En la década de los noventa el antropólogo Marc Augé acuñó el concepto de 'no lugares' que, desde entonces, ha dado mucho juego en el campo del análisis social. El 'no lugar' es un espacio anónimo, impersonal e intercambiable, en el que no es posible generar lazos, desarrollar una identidad o echar raíces. Son lugares entregados a la pura funcionalidad, desinteresados de cualquier sentido. Los ejemplos más claros de 'no lugares' serían los supermercados, las terminales de aeropuerto, las grandes cadenas hoteleras o las áreas de descanso. Espacios de tránsito que garantizan no sólo el anonimato sino también la soledad.
Cuando aparecieron, en buena medida como consecuencia de la expansión de la sociedad de mercado, eran una novedad. Había 'lugares' y había 'no lugares', aunque ya Marc Augé intuyó que la aparición de estos escenarios seguramente apuntaba a cierta tendencia a la despersonalización social. A fin de cuentas, en los 'lugares' uno genera lazos y sentido, y echa raíces, pero todo ello va acompañado de obligaciones y de expectativas. En la vida comunitaria hay calor, y afecto, desde luego, pero uno tiene que estar dispuesto a lidiar también con las miradas de los otros, y con sus demandas. Las relaciones humanas son un cobijo, desde luego, pero también pueden ser un fastidio. Y el modelo antropológico que se impone en Europa en estos momentos aboga por una idea de libertad personal caracterizada por la ausencia de lazos, de obligaciones y de compromisos.
Desde esa perspectiva, los 'no lugares' son el espacio ideal para esta forma de entender la libertad. Y, dada la obsesión de nuestros contemporáneos por la ofensa y por no herir a nadie por nada ni con nada, el anonimato de la impersonalidad pareciera la mejor forma de evitar conflictos. Donde ningún principio se afirma, ni ninguna verdad se proclama, pareciera que nadie puede molestarse. Como en una terminal de aeropuerto, las únicas reglas son las que garantizan la operatividad del espacio así concebido, y si en la Europa liberal la regla básica era la tolerancia y el respeto, en la Europa actual lo que manda es la equidistancia: todo vale y, además, todo vale lo mismo. Y que a nadie se le ocurra sugerir otra cosa pues de inmediato saltará una legión de indignados profesionales prestos al linchamiento.
Acogimiento masoquista
En realidad, algo de esto parece latir en el informe 'inclusivo' que la Unión Europea había elaborado para dar pautas 'integradoras' a los funcionarios europeos. Ya saben, ese documento que animaba a felicitar 'las fiestas', así en abstracto, en vez de 'la Navidad', no vaya a ser que alguien se pudiera alterar. La comisaria de Igualdad Helena Dalli ha reconocido que las pautas -que nunca fueron una prohibición- quizás merezcan ser revisadas para hilar más fino, de modo que el documento se ha retirado. Pero lo relevante es la naturalidad con la que la actual Unión Europea asume la renuncia a lo que ha sido, y todavía es, en nombre de una idea de acogimiento bastante masoquista.
Se problematizan los lazos sociales y las relaciones familiares de dependencia como obstáculos para la libertad
El informe, aun retirado, es importante porque llueve sobre mojado. Es decir, contra lo que pueda parecer por el escándalo desatado, no es algo realmente novedoso, sino la consecuencia lógica del camino que ha emprendido la Unión Europea desde que decidió borrar sus raíces cristianas de su Constitución. Y desde que decidió asumir, de forma más aparatosa que sincera, pero en ningún caso de forma inofensiva, esa especie de ritual de autoflagelación colectiva por los pecados de su pasado histórico. Estamos obsesionados con nuestro 'peso moral ideal', por usar el símil dietético, y nos queremos ver ante el espejo sin mancha moral, de igual modo que nos soñamos sin un gramo de grasa.
El borrado de la identidad y de los lazos sociales se nos viene imponiendo como camino ideal por dos caminos diferentes. El más vigente hoy es de matriz socialdemócrata, surge en Suecia y se ve retratado muy gráficamente en el documental La teoría sueca del amor (2015). Por este camino vemos como se problematizan los lazos sociales, y las relaciones familiares de dependencia, como obstáculos para la libertad, y, para resolverlo, se genera una inmensa maquinaria asistencial pública que garantiza que cada ciudadano puede apañárselas solo sin tener que pedir ayuda a nadie. Por descontado, a nadie se le obliga a nada, pero el resultado es una sociedad de seres atomizados, gónadas solitarias, desvinculadas, tristes y privadas de afecto. Esta vía compatibiliza la defensa a ultranza del individualismo personal con la dependencia absoluta del Estado, pues es justo ese Estado protector perfecto el que garantiza esa solitaria libertad.
Entre el Estado y el mercado
La otra vía sería la ultraliberal, que tendría su más descarnada encarnación en el personaje del bróker Gordon Gecko de Wall Street (1987), la película de Oliver Stone. Por mucho que desde una cierta izquierda se quiera presentar este modelo como el dominante en nuestras sociedades este diagnóstico es muy poco verosímil. De hecho, es absolutamente incompatible con la abrumadora convicción de nuestros ciudadanos -la más alta de Europa- de que el Estado debe resolver sus problemas.
Pero, por una vía, o por otra, el resultado es una redefinición del espacio público europeo como un gran espacio despersonalizado en el que las únicas reglas que cuentan son las del dinero. Todos hemos experimentado la aparente libertad de moverse por un centro comercial sin que nadie te moleste o te pregunte qué quieres, pero al final del recorrido la sensación es de vacío, porque no ha sido posible asentar nada en ese espacio, ninguna experiencia. Lo que no ocurre en esa tienda pequeña a la que acudes regularmente y en la que puedes llegar a cimentar una cierta relación de familiaridad con el dependiente, siempre que estés dispuesto a escucharle, reconociéndole como ser humano, y no como un mero intermediario en una transacción comercial.
Con cada proclama temerosa de que mejor no decir nada para no ofender, vamos levantando las frías paredes de una sociedad entendida como puro espacio de tránsito
Dos películas nos ilustran acerca de la realidad insatisfactoria de los 'no lugares' y deberíamos tenerlas presentes en estos momentos de deriva hacia la despersonalización. Una de ellas es Up in the air (2009) de Jason Reitman. El protagonista, George Clooney, es un buen ejemplo del tópico neoliberal, pues, no por casualidad, su trabajo consiste en gestionar despidos masivos de empresa, para lo cual se dedica a viajar de un lugar a otro, sin asentarse en ningún sitio. Es un brazo ejecutor orgulloso de su independencia y de su ausencia de vínculos con ninguna persona o lugar. Sin embargo, en uno de los viajes mantiene una relación casual con una mujer, una muestra más de sexo sin compromiso, que, contra pronóstico, se repite hasta llegar a generar en él la necesidad de una relación más estable. Cuando finalmente se decide a dar el paso y cambiar su vida, descubre que ella ya está casada y tiene una familia, circunstancia que le ocultó. Ella siempre tuvo un refugio al que acudir, y al que no va a renunciar.
La otra película es La terminal (2004) de Steven Spielberg, con Tom Hanks como protagonista. Está basada en la historia real del refugiado iraní Mehran Karimi Nasseri, quien, por razones burocráticas, se quedó atrapado en el aeropuerto de París-Charles de Gaulle, sin poder entrar en Francia, ni viajar a ninguna parte, durante 18 años, entre 1988 y 2006. Spielberg recrea la vida cotidiana en un aeropuerto, un lugar que está concebido como espacio de paso, no como territorio de existencia, y nos hace partícipes de la extraordinaria dificultad del desafío. Al final, el personaje de Tom Hanks hace amigos y crea un cierto espacio afectivo, pero, en la práctica, su vida ha quedado suspendida, relegada a un estadio próximo al de la supervivencia, como un Robinson Crusoe rodeado de gente, pero no por ello menos solo.
Pues bien, con cada renuncia a una historia común, a unos lazos ligados a tradiciones concretas, con cada proclama temerosa de que mejor no decir nada para no ofender, vamos levantando las frías e impersonales paredes de una sociedad entendida como 'no lugar', como puro espacio de tránsito y de intercambio. Por eso, cosas aparentemente pequeñas son importantes, pues son justamente los detalles los que personalizan los espacios. Así que, sin complejos ni reparos, les deseo una 'Feliz Navidad'.
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