Cerradas las casetas, llegaron los cabreos. Los dos últimos días han sido un bullir de quejas en prensa y en redes sociales de los editores independientes, que fueron situados en la famosa isleta, un espacio a contramano del tráfico de visitantes. Si acudías a la feria en los ratos de bajamar, no había mucho problema, pero cuando el recinto se abarrotaba eran los expositores más perjudicados, hasta el punto de vender un 40% menos de media.
En principio, los pequeños editores admitieron la isleta sin hacer público su creciente enfado. Al fin y al cabo, las ubicaciones habían sido asignadas por sorteo. El problema llegó con un comentario de Manuel Gil, director de la feria, donde admitía que en ese lugar desfavorecido se había situado adrede a los sellos más modestos: “Fue una decisión estudiada y pusimos en la isleta a editoriales de catálogos pequeños y a aquellas que tienen la necesidad de rejuntarse con otras editoriales”. La periodista cultural Rocío Niebla fue la primera en destacar la relevancia de la frase, en un artículo de Eldiario.es. Hay que recordar que la tarifa por metro cuadrado es exactamente la misma para un editor minúsculo que para grandes grupos como Planeta y Penguin Random House.
Para más inri, Manuel Gil decidió estos días no dar entrevistas a los medios de comunicación, dando pie a pensar que el fiasco no es muy defendible. Tampoco hubo respuesta para Vozpópuli el miércoles. Mientras tanto, el enfado de los pequeños no ha dejado de crecer. “Aquí hay un problema de fondo que nadie aborda”, explica un editor independiente de Madrid. “Es algo que va más allá de la feria y de Manuel Gil. Me refiero a los llamados gurús literarios, gente que ha tenido un reguero de fracasos en la industria editorial y que terminan colocada en una feria, una ‘noche de los libros’ o estructura similar. Una vez allí, se atiende más a complacer a las grandes empresas que a cualquier otra cosa”, apunta.
Gurús y garantías
Varios editores coinciden en señalar que el cargo de Gil estaba cuestionado hace tiempo, además de que su jubilación anda cercana (en 2021 llega a los 65 años). “En estas circunstancias, casi cualquier ejecutivo de la industria española se centra en llevarse bien con los sellos grandes. Nada más abandonar la vida activa, se aspira a publicar algún librito y a trabajos de asesoría. Hacer favores ayuda a que te acoja una editorial potente, donde siempre hay más dinero y mejor promoción”, dice un pequeño editor castellano.
Muchos editores no le ven sentido a las restricciones de aforo, ya que las colas y aglomeraciones para las firmas no favorecieron mantener la distancia social
Una cuestión curiosa es el momento en el que han estallado la polémica. El penúltimo día de la feria, preguntamos a un responsable del sello asturiano Hoja de Lata, que dibujó un balance positivo de su participación. Poco después, una compañera suya de la editorial mostraba su enfado en los medios. “Cambios así son normales”, me explica el editor madrileño. “Nosotros no estábamos en la isleta y también tuvimos giros bruscos en el estado de ánimo. Nuestra caja ha sido superior a la que esperábamos pero mucho más pequeña que otros años, mientras que los sellos grandes sí que han hecho beneficios sustanciales. Los humildes siempre irán con pies de plomo en las declaraciones porque nadie quiere arriesgarse a que le perjudiquen con la ubicación y las condiciones de la próxima feria”, destaca. Estos días parece que se agrieta ese tabú.
A la espera del comunicado que anuncian las editoriales afectadas por la isleta, quedan varias cuestiones sobre la mesa. Primera: ¿debió celebrarse la feria con restricciones de aforo? Muchos editores no le ven sentido, ya que las colas y las aglomeraciones para las firmas no favorecieron precisamente mantener la distancia social. Segunda: ¿hay que pensar en una zona de firmas famosas (los revertes, las vallejos, los aramburus…) separadas del tráfico de compradores? La idea parece sensata, pero se corre el riesgo de que los lectores de libros superventas no echen siquiera un vistazo a la oferta de las editoriales pequeñas y medianas. Tercera: ¿debe hacerse un sorteo de casetas a la vista de cualquiera? Eso hubiera evitado problemas como los de esta edición. Se presenta agitada la feria número ochenta y uno, que volverá al Retiro entre el 27 de mayo y el 12 de junio de 2022.
Los hijos inútiles de la clase dominante
Ayer mismo publicábamos el análisis de una experta que advertía que el plan gubernamental 'España, hub audiovisual de Europa’ tenía el peligro de favorecer a las grandes productoras en perjuicio de las independientes. Este verano hemos visto cómo los macrofestivales de música hacían caja saltándose las normas covid mientras muchas salas históricas cerraban, al impedirles trabajar con normalidad. Estos días nos enteramos de que la Feria del Libro de Madrid organizó sus casetas favoreciendo a los sellos más solventes y afectando a los ingresos de los más precarios. La dinámica del mercado ya favorece que el tiburón se coma al boquerón, amenazando la diversidad de contenidos. Ser ejecutivo cultural no puede reducirse nunca a una cuestión de dinero (los beneficios importan, pero hay otros factores).
Cuando entrevisté en 2017 al escritor Montero Glez me señaló otra disfunción importante, específica del sector. “En España tenemos un problema: los hijos más inútiles de la clase dominante siempre acaban en la industria cultural. Son gente que no tiene capacidad ni apego al arte que gestionan. El escritor David Mamet los describe muy bien en el libro Un profesión de putas (1994). Compara a los directivos con antiguos esclavistas sentados en el porche de una plantación, gente que remueve sus copas de licor y se queja de lo poco que trabajan sus empleados. Hablamos de personas que desprecian el arte, por ignorancia o por frustración (…) Los grandes sellos los lleva siempre el hijo de nosequién y el sobrino de nosecuántos”, lamentaba. Algún día habrá que abrir este debate, por antipático que resulte.
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