En ningún momento el escritor y pensador Félix de Azúa ha pronunciado la frase con la que titulamos. Él no está en contra de nada; no lo necesita. Y sin embargo, algo de eso tiene. En las páginas de su más reciente libro, Autobiografía de papel (Mondadori, 2013), Azúa plantea palabras necesarias para no dejarse ganar por la candidez, la ingenuidad, las buenas o las malas intenciones. Se trata de un libro escrito con una sencillez tan fulminante como las ideas a las que da forma.
En Autobiografía de papel, Azúa hace un recorrido por su experiencia vital como escritor. La poesía, la novela, el ensayo y el periodismo suponen los géneros –o los estadios– de un mundo literario que resulta tan suyo como generacional. Explica de qué forma cada artefacto literario se ha transformado a la vez que lo ha hecho el mundo del que forma parte: una sociedad donde el poeta ya no es la voz de tribu, en la que la novela y el ensayo se han convertido sólo en mercancía o en la que la abolición de los sombreros se ha llevado consigo la “vieja costumbre occidental de pensar”.
Habla -sin proponérselo directamente- de una España (y una Europa) culturalmente pirotécnicas. El mayo francés, dice, no fueron más que los fuegos artificiales que “despedían la gran utopía del siglo XX”. Por eso, insiste, huelen a “viejo todos los progresismos” y nada todavía “nos suena a nuevo”. Quedamos así retratados como “primitvos de nuestra época”, huérfanos por primera vez tras el “fraude de las felicidades colectivas”.
No es un libro apocalíptico. En él, el autor de El aprendizaje de la decepción o Historia de un idiota contada por él mismo ofrece una instantánea cultural de su generación –la última, dice, que tuvo maestros-. En ese retrato entran y salen personajes fundamentales como Juan Benet o Diderot, pero también las estampas oscuras de una España y una Europa que todavía hoy no saben muy bien cómo contarse a sí mismas en menos de 140 caracteres.
Aunque afirmándolo se corra el riesgo de traicionar su espíritu, incluso de frivolizarlo (manosearlo, estropearlo, vulgarizarlo) Autobiografía de papel continúa la senda de Autobiografía sin vida. Actúa, a veces, como un manual contra la ingenuidad, las bienaventuranzas y las certezas. Es un ensayo tan literario como filosófico, el perfil más hegeliano de un Azúa que muerde en la conciencia al terminar la última página e incluso más, mucho más, durante los días siguientes a su lectura.
-Este es un libro parece escrito por un aguafiestas.
-Creo que entiendo a lo que se refiere con aguafiestas, porque no se habla de la parte afirmativa, positiva o gozosa de la vida. Eso pertenece a la intimidad de cada cual.
-Tras leerlo queda la sensación de que todo aquel que todavía conserva una certeza o entusiasmo ideológico, estético o literario es ingenuo o idiota.
-Son palabras demasiado fuertes. Quizás lo mejor sería decir cándido, en el sentido de que se trata de una buena persona; alguien que cree; que se deja convencer. Pero en general sí. Creo que todas las propuestas colectivas oficiales, estatales, gubernamentales o de partidos las siguen personas cándidas, pero también otras muy avispadas que quieren ganar dinero o poder.
-En el prólogo dice que esto no es una biografía sino un caso. Sin embargo, de sus libros, puede que sea el más hegeliano. El conocimiento por la vía de la negación.
-Probablemente esto sea parte de la experiencia vital. Si la muerte te coge muy pronto es posible que lo que afirmes tenga contenidos muy juveniles. Si te coge ya muy mayor es menos probable, porque hablar de ellos es traicionarlos. Para eso está el arte. En un libro ideológico como este no tiene cabida. En estas páginas no aparece en ningún momento la idea del mundo como un domingo soleado.
-En su libro nos describe como “primitivos de nuestra época”; los que tantean en un mundo sin Dios, ni ideologías... Remite a una nueva orfandad.
-Nunca hemos sido huérfanos. Esta es la primera vez. Todas las ideas de un mundo trascendente o sobrenatural que estaba ahí para protegernos o ir contra nosotros ha desaparecido. Primero fueron los dioses olímpicos de Grecia, que ya eran muy humanos. El siguiente paso fue ya un solo dios: un ser humano, que muere. A partir de ese momento es la primera vez que nos enteramos de que somos huérfanos. Todo lo tenemos que inventar.
-Al afirmar la mercantilización de la novela, ¿da por superada su función como artefacto de pensamiento?
-No tengo nada en contra de las mercancías, al contrario. Afortunadamente, el arte siempre ha estado mercantilizado. El milagro del arte es que supera su condición de mercancía, algo que no puede hacer un coche, un piso, una casa de campo o un bolígrafo. El arte es el milagro de que una mercancía supere esa condición y nos ofrezca algo que es impagable. En la actualidad, la cuestión no es que el arte sea mercancía sino que ya sea sólo eso.
-No sé si llega a ser un reproche, pero en el libro plantea que en España, la política es como la religión –católicos contra judíos- y que eso se extiende a la literatura. Llega plantear incluso una línea de escritores castizos y cosmopolitas.
-Los castizos vivían absolutamente encerrados en la producción nacional. ¿Leyó Camilo José Cela las novelas de los italianos o franceses de los sesenta? No lo sabemos porque no tenía importancia en su obra. Los de mi generación fuimos los primeros a quienes les resultaba tan importante lo de fuera como lo de dentro. Ya éramos ciudadanos de América y de Europa, los castizos se limitaban a lo suyo. Pero no es un juicio de calidad, tampoco un reproche.
-Sostiene que la aparición de autores hispanoamericanos -Paz, Vargas Llosa…-, matizó la oposición ideológica izquierda-derechas.
-Era tan evidente la calidad de esos escritores cosmopolitas, que dinamitó la diferencia. Los castizos se dieron cuenta que no podían seguir por esa vía. Algunos se modificaron. Camilo José Cela intentó hacer una novela, espantosa, de vanguardia. Luego, se diluyó la diferencia y en este momento es muy difícil verlo. Rompió además otra cosa: el control que tenía el Partido Comunista sobre la cultura, que entonces era muy fuerte. Las cosas se decidían no por razones artísticas, sino ideológicas. Cuando llegaron los americanos eso saltó por los aires. García Márquez, por ejemplo, era comunista; Vargas Llosa era comunista.. era imposible mantener la ficción de que los comunistas tenían que hacer realismo socialista.
-¿Llegó a asimilarse con el tiempo la egolatría de ciertas militancias, por ejemplo la de Sartre?
-Y otros popes también, como Althusser. Eso es evidente. Hay un aspecto de la izquierda europea, o de la izquierda en general, que responde a elementos inquietantes de egolatría pero también de mala conciencia y resentimiento. La izquierda paranoica declara a alguien el enemigo y lo convierte en un objeto de odio. Creo que la crisis de la izquierda está en que las generaciones más jóvenes se han dado cuenta de eso. Un político vive muy bien hoy día, es el nuevo rico. ¿Hasta qué punto atacan el capitalismo por mala conciencia? O recuperan un discurso más creíble o están perdidos.
-El libro es duro con todos los géneros, pero con el periodismo llega a ser incluso indulgente.
-No es que alabe el periodismo, lo que digo es que ya todo es periodismo. Y no es el periodismo de las redacciones. Es un género que avanza a partir del siglo XVII, se expande en el XIX y en el XX comienza a convertirse en totalitario. La sociedad vive en el periodismo. Cuando alguien escribe una novela sobre la toma del congreso o lo que pasó al padre de Sánchez Ferlosio, a mi entender hace periodismo.
-Usted llega a definirlo como acompañamiento de la llamada democracia total.
-La democracia total en realidad se refiere a una democracia totalitaria. Es un sistema de control absoluto sobre las poblaciones. Es una democracia que no puede permitir la excelencia, que produce la nivelación absoluta.
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