"El esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de explosivo aliente... un automóvil rugiente que parece que corre a la velocidad de los disparos de una ametralladora es más bello que la Victoria de Samotracia", escribió en 1909 el poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti en su manifiesto futurista.
Las palabras con las que incendió la escena artística europea en 1909, y que se materializaron apenas un año después en la obra de artistas como Umberto Boccioni o Giacomo Balla, tuvo continuidad en el culto a la velocidad de personalidades como Enzo Ferrari, el piloto y legendario fundador de la famosa empresa automovilística que lleva su apellido, a quien el prestigioso cineasta Michael Mann dedica un biopic que se estrena este viernes en los cines españoles.
Ferrari, título del filme, está basado en la biografía que publicó el periodista Brock Yates (Enzo Ferrari: The man, the cars, the races, the machine) y vio la luz en la pasada edición del Festival de Venecia, donde el aclamado Mann, director de clásicos como El último mohicano (1992), Heat (1995) o El dilema (1999) compitió por el León de Oro que finalmente ganó Pobres criaturas.
Lo que el libro de Yates promete en su contracubierta es descubrir al hombre que se esconde detrás del mito del automovilismo. Sin embargo, esta película, lejos de lograrlo, solo consigue aburrir durante algo más de dos horas de melodrama que se alarga "ad eternum" y, eso sí, deja con la miel en los labios al contar bien entrada la película una historia que para muchos -al menos los no iniciados en el mundo del automovilismo profesional- es tan desconocida como fascinante y a la que, quizás, se podría haber dedicado más tiempo.
En 'Ferrari', los asuntos de negocios se mezclan con los problemas del corazón y el espectador asiste desde el principio a la doble vida sentimental de Enzo
La película Ferrari presenta a Enzo (a quien interpreta Adam Driver), un hombre casado con una mujer, Laura (Penélope Cruz) que, además, es socia fundadora de la marca de coches más importante de Italia, que se bate el cobre por conseguir liderar el mundo del motor y no dejar que otras marcas, como Maserati, le roben el trono. A diferencia de los demás, la casa Ferrari vende coches para poder competir, verdadera pasión y obsesión de este ingeniero y empresario, que se inició como piloto de carreras.
En la cinta de Michael Mann, los asuntos de negocios se mezclan con los problemas del corazón y el espectador asiste desde el principio a la doble vida sentimental de Enzo: por un lado, una tormentosa relación con su esposa y madre de su hijo fallecido (Alfredino) y, por otro, un idílico romance con una pareja a la que visita como si fuera su amante con la que comparte otro hijo, Piero, al que no ha dado su apellido.
Solo los coches y Penélope Cruz salvan a Ferrari
En este punto, Penélope Cruz resulta lo mejor de la película en el apartado interpretativo, porque da vida a una mujer que se mueve entre la templanza y la desesperación sin resultar demasiado dramática pero sí muy convincente. Este papel, que le valió una nominación a mejor actriz de reparto en los galardones que otorga el Sindicato de Actores (SAG Awards) y que la situó por tanto a las puertas de su quinta nominación a los Oscar, es el único reseñable.
En cambio, Adam Driver, ese actor que empieza acaparar demasiado espacio y que estará también en lo nuevo de Francis Ford Coppola (Megalópolis) y en la segunda parte de Heat de Michael Mann, lejos de descubrir al hombre detrás de la Scuderia Ferrari, e incluso a pesar de presenciar sus visitas diarias a la tumba de su primogénito, de mostrar algunas de sus contradicciones personales y de sus dilemas sentimentales, permanece impermeable a los ojos del espectador.
El aprobado raspado a Ferrari llega, sin embargo, con el sonido de los motores, el gran atractivo de la película y el momento más emocionante, en el que uno cree acercarse a Enzo Ferrari, cuando intuye que solo entonces se le eriza la piel. La Mille Miglia, una carrera con un circuito por carreteras abiertas al tráfico, tuvo en 1957 su última edición, tras acabar con trágicas consecuencias.
Con cinco coches Ferrari entre los alrededor de 250 participantes, por fin -y demasiado tarde- la película llega a su clímax, que no es otro que ese en el que uno percibe, precisamente, las fisuras en el hombre que amaba la máquina por encima de todas las cosas y que pudo hacer suya, por qué no, la famosa frase de Marinetti.
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