Cultura

España, el último buen país

No se trataba de España sino del mundo, que era otro. Acaso porque las cosas no ocurrían con la velocidad de los botellazos en una reyerta y la vida iba a su aire;

No se trataba de España sino del mundo, que era otro. Acaso porque las cosas no ocurrían con la velocidad de los botellazos en una reyerta y la vida iba a su aire; excepcional, porque tardaba más en convertirse en noticia y en dejar de serlo. Casi una generación había crecido en la posguerra cuando El Pez Espada de Torremolinos alojaba a un Frank Sinatra que acababa las fiestas a puñetazos y seres mitológicos como Brigitte Bardot paseaban descalzas por la calle San Miguel. Cadaqués se había convertido en el cuartel general de las vanguardias y en Ronda Orson Welles pasaba los días en la finca el Recreo de San Cayetano, del matador Antonio Ordóñez, un lugar -por cierto- en el que descansan sus restos. Que no se trata de hacer elogio del pintoresquismo o punto y cruz del color local, sólo de recorrer un viejo mapa sobre el cual seguir con el índice las estampas de un mundo que empieza a quedar muy lejos. 

"España es el último buen país", dijo Ernest Hemingway a un periodista del Diario de Navarra

"España es el último buen país", dijo Ernest Hemingway a un periodista del Diario de Navarra. Hay quienes aseguran, con bastante mala baba, que tanto el Nobel como su generación se inventaron una España a la medida de sus ensoñaciones. La épica exótica y bronca de la Pamplona de Hemingway o la versión Carmen de Merimée de aquella Ava Gardner que igual se vestía de Pertegaz, Elio Berhanyer o Balenciaga como de lunares en la Feria de Sevilla. Ya lo dijo Tom Burns Marañón, escritor de padre británico y madre española: lo que ocurrió en aquellos años se parecía a aquel fenómeno de los ingleses viajeros del XIX,  que acuñaron la imagen de España como un lugar "diferente y excepcional", acaso telúrico. O sólo telúrico.
Los restos de Orson Welles  descansan en Ronda.
En aquellos años, mientras Sartre viajaba a Cuba a conocer la Revolución y Deleuze y Foucáult comenzaban su amistad antes de entrar a la Universidad de París, Italia y España procuraban hacer caja al convertirse en platós baratos de las grandes producciones de Hollywood. El telón de acero anunciaba crisis de misiles mientras la cultura de masas iba, bien encaminado, a su década lisérgica. En aquel mundo, decía Hemingway con su corpachón de armario, España era el último buen país. Acaso porque se le iba la vida en a que así lo pareciera. Servir la ración abundante del desarrollismo, aunque la guerra aún humeara y un dictador despachara el orden y la ley. 
Un detalle de la fachada del hotel Pez Espada.

Pero Hemingway no fue el único en caer fascinado. Truman Capote llegó a Palamós (Costa Brava) en 1960, a bordo de un Chevrolet negro. Traía  25 maletas y cuatro mil folios con anotaciones. Lo acompañaban su novio y secretario, Jack Dunphy, un bulldog y una gata siamesa. Apenas cinco meses antes se había producido el escalofriante asesinato en Kansas de la familia Clutter, y Capote olisqueaba como loco la ruta más directa para entrar en una historia que tenía tanto de novela como de reportaje. El problema es que no conseguía el tiempo suficiente para acometer su empresa. El periodista y escritor, el enfant terrible de las letras norteamericanas, llegó a España con la intención de encerrarse a trabajar en la que sería su obra maestra: A sangre fría(1966).  

Truman Capote llegó a Palamós en 1960.

El escritor obtuvo el dato gracias al consejo de Robert Ruark, un columnista de The Washington Post que había llegado a Gerona a mediados de los cincuenta. Esa es al razón por la cual Truman Capote eligió Palamós para avanzar en su intento. Eligió la playa de La Catifa, a la que regresó además en los veranos de 1961 y 1962. Fue allí donde recibió la noticia de la muerte de Marilyn Monroe. En aquella primera visita, alquiló una mansión en un pequeño montículo en una cala, frente al mar. Fue justamente en ese lugar donde acometió de a poco lo que tomaría forma final A sangre fría.

A la derecha de la imagen: Dalí y Rosa Regás.

Un par de años antes, en 1958, Marcel Duchamp estableció Cadaqués como su residencia veraniega,a la que acudió siempre hasta el año de su muerte. Con él arrastró algunos amigos, como Man Ray y su esposa Juliet y, más adelante, a otros artistas como Richard HamiltonJohn CageMerce Cunningham, Arman, Jean TinguelyNiki de Saint Phalle, Roberto Matta o Dieter Roth. También Magritte, Pablo Picasso, Joseph Pla, Paul Eluard y Eugenio D’Ors frecuentaron las playas y lugares de esa zona. Eran los años sesenta de una España franquista empeñada en sacudirse la grisura, así fuera encandilándose con la blanca resolana. Abundan instantáneas de aquellos años, como esta, en la que un teatral Dalí el habla a una joven Rosa Regàs, entonces recién licenciada estudiante universitaria.

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