Cultura

'Éramos el enemigo', los campos de concentración para japoneses en Estados Unidos

Entre 1942 y 1946 unos 120.000 personas fueron recluidas en campos de internamiento durante la Segunda Guerra Mundial

Los bombarderos japoneses que en la mañana del 7 de diciembre de 1941 se acercaban a la isla de Pearl Harbor estaban a punto de cambiar la historia, invitando a participar en la guerra al país más poderoso del mundo en un nuevo e inmenso frente en el Pacífico. El “día de la infamia” como lo bautizó el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt conduciría a los americanos a cruenta guerra en las islas del Pacífico que terminó cuatro años más tarde con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

El repentino ataque sobre la base naval del Pacífico generó una imagen del Imperio japonés como la de un país sin escrúpulos dispuesto a asestar una puñalada por la espalda y utilizar las peores tretas. Esta idea del japonés traidor no se limitó a la figura del emperador Hirohito o sus generales, responsables del ataque, sino que afectó a los propios japoneses que vivían en suelo americano. Tras el ataque, comercios, viviendas y automóviles de ciudadanos japoneses o de origen nipón sufrieron ataques racistas por parte de una población enfurecida que exigía venganza.

Escaparates rotos y coches y fachadas con pintadas con lemas como “Japos, fuera de aquí”, “Encerradlos” facilitaron la aprobación de una ley de carácter racial que deportó y encerró a decenas de miles de japoneses en campos de concentración.

Con el pretexto de la seguridad nacional, el 19 de febrero de 1942 Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066 por la que amplias zonas de la costa Oeste se convertía en zona militar y habilitaba a los Comandantes Militares a aplicar leyes especiales de las que se podían “excluir cualquier número de personas” y proporcionar “transporte, comida, refugio y otros acomodos” a las personas excluidas de dichas zonas. Aunque no especificaba la nacionalidad japonesa, se hablaba de “enemigos extranjeros”, y en la práctica se tradujo en el traslado durante la guerra de unos 120.000 personas a campos de internamiento, dos tercios de ellos eran ciudadanos estadounidenses.

Campo de Santa Anita en California.

Uno de aquellos ciudadanos de origen japonés fue George Takei, el actor que interpretó a Hikaru Sulu, oficial de la nave USS Enterprise de la serie Star Trek, que reflejó su vivencia en Éramos el enemigo, una novela gráfica coescrita con Justin Eisinger y Steven Scott e ilustrada por Harmony Becker. 

La experiencia de Takei sirve para ilustrar el injusto destino de decenas de miles de personas que se habían buscado la vida en la Costa Oeste de Estados Unidos, o que como en el caso del actor habían nacido en el país americano. De hecho la madre de Takei ya era natural de Estados Unidos, casada con un japonés anglófilo que dio a sus hijos nombres de reyes ingleses, George y Henry, y a su hija el americanísimo Nancy. Pero esos nombres no servían de nada acompañados de un apellido como Takei, que junto a los propios rasgos asiáticos eran un boleto directo para sufrir abusos. La única razón por la que fuimos internados era “porque nos parecíamos a quienes habían bombardeado Pearl Harbor”, señala el actor. 

Además de los destrozos en las propiedades niponas, los dueños de comercios tenían que aguantar humillaciones de sus vecinos que decidían pagar menos por sus productos. Y con las órdenes de evacuación en marcha, se aceleraron las ventas de propiedades japonesas a precios irrisorios, al mismo tiempo que algunas leyes estatales eran auténticos expolios como la de 1943 de California por la que el Estado podía quedarse con cualquier maquinaria de granja abandonada. 

Mientras se llevaban a cabo estas “evacuaciones”, se aprobaban nuevas órdenes discriminatorias como toques de queda para los ciudadanos japoneses y otras restricciones como la prohibición de desplazarse más de 8 kilómetros desde su residencia o puesto de trabajo. Takei recuerda emocionado las lágrimas de su madre cuando los militares llamaron a la puerta de su casa para obligarles a abandonar su hogar. Su primer destino fue el hipódromo de Santa Anita y su nuevo hogar sería uno de los establos que apestaba a estiércol. 

La novela relata el periplo de la familia de Takei por los diversos centros en los que fueron recluidos, intercalando la visión del niño de cinco años con la de la posterior estrella del cine que recuerda el proceso. Trenes, maletas y torres de vigilancia que como relata Takei se convirtieron en parte del paisaje en el que se había criado, y que llegó a extrañar en el momento de marchar. 

La obra se acaba convirtiendo en un emotivo homenaje al padre, al que durante la adolescencia, Takei le reprochó su pasividad durante el internamiento: “¡Papá, nos llevaste como a ovejas al matadero! ¡Era una cárcel rodeada de alambradas!”. “Puede que tengas razón. Pero yo tenía una familia de la que cuidar. Algún día lo entenderás”, contesta cabizbajo el padre. 

Las páginas también recogen el trauma que supuso para estos ciudadanos que, en la mayoría de los casos, guardaron silencio y que en sus nuevas vidas tuvieron que acarrear la vergüenza. El Takei universitario seguía manteniendo un conflicto interno entre los supuestos ideales democráticos de los que hacía gala su país y el encarcelamiento al que le había sometido a él y a su familia cuando era un niño.

No fue hasta el año 1988 cuando Ronald Reagan aprobó una ley que indemnizaba con 20.000 dólares a aquellas personas que fueron detenidas o reubicadas. “Lo importante de esta ley no tiene tanto que ver con la indemnización sino con el honor, puesto que con ella admitimos nuestra equivocación, al tiempo que nos reafirmamos en nuestro compromiso para crear una nación igualitaria y justa”, se disculpó el presidente. Para aquel momento, el padre del actor ya había fallecido y no pudo recibir el perdón de un país al que, a pesar de que lo encerró junto a su familia durante cuatro años de manera injusta, siempre respetó y admiró.

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