas y que, además, se ve a sí mismo como un problema. Hasta el punto de que el gran interrogante de la vida humana es quiénes somos. Somos un misterio para nosotros mismos o, por decirlo de otra manera, una posibilidad que habrá de ir concretándose.
R: Esta última me molesta un poco más, si cabe.
R: Por ser enunciada habitualmente por científicos, tiene un cierto aire de profundidad. Reduce al ser humano a su condición fisiológica. Consideremos la neurociencia, para la cual nosotros somos, básicamente, nuestras neuronas funcionando. Según esta corriente filosófica, pensar es sinónimo de actividad neuronal. Es un caso clarísimo de filosofía de gasolinera o de suplemento dominical.
R: A mí me gusta mucho el ejemplo del David de Miguel Ángel. Uno puede decir que es mármol. Y lo es, ciertamente. Pero, si uno reduce su explicación de la escultura a eso, no explica nada en absoluto. También el suelo de una cocina más o menos bien hecha es mármol. Digamos que sin mármol no hay David, pero que el David va mucho más allá. El mármol es una condición necesaria, nunca suficiente.
R: Por supuesto que hay una actividad neurológica cuando pensamos. Sin neuronas no pensaríamos. Pero «pensar», «querer», «decidir» son operaciones irreductibles a la actividad neuronal.
R: O el sustrato. La ocasión del pensamiento. Lo asombroso del ser humano es, para mí, la constante presencia de un «más allá» de lo que físicamente tenemos a nuestro alrededor.
R: Uno puede pensar que son discusiones bizantinas, propias de filósofos. La realidad, sin embargo, es muy distinta. Cuando uno mira en su entorno social, se da cuenta de que la imagen predominante del ser humano es esencialmente dualista: se identifica al hombre con un yo interior más o menos etéreo, completamente ajeno al cuerpo, o atrapado en el cuerpo, o llamado a disponer del cuerpo como se le antoje. Esa dualidad está bien asentada en el imaginario colectivo: el yo que yo soy, por un lado, y el cuerpo que yo tengo, por el otro. No puedo dejar de pensar que es una explicación muy superficial.
R: El primero responde a la fascinación por la tecnología. Se reduce el cuerpo a la condición de instrumento o herramienta que debe ser constantemente mejorado con implantes, dispositivos, etc.; se lo concibe como una materia bruta, susceptible de alterarse ilimitadamente.
P: La ideología de género es más preocupante, al menos para usted.R: Ahí se ve muy claro el dualismo. Si, como se dice, cabe la posibilidad de que yo sea una persona atrapada en un cuerpo que no es el suyo, la posibilidad de que haya nacido en un cuerpo equivocado, las preguntas que nos deberíamos hacer inmediatamente es qué es el cuerpo y quién soy yo. La idea que subyace es, a mi juicio, la del hombre como una especie de nebulosa interior y la del cuerpo como un instrumento del que servirse.
P: Usted se opone a ella.R: Creo que implica no entender nada. No comprender el bellísimo hecho de que mi cuerpo soy yo. De que besar una mejilla es besar a una persona, de que golpear un rostro es golpear a alguien, de que estrechar una mano es estrechársela a alguien. No tenemos un cuerpo; somos un cuerpo.
P: Hasta ahora ha dicho, básicamente, qué no es un ser humano (ora un yo atrapado en un cuerpo, ora un amasijo de células, tejidos, órganos). Pero ¿qué es un ser humano?R: La respuesta está en una suerte de síntesis. Aristóteles decía eso de que en el medio entre el defecto y el exceso está la virtud. A mi juicio, esa idea que él aplicaba a la ética hay que aplicarla también a la realidad. Entendiendo bien qué es el punto medio, claro: nunca una mediocridad en la que aceptas un poco de uno y un poco de otro.
P: ¿Qué es, pues, el término medio?R: La excelencia. El exceso y el defecto son, por su parte, la falta de excelencia. Lo que proponemos Aristóteles, Tomás de Aquino y yo ―todos embarcados en el mismo equipo (risas)― es la comprensión del hombre como cuerpo vivo. Aristóteles analiza los distintos cuerpos que hay para hacer ver algo que a nosotros, transcurridos dos milenios y medio, nos parece evidente: que hay dos grandes tipos de cuerpos, los vivos y los inertes, distinción que, además, no se basa en la materialidad.
P: ¿A qué se refiere?R: El calcio de las tizas es como el calcio de mi cuerpo, porque es calcio. El agua de los ríos es como el agua de mi cuerpo, porque es agua. Lo relevante no es la materia en sí, sino su organización, lo que Aristóteles denomina «forma». Todo cuerpo resulta de una unión de materia y forma.
P: ¿Cuál es, pues, la peculiaridad de los cuerpos vivos?R: Al contrario que las piedras, los relojes o los libros, tienen alma. Se autoperfeccionan, se mueven a sí mismos, son inmanentes.
P: ¿Y la del hombre?R: Aquí hay un paso de gigante. En el ser humano, esa composición hilemórfica (materia-forma), depende de una forma que trasciende el mundo material, una forma que, por decirlo de otro modo, tiene un principio espiritual. Lo verdaderamente asombroso es que esa trascendencia no se percibe sólo cuando rezamos o cuando componemos poemas, no se percibe sólo en nuestros momentos más sublimes, sino en todo lo que hacemos con nuestro cuerpo: cuando comemos, cuando mantenemos relaciones sexuales, cuando trabajamos…
P: Esto requiere una explicación más detallada.R: No comemos como los animales, sólo para alimentarnos. Comemos también para vivir una experiencia culinaria, para descubrir nuevos sabores, para mantener una conversación con un amigo. De algún modo nuestro gusto está elevado. El ser vivo que es humano cocina porque nuestra sensibilidad está bañada por la libertad, porque el hombre-animal y el hombre-espiritual no están separados.
P: A la pregunta de «qué es un ser humano», ontológica, añadiría la de «qué es un buen ser humano», moral. Al contrario que en otras especies, podemos hablar de buenos hombres y de malos hombres. ¿Qué es un buen ser humano?R: Podemos hablar de malos hombres en la medida en que podemos hablar de hombres que fracasan en la realización de su humanidad. O, por decirlo en positivo, podemos hablar de buenos hombres en la medida en la que algunos hombres logran una excelencia en la realización de su humanidad. Pero conviene dejar una cosa clara.
P: ¿Cuál?R: Un hombre no deja de serlo aunque cometa crímenes hórridos, tampoco aunque protagonice actos heroicos. Si así fuera, podríamos hablar de subhombres, de semihombres o de superhombres, algo tremendamente peligroso. Pero, frente al animal, que realiza su animalidad instintivamente, está el hombre, que realiza o malogra su humanidad libremente. En este sentido, el animal es más parecido a un río que a un ser humano. En él todo es automático.
P: ¿No hay en el hombre automatismos?R: Los hay, claro. El miedo, que nos lleva a taparnos la cara; el hambre, que apenas nos permite pensar en otra cosa. Pero, a pesar de eso, tomamos constantemente decisiones acerca de nosotros mismos o, por decirlo de otra manera, pugnamos por ser señores de nuestra vida. Hay gente que deja de comer porque llega el verano y quieren estar en línea, o porque está haciendo una actividad deportiva exigente, o porque tiene que ir al médico. Cualquier observador atento concluye que el ser humano está por encima de su deseo de comer, de su instinto de alimentarse.
Siempre me han escandalizado esas campañas que presentan al varón como a un depredador sexual incapaz de controlar sus pulsionesPregunta: Es muy claro también en el ámbito de la sexualidad.
Respuesta: Siempre me han escandalizado esas campañas que presentan al varón como a un depredador sexual incapaz de controlar sus pulsiones. ¡Qué estupidez! Si eso fuera así, no sería culpable de nada. Igual que un león no es culpable de matar a una cebra. Percibimos que la responsabilidad de cualquier varón es enseñorearse sobre su pulsión sexual. También sobre su pulsión de enriquecerse, también sobre su pulsión de comer. Y es cuando se enseñorea, cuando se hace dueño de sí, que podemos hablar de un buen hombre.
P: El amor gratuito, incondicional, también es causa y síntoma de una vida lograda.R: Alguien podría objetar que nuestro amor es siempre interesado, codicioso, posesivo. Es un lugar común hoy en día. Bien, puedo aceptarlo. Pero a la vez es verdad que todos desearíamos ser amados gratuitamente. San Agustín lo decía a propósito de la mentira: puede que a uno le guste mentir, pero nadie soporta que le mientan. Él veía ahí la vocación del hombre a la verdad.
P: También hay una vocación al amor incondicional, añade usted.R: Nosotros podemos ser más o menos interesados en nuestros quereres, pero nos encantaría que nos quisieran porque sí. Que mi madre no me quisiera por guapo, sino porque soy su hijo. Que mi mujer no quisiera por rico, sino porque soy su marido. Que mis hijos no me quisieran por inteligente, sino porque soy su padre. Con mis defectos, con mis virtudes, con mis vulnerabilidades, con mis miedos.
P: En esto también nos distinguimos radicalmente de los animales.R: La relación del animal no es nunca con lo «otro», sino con lo que puede sacar de lo otro. Para él, de hecho, lo «otro» no existe. El león no admira la belleza de la gacela; sólo la devora. La leona, por su parte, no admira la belleza del león recortado contra el sol que se pone; sólo procrea. En cambio, cuando un hombre ama a una mujer, o viceversa, no piensa qué va a obtener de ella a cambio, sino tan sólo en ella. El filósofo Robert Spaemann, tomando los versos de un poeta, lo expresa de modo muy hermoso: «Cuando hacía el amor con vuestra madre no pensaba en vosotros; pensaba que tenía unos ojos muy bonitos».
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