La imaginación es una fuerza que mueve montañas. El mejor abrigo las noches de frío. El mejor amigo cuando nadie nos sonríe. La única locomotora cuando alrededor todo es hostil. Es un superpoder que muchos no saben que tienen, o no lo han alimentado lo suficiente a base de su pienso favorito: libros y cine.
Esta semana ha sido el Día del Libro, uno de los mejores días del año. Una jornada donde, al fin, se reivindica la lectura, el placer de evadirse, de dejarse atrapar por páginas y letras que nos envuelven como una cápsula espacial más allá del cinturón de Orión.
Los libros y las películas han alimentado en mí, desde la más tierna infancia, un sentido de la imaginación que me ha permitido batirme el cobre en los peores momentos o en los más aburridos. En Primaria, una de mis costumbres era llevarme un libro y leer a hurtadillas, cuando el profesor no nos hacía mucho caso. También me imaginaba que en vez de en clase de Lengua o Matemáticas estaba en una clase de Hechizos del colegio de magos Hogwarts, o asistiendo a una reunión del Consejo Jedi. El rutinario camino a la escuela se convertía para mí en un trayecto espacial en el que iba pasando al lado de Mercurio, Venus, Marte…
Ponía todo mi empeño en combatir el tedio, y lo hacía con tanto éxito que actividades que desde fuera parecían de lo más aburridas a mí me encantaban. Una de las costumbres ociosas a la que más tiempo dedicaba era dar patadas al balón contra una pared. Podía pasar así horas y días. Desde fuera parecía un chico raro: “Ya está ese sólo otra vez dando patadas al balón”. Lo que nadie sabía es que jugaba mi propia liga de fútbol, con mi equipo de superestrellas del Real Madrid y que yo hacía de todos los jugadores.
Esa facilidad para evadirme me acompaña a día de hoy, a veces para mal. Muchas veces mi mente va por libre, y despego involuntariamente del sitio en el que estoy hasta remotas áreas de la estratosfera. Lo mismo que le sucede a Walter Mitty, el personaje interpretado por Ben Stiller y décadas antes por Danny Kaye. Cuando me toca retomar la conversación sin haber escuchado absolutamente nada del último medio minuto me toca jugar a las apuestas: o afirmo o niego o suelto un imparcial “qué fuerte”. A veces parezco perfectamente estúpido.
Todas estas válvulas de escape, estas pastillas de Matrix, han estado alimentadas por los libros, películas y series de televisión que devoraba en mi niñez. Y es que la felicidad era tan sencilla como abrir una caja de VHS. En cierto modo, tenían forma de libro. Aquellas carátulas tenían un tacto agradable y muchos de sus diseños eran auténticas obras de arte. Todavía resplandecen a día de hoy en casa de mis padres, como viejos tesoros o viejos amigos que han sido demasiado importantes como para condenarlos al ostracismo.
Aquellos personajes animados, aquellos héroes de capa y espada, esos contrabandistas galácticos carismáticos convertían mi existencia en algo fantástico, en algo trascendente. Llegaba a aprenderme los diálogos de memoria, frases que a veces soltaba como si fueran de cosecha propia y dejaban alucinando a mi familia y amigos.
(Emulando a Humphrey Bogart en Casablanca)
-¿Qué haces esta noche?
-No hago planes por adelantado.
A veces era tan feliz en casa que cuando me llamaban al timbre para bajar a jugar aludía a enfermedades o castigos –también imaginarios, por supuesto-. Fernando Savater contaba algo similar en su biografía ‘Mira por dónde’. Hay muchas cosas con las que me siento unido al filósofo (aunque él detesta esta denominación). Cuando tuve ocasión de visitar su casa para entrevistarlo quedé encantado con aquella suerte de país de las maravillas, de Edén de monstruos de la Hammer, actores de cine y superhéroes. Para mí es la casa soñada, para mi novia el refugio de alguien con síndrome de Diógenes.
Pedro G. Cuartango vaticina la muerte de la lectura en su fantástico libro ‘Iluminaciones’ (Círculo de Tiza). No le falta razón. Como este otro filósofo apunta (lo es aunque no lo crea) la lectura requiere de tiempo, silencio y soledad, tres condiciones cada vez más imposibles de alcanzar. Paradójicamente, cada vez se publican más libros, ¿pero cuántos se leen?
De manera similar creo que las películas sufren el desgaste del tiempo. La sociedad demanda productos de rápido consumo, capítulos de una hora que ver antes de irse a acostar. Una película requiere demasiada atención y tiempo para nuestros días. Sobre todo si es alguna de las que hacen ahora Martin Scorsese o Christopher Nolan (más de tres horas).
Pero cometería un grave error si caigo en la trampa de la nostalgia. Estoy convencido de que las nuevas generaciones encontrarán sus cajas de VHS. El ser humano siempre necesitará refugios de aventuras, amores y guerras imposibles del bien contra el mal. No hay mejor elixir que una risotada de Jack Nicholson, la mirada de Marilyn Monroe o un puñetazo de James Gandolfini. “Recuerdo cada detalle. Los alemanes vestían de gris. Tú vestías de azul”. Vaya, lo he vuelto a hacer.
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