El ascenso de la derecha identitaria en todo el planeta ha resucitado la palabra ‘fascismo’, cada vez más frecuente en el debate político, a pesar de su caducidad histórica. Se utiliza igualmente para hablar de la exhumación de Franco que del ascenso de Salvini o de las estrategias de Viktor Orban. A veces el debate se acerca al circo, por ejemplo hace un par de días cuando el 'conseller' valenciano Vicent Marzá (Compromís) decidió escuchar el discurso de un político de Vox exhibiendo el ensayo Facha (Blackie Books, 2019) de Jason Stanley. Contra la marea de tópicos dominantes, el sociólogo y filósofo Guillermo Fernández Vázquez (Madrid, 1985) aporta un análisis riguroso, como demuestra su libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa (Lengua de Trapo, 2019). En esta entrevista con Vozpópuli no solo habla de este tsunami político, sino también del llamado ‘antifascismo’, que muy pocos académicos se atreven a analizar de manera crítica.
Una de las tesis centrales de su ensayo recomienda tomar en serio las posiciones culturales de la derecha radical. ¿No hacerlo es otro síntoma de la superioridad moral de la izquierda?
En general creo que el mundo progresista se mueve en una especie de esquizofrenia con respecto a este asunto. Por un lado, se desestiman los mensajes y propuestas de la derecha radical como débiles e inservibles -una especie de chatarra intelectual-, mientras por otro se proclama la necesidad urgente de prohibir o como mínimo aislar estos mensajes, dando a entender que si la población los escucha, los creerá y se sumará a ellos. En un caso se considera a los portavoces de la extrema derecha como torpes, brutos, rústicos y sobre todo defensores de ideas endebles y anticuadas, y en el otro caso se les toma por genios del mal capaces de embrutecer a toda la población a través de la persuasión. La izquierda a ratos se ríe y a ratos entra en pánico. Pienso que lo mejor es considerar a estos partidos y a sus mensajes desde un punto de vista analítico y tratar de entender qué cosas hacen ahora que antes no hacían, que es lo que explica por qué ahora les va bien y antes no. La derecha radical está sabiendo adaptar un armazón de ideas bastante estable a un contexto en el que se solapa la crisis de identidad con la crisis económica. Hay que tomárselo muy en serio.
"Algunos portavoces de Vox defienden posiciones mojigatas sobre el ser humano, como si solo hubiera una manera correcta de ser", explica
Traigamos el conflicto a España. Hay intelectuales en la órbita de Vox, pienso en José Javier Esparza, que critican la disolución de los vínculos sociales que ha traído el neoliberalismo (un discurso que solía ser clásico en la izquierda). ¿Vox puede crecer si se acerca a estas tesis?
Creo que Vox ya se acerca a estas tesis, pero lo hace desde el punto de vista de los sectores más conservadores del catolicismo. Rocío Monasterio tiene discursos diciendo que las élites quieren un individuo maleable y manejable, sin vínculos y sin consistencia. Marine Le Pen también suele decir que la ideología dominante quiere crear individuos frágiles e impresionables. Esta crítica tiene un punto de verdad: estoy dispuesto a reconocer que el nuevo espíritu del capitalismo provoca mucho aislamiento y sufrimiento individual. El problema es qué se hace para defender posiciones sobre el ser humano como mínimo mojigatas; algunos portavoces de Vox dibujan una visión del ser humano absolutamente estrecha: como si sólo hubiera una única manera realmente “buena” de vivir y de ser, y el resto fueran excepciones más o menos tolerables o perdonables. Por eso no va a funcionar.
Argumenta que llamar a Vox 'neofascistas' o 'neofranquistas' es un error conceptual. Hace unas semanas, en un acto cultural en Madrid un diputado de ERC decía que no le parecía correcta la expresión “régimen del 78” porque seguimos viviendo en el “régimen del 36”.¿Cree que estás exageraciones bloquean el debate?
Al final, las discusiones sobre etiquetas políticas son muy aburridas. Entiendo que alguien llame “fascista” a Vox. También entiendo que se relacione lo que ahora propone con ciertos elementos del franquismo. Lo que me pregunto es para qué sirve. Comprendo que este tipo de descalificaciones tienen un componente moral: cuando un político o periodista de izquierdas llama “fascista” a un portavoz de Vox, siente que ya ha cumplido con su deber. En mi opinión, el problema es que llamar “facha” a Vox confunde más que aclara. Porque el proyecto político de Vox no es reinstaurar el franquismo, sino ejercer el liderazgo político e intelectual de la derecha. Vox se ve a sí mismo como un proyecto metapolítico para atraer a la derecha hacia sus posiciones. Su sueño es convertirse en el polo hegemónico del mundo conservador. Que es el mismo sueño que tiene Marion Maréchal Le Pen en Francia o que Mateo Salvini ya ha cumplido en Italia. Se trata de ‘sorpassar’ a la derecha sin moverse un milímetro de sus posiciones ideológicas.
Mantuvo hace unos meses, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, una conversación con el joven historiador estadounidense Mark Bray, autor del éxito editorial Antifa: el manual del antifascista (Capitán Swing, 2018). Se trata de un texto controvertido donde llama a una resistencia que incluye boicot de actos académicos y culturales que consideran “fascistas”. Lo llaman “autodefensa preventiva”. ¿Qué opina de este tipo de tácticas?
Creo que es una estrategia pensada para actuar contra el mundo ‘skinhead’ o grupúsculos de extrema derecha. Sin embargo, no funciona e incluso resulta contraproducente para tratar con los partidos de la nueva derecha radical. En primer lugar porque da credibilidad al relato de estos partidos cuando acusan a la izquierda de liberticida. También les regala la posición ventajosa de ‘outsiders’ y ‘antiestablishment’ en un momento en que esas dos etiquetas, aunque no permiten ganar, sí permiten erigirse como la verdadera oposición. Además está el resultado estético: se ve a un grupo de personas (normalmente encapuchadas) impidiendo la palabra a dirigentes políticos que han sido elegidos por millones de personas. Por último, cabe preguntarse quién diablos ofrece la legitimidad moral para hacer algo así.
"El antifascismo renuncia de antemano a convencer a tanta gente como convence la extrema derecha; considera que son argumentos difíciles de rebatir o que la ciudadanía es débil", señala.
Uno los mayores símbolos mediáticos del antifascismo actual son los llamados ‘black blocs’ o bloques negros, que ejercen la violencia en las manifestaciones. Los hemos visto en revueltas contra el Banco Mundial y en los disturbios de Cataluña. Una parte de la izquierda defiende estas tácticas, mientras que otra sostiene que son el tipo de episodios que buscan los medios de la derecha para relacionar protestas con caos y desorden. ¿Cuál es su opinión?
En los casos mencionados, y sobre todo en el caso del libro de Mark Bray, creo que este tipo de acciones espectaculares traducen una impotencia política. Se recurre a este tipo de tácticas porque se renuncia de antemano a convencer a tanta gente como convence la extrema derecha. Y se renuncia a convencer a toda esa gente porque, o bien se considera que los argumentos de la extrema derecha son difíciles de rebatir, o bien se considera que la ciudadanía es débil y que, si se la expone, acaba contagiándose. Pensar esto es tener muy poca confianza en los argumentos propios y, lo que es peor, tener una visión muy mejorable de la ciudadanía de la que se forma parte. Todo esto lleva a una visión de las vanguardias con la que no estoy de acuerdo. Por no hablar de la épica masculinizante de los black blocs…
Intelectuales polémicos como Diego Fusaro mantienen -siguiendo a Pasolini- que el antifascismo ha dejado de ser un movimiento popular para convertirse en una especie de signo de distinción de clases medias occidentales. En una línea parecida, el geógrafo francés Christophe Guilluy ha dicho que “cuando surgió el movimiento de los chalecos amarillos, la intelligentsia de izquierdas fue presa del pánico. Primero les insultaron llamándoles ‘fascistas’. Hoy la nueva burguesía, lo que llamo burguesía cool, utiliza el antifascismo como una arma de clase”.
En mi libro digo que el antifascismo es un polo simbólico querido por la izquierda -por razones históricas obvias-, pero añado que puede llevar al ensimismamiento estético, y, sobre todo, que es políticamente impotente. Al menos en las formas en las que se ha desarrollado desde los años ochenta en países como España o desde los años cincuenta en países como Francia. ¿Por qué? Sencillamente porque el adversario contra el que lucha el antifascismo ha cambiado.
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