Cultura

Exhibicionismo literario: ¿cuál de los tres tipos de lectores eres?

Leer mantiene su prestigio de antaño; es una actividad noble, es menos que hacer voluntariado pero mucho más que ojear Twitter

Hay personas que siguen leyendo en pleno siglo XXI. Pudiendo consagrar su tiempo a cualquier otro menester, pudiendo deambular por un centro comercial, ojear Twitter, ver series de Netflix, Amazon Prime, HBO o de cualquier plataforma que este mundo hecho supermercado nos ofrece, ellas estiman juicioso sentarse en un sofá y abrir un libro. Su decisión es inexplicable, inaudita, casi milagrosa, quizá una de las más contraculturales que pueden tomarse.

La sociedad contemporánea invita al vértigo; el libro exige sosiego. Un simple libro, por bonita que nos resulte su tipografía, por impactante que sea su portada, nunca podrá competir en apariencia con las pirotecnias digitales. ¿Por qué leer un ensayo si podemos aprender lo mismo viendo un documental de Netflix? ¿Por qué darle una oportunidad a esa novela que el crítico recomienda si ya han producido una película que demanda menos atención y promete más emociones?

La gente sigue leyendo y uno, dada la excentricidad de esa práctica, debe preguntarse por qué. Hay motivos muy elevados, claro, pero yo voy a detenerme solo en los más prosaicos. Sabemos que la lectura sigue implicando un prestigio, que los lectores siguen mereciendo la reverencia de antaño. Quien no lee suele vivir lo suyo como un pequeño drama, como un error del que arrepentirse. "Me encantaría, pero no tengo tiempo…". He ahí la aceptación de una culpa, el reconocimiento de una inferioridad. El hombre que no lee concibe su falta de lecturas como una carga, como la cruz que le ha tocado en suerte. Es para él un vicio vergonzoso, uno que solo puede confesar entre dientes, como quien reconoce que es boquerón o que nunca ha estado en París.

Aquí está, por tanto, la motivación de muchos lectores: leer mantiene su prestigio de antaño; es una actividad noble, es menos que hacer voluntariado pero mucho más que ojear Twitter o ver lo último de Amazon Prime. De esta motivación, la de alcanzar una reputación que a otros les está vedada, nacen tres tipos de lectores que, no siendo ejemplares, no leyendo por leer sino por cumplir, despiertan en mí una complicidad, una simpatía, el clásico "¿y tú también?" de C.S. Lewis.

Tres tipos de lectores

El primer tipo es el de quienes leen por exhibirse. Es el del lector-pavo real, que despliega su plumaje para que los demás nos ensimismemos contemplándolo. Lee y lo cuenta, lee y se encarga de que el mundo lo sepa. Desde hace unos años fotografía párrafos interesantes, ¡imprescindibles!, para compartirlos luego en redes sociales, pero su forma de expresión siempre ha sido la chapa. El lector-pavo real da la turra. No duda en hacer conversaciones a su medida, en reconducirlas para que su lectura del momento resplandezca. Quiere que todos nos enteremos de que anda inmerso en lo último de Pinker. Si está leyendo un libro de zoología, se las ingeniará para que la tertulia de los colegas verse sobre anfibios, pájaros y otras criaturas del reino animal. Restriega al prójimo sus pinitos literarios, sus escarceos. Es el lector-lapidador; arroja sus lecturas como ladrillos.

El segundo lector no lee por ufanarse, sino por cumplir. Lo suyo no tiene nada que ver con el exhibicionismo; es sentido del deber, cumplimiento germánico de la obligación. Lee a los clásicos porque a los clásicos hay que leerlos. Si alguien le dice que un libro es "imprescindible", él corre a comprarlo porque cómo no leer lo imprescindible. Es la suya una lectura dificultosa, árida, nada gratificante, una lectura que tiene algo de autolesión. Este lector debe de sentir lo mismo que quien bebe Jägermeister o cazalla. Se traga el tocho de Joyce porque eso hay que conocerlo, los dos tomos de Guerra y paz porque también. El observador atento descubrirá en él un ímpetu sacrificial, abnegado, el ímpetu de los mártires. ¡Es el mártir de nuestro tiempo!

Es como Pérez Reverte cuando posa para El País en su biblioteca de treinta mil ejemplares, es un hombre que ha forjado su intelecto a librazos

El tercer tipo es menos un lector que un comprador de libros. Desea el prestigio, pero no está dispuesto a acometer el sacrificio que siempre lo precede. Compra libros y los coloca en su estantería para luego fotografiarla y mostrársela al mundo. Me viene a la mente la imagen de Pablo Casado leyendo a Harari delante de una biblioteca desbordada. Este tipo de lector no nos restriega su lectura actual; prefiere arrojarnos el conjunto, el mamotreto. Es como Pérez Reverte cuando posa para El País en su biblioteca de treinta mil ejemplares. Presume de volumen, de poderío. Uno afirma en su presencia que el saber no ocupa lugar y él responde de inmediato que vaya si lo ocupa, concretamente cien metros cuadrados. Es un hombre que ha forjado su intelecto a librazos.

Cuando amanezco fariseo, que es casi siempre, me apetece afearles a estos lectores su impostura y reivindicar el gozo de leer por leer y no por exhibicionismo u obligación. Pero luego caigo en la cuenta de que en los exhibicionistas y en los cumplidores hay una heroicidad, un afán de salvar algo que está en vías de destrucción y sin embargo merece salvarse. Entonces, avergonzado, me sacudo mi fariseísmo y reconozco públicamente la belleza, la atávica belleza, de presumir de lecturas cuando lo que dictan los tiempos es presumir de club de golf o de acciones en bolsa.

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