Estas últimas semanas hemos escuchado todo tipo de argumentos a favor y en contra de la monarquía. Entre estos últimos destaca el señalar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, pero siempre desde la perspectiva del que no pertenece a la familia real. Se presupone que todos querríamos nacer con el supuesto privilegio de ser herederos al trono, sin plantear la cuestión desde la óptica contraria: ¿es justo y cabal que determinados ciudadanos españoles nazcan con la obligación de asumir un papel dentro de la sociedad, para el cual se les prepara desde la más tierna infancia y presuponiendo su consentimiento?
Pensemos en la princesa de Asturias. Los republicanos se indignan pensando que tiene la “vida resuelta” tan sólo por haber nacido. Los monárquicos se congratulan con su saber estar, su discreción, la dulce sonrisa que nunca pierde y el perfecto dominio de varios idiomas que ha demostrado en varias ocasiones. Pero, ¿alguien repara en que no lleva -ni ha llevado- nunca la vida de una niña de su edad? ¿En la presión que supone estar de forma constante bajo el escrutinio público? ¿Nos planteamos que desconoce por completo el concepto “anonimato” más allá de su definición nominal? Todos nos hemos revelado, de una u otra manera, ante lo que nuestros padres esperaban de nosotros, ¿cómo gestiona el asunto esta niña, sobre todo sabiendo el conflicto que su padre mantiene con su abuelo y el que éste tuvo, a su vez, con su bisabuelo? ¿Se planteará que quizá, en algún momento, tendrá que romper ella con sus padres o con su propia hermana?
Familia Real y disfunciones
Estas situaciones son inherentes a toda familia real europea. Normalmente tenemos una idea superficial sobre lo que significa nacer en un entorno como éste, quizá la mayoría nos limitamos a envidiar los modelitos que lucen en cada uno de sus actos oficiales, especialmente si están envueltos de especial bombo y fanfarria, como lo son las bodas o los funerales de estado. A pesar de ser una niña, se me quedó grabada en la retina la imagen de los pequeños príncipes Guillermo y Enrique en el entierro de su madre, la princesa Diana. Una de las víctimas más sonadas de la vida royal, pero no la primera ni, por supuesto, la última.
Por mi parte, lo tengo claro: prefiero mil veces haber nacido como la perfecta anónima de sangre roja que soy
Gracias a la serie The Crown muchos pudieron descubrir los entresijos y sinsabores del padre y de la abuela de estos príncipes, el príncipe Carlos y la Reina Isabel II de Inglaterra. Otra aclamada película, El discurso del rey, nos habla, a su vez, del padre de Isabel II, Jorge VI y de su hermano, Eduardo VIII, fallecido hace 50 años. Ambos sufrieron todos los inconvenientes de los que hablo y que fácilmente olvidamos si no es con la intención de darle al cotilleo y a la crítica.
Eduardo VIII estaba enamorado de Wallis Simpson, una norteamericana en proceso de divorcio de su segundo matrimonio fallido. El rey estaba plenamente convencido de querer casarse con ella y, de hecho, permanecieron juntos hasta su muerte, el 28 de mayo de 1972. Para ello tuvo que abdicar en favor de su hermano, Jorge VI, que no sólo era extremadamente tímido sino que era, además, tartamudo. La película que protagoniza Colin Firth nos muestra la fatalidad que supuso para él asumir la responsabilidad que en principio debía tomar su hermano, “sólo por nacer”. Esa frase que se esgrime alegremente como si fuera una lotería y no una condena. El caso de Jorge VI revirtió de especial gravedad debido a que le tocó ascender al trono justo cuando Inglaterra decidió entrar en guerra contra Alemania, con todos los discursos y apariciones públicas que esto implicaba para una persona con ese tipo de personalidad.
No pretendo con todo esto hacer una defensa apasionada de la monarquía, pues éste es un debate complejo y circunscrito a las circunstancias concretas de los países que se rigen todavía por este sistema, lo que impide la teorización en abstracto de la cuestión. Simplemente me llama la atención cómo juzgamos a la ligera las circunstancias de otras personas, especialmente cuando creemos que son mucho mejores que las propias. Por mi parte, lo tengo claro: prefiero mil veces haber nacido como la perfecta anónima de sangre roja que soy. No tengo las circunstancias resueltas, pero no estaría dispuesta a pagar el precio tan alto que implica pertenecer a la familia real. Quizá es que valoro mi libertad y mi independencia y, como diría el castizo, sobre mi hambre mando yo.
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