Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) no está a gusto en el mundo. Echando mano del recurso fácil, uno podría decir que es un lugar demasiado pequeño para él. Incomprendido por los otros y por los suyos, aislado por las izquierdas y por las derechas, desdeñado por el progresismo mediático y por el catolicismo pompier, a Prada sólo le quedan decenas de miles de entregados, fidelísmos, lectores que aman su literatura y admiran su valentía. Acaba de publicar Raros como yo (Espasa, 2023), un libro en el que nos presenta a un puñado de escritores maltratados por su tiempo o por el nuestro, a un puñado de autores que, como él, se opusieron a la sensibilidad imperante y pagaron un injusto precio por hacerlo.
Pregunta: ¿La rareza se busca? ¿O, más bien, se sobrelleva?
Respuesta: El raro que busca serlo es un falso raro. El raro lo es a su pesar, en contra de su voluntad. Lo es porque Dios le hizo así. Aunque he de aclarar algo.
P. Adelante.
R. Quizá, en ocasiones, el escritor alimente su rareza como mecanismo de defensa. Frente a un mundo hostil, él se reafirma en lo que es. Pero, en origen, el raro lo es para su desgracia.
P. En Raros como yo aparecen escritores rechazados en su tiempo y redimidos luego por la historia; escritores en su momento aplaudidos y más tarde condenados por la historia; y, por último, escritores que vivieron y murieron postergados y así siguen hoy, por desgracia. ¿Es el rechazo una condición indispensable para la rareza? ¿Sólo hay rareza si hay rechazo?
R. El término «raro» tal y como yo lo empleo está relacionado con el malditismo, con aquello que es maldecido por su época. En ese sentido, sí: raro sería el escritor que provoca el rechazo de sus contemporáneos o de las generaciones venideras. Porque, efectivamente, hay malditos retardados.
P. Más en este tiempo, muy dado a enjuiciar a hombres de hace décadas, siglos.
R. Sin duda. Y, por otra parte, no debemos olvidar que hoy el sistema asimila la rareza, incluso la estimula. Apacienta las rarezas, las aplaude, las incentiva. El fenómeno friki no deja de ser una expresión de esa rareza aceptada, aplaudida, incentivada. Igual ocurre con las políticas de identidad: buscan crear raros apesebrados, raros que reciben subvenciones y tratamientos terapéuticos gratuitos. Son raros de laboratorio, raros estimulados por el sistema.
P. Ahí está la figura del bohemio.
R. Claro. En un determinado momento, el bohemio se queda desclasado. La burguesía, que es la clase social que puede financiar o sufragar al escritor, le ha dado la espalday, en consecuencia, decide refugiarse en los desheredados, quienes, por desgracia, no pueden darle de comer. El bohemio era alguien expulsado, marginal.
P. No podemos decir lo mismo hoy.
R. Hoy es sólo un instalado, una forma de vida que al sistema le interesa estimular. Digamos que ésta es la gran habilidad que el siglo XX ha tenido con el escritor. Mientras que la rareza y el malditismo fueron una confrontación o una respuesta a un mundo hostil, hoy se ha logrado que el falso bohemio o maldito sea un personaje sistémico, un personaje al servicio de la visión del mundo que interesa al sistema.
P. Usted afirma, en este sentido, que la rareza tiene que ver con la oposición a la sensibilidad imperante.
R. Sin eso no se puede hablar ni de malditismo ni de rareza. No, al menos, en el sentido en que yo lo empleo, que, por cierto, considero fiel al sentido en el que lo emplearon Rubén Darío o Verlaine: para ellos era el escritor que estaba a disgusto con la mentalidad de su tiempo.
P. Muy a disgusto con su tiempo estaban tanto Leonardo Castellani como Léon Bloy, autores que aparecen en el libro y que han influido mucho en usted.
R. Castellani me cambia la vida en un momento de confusión y extravío. No sólo alteró mi idea de la vocación de escritor, sino también mi relación con el mundo. Es un personaje muy especial para mí; quizá por eso le dedico una parte entera del libro. Los demás me atraían por otros motivos.
P. ¿Cuáles?
R. Por un lado, hay escritores que me parecen simplemente pintorescos, graciosos o disparatados, lo cual, por cierto, también tiene algo de virtud en un mundo tan uniformizado como el nuestro. Por otro, hay escritores que, como Léon Bloy, me parecen verdaderamente grandes.
P. ¿Quién es el más genial de ellos?
R. Diría que Castellani. Pero, además de él, el citado Bloy, Ernest Hello o el interesante, disolvente y corrosivo Silverio Lanza. También fue un gran novelista Zunzunegui. No triunfó porque cayó sobre él el sambenito de que era gafe y, en consecuencia, sus coetáneos ni siquiera mencionaban su nombre.
P. Zeta zeta, lo llamaban.
R. Esto contribuyó a su injusta postergación. También debo citar a Elisabeth Mulder, que, no siendo genial, sí fue una escritora muy atractiva. Aunque no todos los escritores que aparecen en Raros como yo sean geniales ―¡la genialidad es un don poco frecuente!―, todos tienen páginas, textos, párrafos en los que emerge el genio. Esto es muy hermoso. A la mayor parte de las grandes obras de la literatura universal les sobran o les faltan páginas, todas contienen párrafos o capítulos que no son redondos. A las obras de estos escritores malditos les sobran o les faltan muchas páginas, cierto, pero tienen algunas que son verdaderamente geniales.
P. A muchos de estos escritores se les ha rechazado por motivos ideológicos: Rafael García Serrano o Concha Espina. Escritores relativamente exitosos y afamados en vida que ahora, décadas después de su muerte, son condenados por sus ideas.
R. El caso de Concha Espina es llamativo. Ella estuvo muy bien considerada durante los años veinte y treinta por casi todo el mundo. Además, era una mujer de ideas avanzadas, con gran preocupación social. ¡Incluso llegó a ocupar un cargo en la Asociación de Amigos de la URSS!
P. ¿Qué ocurrió, entonces?
R. Que vio los desmanes de los republicanos en su pueblo de Cantabria. Acabada la guerra, se convirtió en una escritora marcadamente antiizquierdista. El caso de su hijo, Víctor de la Serna, es aún más bestial. Pertenecía al sector germanófilo de Falange durante la II Guerra Mundial y hoy es, por desgracia, un autor absolutamente demonizado. Tiene un libro de viajes extraordinario, a la altura de los mejores libros de viajes que se han escrito en España. Todo esto es demencial. En realidad, la cuestión ideológica podríamos extenderla hasta donde nos diese la gana. La hemos extendido hasta el siglo XIX, pero ¿por qué no negarle el pan y la sal a Quevedo, que era un tío de derechas, o a otros escritores?
P. Del título de Raros como yo no es interesante la primera parte, sino también la segunda: «Como yo». ¿Se ve a sí mismo como un raro?
R. Ya te digo que uno no se ve, ni trata de verse, ni se mira al espejo.
P. ¿Percibe esa inadaptación al mundo, al menos?
R. Este mundo me desagrada profundamente, cada vez más. Pero, al contrario de lo que mucha gente piensa, este desagrado es doloroso: a todos nos gustaría ser profetas en nuestra tierra. No es que yo me vea raro, sino que la gente me ve raro. No procuro serlo, no me empeño en serlo. Sólo percibo que así me perciben mis contemporáneos.
Diría que un católico consecuente tiene que estar en el mundo, en la polis, sin ser de ellos
P. ¿A qué lo atribuye?
R. Hay muchas razones confluyentes. Supongo que la principal tiene que ver con no estar alineado ni con las izquierdas ni con las derechas. En este sentido, somos hijos de toda la basura generada por los totalitarismos. La figura del escritor adscrito, del intelectual de partido, del autor comprometido políticamente es un fruto podrido de los totalitarismos que perdura desde entonces. Hoy el escritor se enfrenta a una disyuntiva.
P. ¿Cuál?
R. O bien decide no pronunciarse en la tribuna pública y se dedica a escribir novelitas de psicópatas, de romanos o de cualquier cosa en boga en ese momento, o bien se adscribe de forma neta y bochornosa. También hay una tercera opción: la del equidistante, la del «qué malos son todos».
P. El enfant terrible.
R. Una figura caduca y grotesca. Pero volvamos a lo de antes: defender, como yo hago, unas ideas que no están homologadas por la demogresca, por los negociados ideológicos en liza culmina en el desclasamiento, en la marginalidad.
P. ¿Cree que influye su estilo?
R. Sí. Soy un tipo de escritor que ya no abunda; un escritor que desarrolla una obra personal muy exigente y que, al mismo tiempo, tiene presencia en la tribuna pública; un escritor como lo fue Unamuno, sin ir más lejos. Esto ya no tiene cabida. Por una parte, esa literatura exigente es repudiada por buena parte de los lectores de hoy: te consideran pedante, raro, difícil. Y, por otra parte, en las tribunas públicas, colonizadas por sicarios de los negociados ideológicos en liza, tu voz desentona. Ahí sólo puede prosperar quien regurgita toda la alfalfa con la que lo alimentan en su chiringuito ideológico.
P. Hay también paralelismo entre su vida y la de Castellani. A él, como a usted, le dolió, sobre todo, el rechazo de los suyos.
R. No querría yo compararme con Castellani; al pobre le tocó sufrir mucho más que a mí y, además, en lo más íntimo y singular de una persona: la vocación, que en su caso era religiosa. Fue expulsado, recordémoslo, de la Compañía de Jesús. Aunque, bueno, algo me dice que, si yo fuese jesuita, también terminaría expulsado (risas).
P. Tampoco le auguraría yo a usted una carrera muy prometedora en el Opus Dei, por ejemplo.
R. ¡Sin duda! Hay un pasaje muy bueno de Castellani. Dice algo así como que, si bien lo han atacado los rojos, los masones, los liberales, etcétera, quienes le han hecho daño verdaderamente son los suyos, los católicos. Es una frase con la que me identifico bastante.
P. ¿A qué cree que se debe ese rechazo de las élites católicas?
R. Yo creo que el ámbito católico es el de la sal que se ha vuelto sosa. Tiene muchas prevenciones, muchos miedos y, finalmente, mucho rechazo hacia todo aquello que les huela a verdadero. Es el problema del fariseísmo, atinadamente analizado por Castellani.
P. También por el Papa Francisco.
R. Hay un fariseísmo infiltrado, actuando como la gangrena, en la Iglesia católica.
P. ¿Un católico consecuente está abocado a ser raro hoy?
R. En cierto sentido, sí. Diría que un católico consecuente tiene que estar en el mundo, en la polis, sin ser de ellos. Eso hará de él, inevitablemente, un raro. Al final un cristiano nunca está a gusto en el mundo. Lo explica muy bien la Epístola a Diogneto: somos como el alma dentro del cuerpo. Al alma no le gusta estar en el cuerpo; se sabe alada, se sabe ligera. Cuando podría elevarse, se ve obligada a estar confinada en un reducto que la lastra, que la coarta, que la disminuye. Pero, al mismo tiempo, debe estar dentro de él para mantenerlo vivo.
P. Lo mismo el católico en el mundo.
R. El mundo lo hostiliza, lo expulsa. Pero él debe permanecer ahí, presente, sin pertenecer a él. Desgraciadamente, se ha invertido el sentido. El católico tiende a ser mucho del mundo y a estar poco en él.
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