El cine y las series de televisión son un refugio en la vida cotidiana que tanto estresa, cansa y agobia. Necesitamos encontrar en la ficción una vida mejor, un lugar idílico en el que imaginar las mismas miserias de la rutina y vivirlas de una manera más placentera, menos agónica, más cuqui. Buscamos a veces ficciones que embellezcan nuestras vidas y las conviertan casi en anuncios de televisión, para poder pensar que con las mismas desgracias y la misma mala suerte, la realidad también puede ser bonita y aparecer en Instagram a pesar de todo. Sin embargo, da la impresión de que la ficción audiovisual española ha llegado demasiado lejos a la hora de hacer atractivas sus propuestas.
En este 2021, cuando la sociedad española aún no se ha recuperado de la Gran Recesión y en plena situación de incertidumbre económica provocada por la pandemia, es momento de decir basta y preguntarse: ¿Por qué los pisos de los jóvenes más precarios de las películas y las series no se parecen en absoluto a la realidad? Ni un poquito. Ni rastro de gotelé, puertas de vidrio, cerámica hortera en los baños, cenefas grecolatinas en las cocinas o muebles castellanos en los salones.
Es obvio que el objetivo de estas producciones es el entretenimiento y que el espectador tiene que aceptar ciertos códigos estéticos, pero no es raro leer comentarios en las redes sociales en los últimos tiempos de espectadores que observan indignados cierto recochineo en cuestión de metros cuadrados, ventanales y ascensores. ¿Qué está pasando?
Nadie se cabrea cuando observa a los compañeros de piso de Friends correr por su amplio salón en un apartamento de Nueva York, cuando una columnista semanal de The New York Star adicta a la moda y a las fiestas entra y sale de su piso en el sofisticado Upper East Side de Manhattan -Sexo en Nueva York-, o cuando una joven de provincias -la protagonista de Girls- vive con un trabajo no remunerado como becaria en un piso de la Gran Manzana, gracias al apoyo de sus padres. Todos lo aceptan y nadie pone el grito en el cielo, a pesar de las complejidades inmobiliarias de la ciudad de los rascacielos.
A este lado del Atlántico, en el sur de Europa y sus grandes ciudades, especialmente en Madrid y su centro neurálgico social y comercial, en el que las casas más asequibles para aquellos jóvenes con trabajos precarios o en paro se comparan con zulos, las cuestiones decorativas y del hogar sí pueden irritar un poco, y ese pacto entre la ficción y el espectador puede sufrir una fractura irremediable. ¿Qué ocurre cuando esa estética tan apabullante, esos espacios tan desmesurados y esas ubicaciones tan céntricas se ven en las producciones españolas?
Lo precario sirve solo en esta ficción generacional como anécdota, como apéndice, un detalle sin importancia que en absoluto interfiere en una vida llena de planes en algunas de las mejores azoteas de Madrid
Recientemente han aparecido en algunas plataformas algunos ejemplos flagrantes. El más obsceno, probablemente, es el de la serie Valeria, de Netflix, protagonizado por una veinteañera casada y residente en el barrio de Justicia de la capital, entre Chueca y Alonso Martínez. Su salón con grandes balcones, sus pasillos y su amplia cocina son tan inverosímiles en la vida de una pareja que no logra la estabilidad laboral -ella, un proyecto de escritora que no alcanza su sueño; él, un fotógrafo sin un trabajo fijo-, como lo es la casa de una de sus mejores amigas: una intérprete de francés que vive en un espacioso y moderno apartamento exterior a pocos metros de la Plaza de las Salesas de la capital.
Lo precario sirve en esta ficción generacional solo como anécdota, como apéndice, un detalle sin importancia que en absoluto interfiere en una vida llena de planes en algunas de las mejores azoteas de Madrid, donde habitualmente se reúnen sus protagonistas, que no conocen vida más allá de la M-30.
Otro de los ejemplos que tampoco coincide con la realidad que representa es Todo lo otro, la serie de HBO Max escrita, dirigida y protagonizada por Abril Zamora, que se estrenó hace apenas unas semanas. La actriz encarna a una dependienta de una tienda de ropa que comparte piso con su mejor amigo, un camarero en un restaurante de platos del día. Hasta aquí todo bien, si no fuera por el piso de dos dormitorios, amplio salón y cómoda cocina que comparten estos dos jóvenes precarios en una calle cercana al barrio de Malasaña.
Menos del 16% de los jóvenes españoles se emanciparon del hogar familiar durante 2020 (diez puntos menos que en 2007), a lo que se suma una tasa de paro juvenil del 30%
Si se tiene en cuenta que el porcentaje que los expertos recomiendan destinar a la vivienda no debería ser superior al 40% de los ingresos, y que el precio medio de pisos de características similares -incluso más pequeños- rara vez baja de los 1.300 euros mensuales, las cuentas no salen. Por no hablar de las pocas personas que consiguen independizarse. Según la última edición del Observatorio de Emancipación Juvenil, elaborado por el Consejo de la Juventud de España, menos del 16% de los jóvenes españoles se emanciparon del hogar familiar durante 2020 (diez puntos menos que en 2007), a lo que se suma una tasa de paro juvenil del 30%.
En el cine, otro ejemplo reciente que mosquea un poco es el del personaje de Penélope Cruz en la nueva película de Pedro Almodóvar, Madres paralelas, en la que interpreta a una fotógrafa freelance con trabajos esporádicos y madre soltera que vive en un espacioso piso con terraza y una decoración de revista en la Plaza de las Comendadoras de Madrid.
Pisos precarios para narrar
En el otro lado, destaca la película Chavalas, estrenada el pasado mes de septiembre, una cinta que trata de dignificar las raíces en la periferia urbana a través de una historia de amistad entre cuatro amigas de Cornellá. En ella, se muestran los interiores de las casas como son para la mayoría de los ciudadanos, con puertas feas, baldosas antiguas y espacios reducidos. "Era importante que se viera ese gotelé de las paredes y esas puertas noventeras. La casa también narra", señaló su directora, Carol Rodríguez, en una entrevista concedida a Vozpópuli con motivo de la llegada de la cinta a los cines.
Del mismo modo, Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen, también usa los hogares de los policías de su serie para contar algo más de sus vidas y sus familias, como en su día hicieron Fernando León de Aranoa en Barrio (1998) o mucho antes José Antonio Nieves Conde en Surcos (1951).
Lo importante en estas películas y series no es solo el concepto estético, en el que siempre puede haber espacio para la fantasía, especialmente cuando se trata de comedias o dramas ligeros destinados a ofrecer evasión, sino admitir que la precariedad y la búsqueda de oportunidades que irremediablemente tanto caracterizan las vidas de las generaciones más jóvenes jóvenes llevan aparejado siempre el maldito problema de la vivienda. Y eso, a estas alturas, no puede ser solo una anécdota, ni tampoco sacrificarse en favor de una imagen agradable.
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