Gustave Flaubert (1821-1880) es uno de los autores fundamentales del XIX. Suya es una de las más grandes novelas que sobre el vacío se hayan acometido jamás. Comenzó a escribirla al regresar de su travesía por el Cairo, de la que da cuenta Fernando Peña en el libro ‘Flaubert y el viaje a Oriente’, recién publicado por Fórcola Ediciones. En ocasión del bicentenario del nacimiento del francés, el sello dirigido por Javier Jiménez edita este ensayo en el que Peña describe la ruta que llevó a Flaubert desde París a Egipto entre 1849 y 1951, un periplo que cambió por completo su concepción del mundo y la literatura.
Hasta entonces, Oriente suponía para Europa un mito, “la fuente de todos los sueños, un lugar plagado de pirámides, camellos, odaliscas y ruinas que el joven novelista ansiaba conocer”, describe Peña. Acaso por su naturaleza ensimismada y una salud lastrada por las crisis epilépticas, a sus 28 años Flaubert apenas conocía los Pirineos o Córcega. Pero este viaje será para él completamente distinto. Flaubert, enfrascado entonces en la escritura de ‘La tentación de San Antonio’, partirá en compañía de su amigo Maxime du Camp, el escritor y fotógrafo con el que había recorrido a pie la Bretaña profunda.
Si aquel fue, como dicen, el último viaje romántico del siglo XIX, cuando la aventura estaba reservada a muy pocos y se viajaba como creador y no como turista, Flaubert volvió con las alforjas repletas de historias. La mayor prueba es que apenas al regresar a Francia, en 1851, comenzó a escribir 'Madame Bovary', aquel drama local protagonizado por esa joven de provincias, encarnación perfecta de la insatisfacción que todo lo arrasa y que el tiempo convirtió en un clásico literario. Muchos de los asombros y sentimientos de su heroína se forjaron en el éxtasis hacia Oriente.
La compulsión y aparente frivolidad de Emma Bovary nos anticipa y explica, no tanto por el hecho en sí de desear, sino por lo que ese deseo hace con todo cuanto consigue a su paso. Ese viaje, entendido como viaje de artistas, abrió ese surco en la sensibilidad de Flaubert y cobró forma en la trama de novelas como 'Salambó', publicada en 1862, casi una década después del viaje iniciático hasta Egipto. Un episodio adicional marcó la experiencia: en la travesía hacia Oriente, Du Camp hará las primeras imágenes fotográficas de los restos arqueológicos egipcios y que servirían de punto de partida para las expediciones y estudios de los investigadores.
El viaje escribe, enseña a mirar
Aquel Grand Tour hacia Egipto que preparaban desde hacía dos años Flaubert y Du Camp incluía una travesía por el Nilo, Tierra Santa, Constantinopla, la Grecia clásica e Italia. Fue un viaje de casi 24 meses –entre octubre de 1849 y junio de 1851–, un periplo extraordinario, no sólo porque se realizó en la fase crepuscular del viaje romántico que precede al turismo moderno, sino porque ninguno de sus expedicionarios, ni Du Camp ni Flaubert, y sobre todo Flaubert, regresaron siendo los mismos. Cada uno lleva la marca de la experiencia oriental.
Salieron de París el 29 de octubre de 1849 y, tras haberse detenido tres días en Marsella, llegaron a Alejandría el 15 de noviembre. El itinerario por tierras egipcias incluyó una semana en el delta del Nilo y llegada a El Cairo en barco; la visita de la ciudad durante unos diez días, así como la excursión a las pirámides, en cuyo entorno permanecen tenían previsto acampar dos días y regresar luego a El Cairo para festejar el cumpleaños de Flaubert, pero las fuertes lluvias los obligarán a permanecer más tiempo. El afán de conocimiento de Flaubert lo llevó a investigar no sólo el cristianismo de los armenios y los griegos, sino del propio islam.
El encuentro con el mar Rojo supuso otro punto de inflexión. “Ese mar era el escenario de muchas de las lecturas románticas y las escenas soñadas por Flaubert. Además, abandonado provisionalmente el Nilo, la excursión ofrecía la posibilidad de experimentar el auténtico desierto”, detalla Fernando Peña en un texto repleto de detalles extraídos de la intensa correspondencia que Flaubert mantuvo con su familia y que tomaría forma final en ‘Cartas del Viaje a Oriente’ . Marcados por la sensibilidad romántica, Du Camp y Flaubert experimentaron en aquel viaje un éxtasis continuo ante aquello que conseguían a su paso: esclavos, camellos, almeas cubiertas de oro, el olor a jazmín, el sol, paisajes de los más diversos colores, caravanas, siestas a la intemperie, sencillos poblados, árabes con velos… y un sinfín de experiencias vitales y estéticas.
Atlas humano
Beirut, Tiro, San Juan de Accre, Jerusalén, Damasco, Rodas, Esmirna, Constantinopla... La estancia en la ciudad turca se prolonga casi un mes, y llegan a Atenas el 18 de diciembre. Visitan los lugares míticos —Eleusis, Maratón, Delfos, etc.— hasta el 10 de febrero de 1851, fecha en que emprende el regreso a Italia. El largo viaje a Oriente encierra otros misterios y descubrimientos. Es ahí donde conoce a Kuchiuk Hanem, una bailarina egipcia, cuya voluptuosidad inspiró a Flaubert para el retrato de la protagonista de Salambó.
Fernando Peña describe la brevísima aventura de Flaubert con Louise Colet, una relación que refleja el temperamento arrebatado, entre misántropo, libérrimo y moderno de un sujeto como Flaubert, quien en las excursiones por el mar Jónico o las ruinas de Jerusalem agudizó aún más su capacidad de observación de los tipos humanos que nutrieron su creación literaria. En las cartas citadas por el autor es posible percibir cómo, sin haber emprendido aún la vuelta, Flaubert ya añora aquello que ve. Su madre, sin embargo, insiste en el regreso.
De momento, el escritor que Flaubert aloja en su interior y que está en trance de emerger por completo, se expresa claramente en esta carta a su amigo Bouilhet: “Literariamente hablando, no sé dónde me encuentro. Algunas veces me siento anonadado (la palabra es débil); otras veces al estilo límbico (en estado de limbo y con fluido imponderable) pasa y circula por mí con calores embriagadores. Luego decae. Medito muy poco, sueño despierto en alguna ocasión . Mi género de observación es sobre todo moral. Nunca le hubiera sospechado ese aspecto al viaje. En él, el lado psicológico, humano, cómico es abundante”.
La experiencia, minuciosamente documentada en sus cuadernos de viaje y en las cartas que envían su entorno, será el detonante de una vocación y una carrera literaria. Aquella predisposición natural al detalle y la observación que ya lo distinguían desde muy joven, se pulirá en el trasiego a Egipto, frotándose contra la belleza de los paisajes, la aspereza del pelaje de los camellos o el sol dorado que sacó brillo al genio de Flaubert hasta convertirlo en una fina daga.
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