Cultura

La filosofía en los colegios

El pasado 18 de noviembre se celebró el día mundial de la filosofía y a mí me habría gustado redactar un artículo sobre la necesidad de que ésta siga enseñándose

El pasado 18 de noviembre se celebró el día mundial de la filosofía y a mí me habría gustado redactar un artículo sobre la necesidad de que ésta siga enseñándose en los colegios. Sin embargo, como soy angustiosamente lento escribiendo, mi afán no pudo materializarse. Llegó el 18 de noviembre y yo, siempre irremediablemente distanciado de la actualidad, siempre inoportuno, publiqué un artículo sobre las herencias, o sobre el sufrimiento, o sobre la duda, a saber. El caso es que ahora, tras haber leído algunos de los alegatos de mis colegas más veloces, veo la ocasión de retomar el asunto y desclavarme la espinita, no tanto porque discrepe de ellos ―qué importante es la filosofía, sí, y qué inútil― como porque centran su atención donde no tienen que centrarla. El debate sobre la filosofía en las escuelas depende, pienso, de un debate más amplio ―el de la finalidad de la educación― y no podremos zanjar aquél si antes no nos hemos detenido en éste.

Antes de preguntarnos por la conveniencia de la filosofía, hemos de considerar el propósito de la educación. ¿Se trata, fundamentalmente, de moldear individuos capaces de desenvolverse en la hiperespecialización del mercado laboral? ¿O, más bien, de educar hombres que vivan en armonía consigo mismos y con su prójimo? ¿Los colegios deben formar carpinteros, empresarios, matemáticos, economistas, físicos, ingenieros? ¿O, antes que eso, deben forjar personas preparadas para sufrir y amar, para habitar el mundo y comprenderlo?

El hombre contemporáneo, rendido a la productividad y a la eficiencia y al consumo, es insensible a las propiedades benéficas de leer a Platón, San Agustín y Aristóteles

Hoy, cuando prospera un modelo educativo que tiene más que ver con la instrucción que con la enseñanza, uno que está asfixiantemente supeditado a los designios del mercado laboral, tiene sentido que se baraje la supresión de la filosofía, que es inconciliable con la instrucción y tan ineficiente, ay, como contemplar el aleteo de una mariposa, escuchar una sonata o besar a una mujer. Mientras el pedagogo diseña técnicas con las que incentivar el aprendizaje del alumno, el filósofo enuncia preguntas con las que estimular su asombro y avivar su inquietud. Allá donde el mercado laboral ve problemas que solucionar y recursos que explotar, la filosofía percibe misterios que comprender y realidades que amar.

Reconsiderar el sistema educativo

Alguien podría objetar, por supuesto, que el mercado laboral contemporáneo sí demanda filósofos, que los hechiceros de Silicon Valley necesitan expertos que resuelvan los dilemas morales vinculados a sus conjuros, y que ése es el verdadero motivo por el que la filosofía debería permanecer en los planes de estudio de los colegios. Hemos de proteger la filosofía precisamente porque es útil, dirá. Comprendo la tesis, pero no puedo compartirla. Nuestro objetor, que pretende defender la filosofía, sólo consigue condenarla: quienes afirman que debe enseñarse en los colegios porque responde a las exigencias del mercado laboral no dudarán en arrojarla a un desván cuando ya no lo haga, cuando los plutócratas hayan resuelto sus dilemas y el tiempo de producir haya reemplazado al de pensar. Ante semejantes afirmaciones sólo cabe responder que la filosofía es un bien en sí mismo y que, por tanto, si el mercado no necesita filósofos, ¡peor para el mercado!

Para que la filosofía permanezca en los colegios, nosotros debemos cambiar de estrategia. No se trata de persuadir al prójimo de su utilidad, primero porque no la tiene y segundo porque, si la tuviera ahora, dejaría de tenerla en algún momento. Tampoco, pienso, habríamos de malgastar nuestros esfuerzos enunciando las propiedades benéficas de leer a Platón y a san Agustín, a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino; el hombre contemporáneo, rendido a la productividad y a la eficiencia y al consumo, es insensible a cualquiera de ellas. Se trata, más bien, de reconsiderar el sistema educativo, de desligarlo de las exigencias del mercado laboral y religarlo, como propone Fabrice Hadjadj, a las de la naturaleza humana y el orden de la cultura:

"Partiendo de esa sabiduría (la de nuestra herencia como europeos) se puede transmitir un saber vivo: en él se saborea de nuevo a Virgilio y a Proust como algo que unifica la expectativa del corazón, se ama la física como algo que renueva el asombro, se conoce la historia como algo que nos inscribe en la aventura de nuestros padres, se hacen matemáticas puras como algo que testimonia la gratuidad generosa de la inteligencia".

Una vez reconsiderados el sistema educativo y su finalidad, todo lo demás advendrá por añadidura. Si concluimos que la educación no consiste en adiestrar a los alumnos y sí en iluminarlos, no en enseñarles una técnica y sí en descubrirles una vida, aceptaremos, claro, que la filosofía no sólo debe figurar en los planes de estudio, sino también ―lo lamento, pedagogos― vertebrarlos.

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