Mucho ruido y nulas nueces. Así podríamos resumir la trayectoria de la sucursal española del movimiento Me Too. Hace unos días, Carlos Vermut anunciaba su demanda a El País por acusarle falsamente de agresión sexual. Un año después de que media docena de mujeres aireasen experiencias que consideraban abusivas, ninguna de ellas le había denunciado ante los tribunales. Una cosa es contar tu versión ante un periodista ávido de detalles morbosos y otra convencer a un juez de que un ser humano merece ser castigado. Muchos nos hacemos ahora la misma pregunta: ¿ha conseguido algo el movimiento Me Too en España?
Cuesta responder de manera afirmativa, más allá de hacer pasar unos malos ratos, semanas o meses a un puñado de hombres que estas feministas consideran rechazables. La estrella española del espectáculo que peor lo ha pasado con todo esto fue sin duda Plácido Domingo, que perdió muchos contratos por las acusaciones de conductas inadecuadas por compañeras de trabajo. No se vio obligado a presentarse ante ningún juzgado, pero afectó de manera notable a su reputación profesional. Lo curioso es que las feministas españolas no tuvieron nada que ver con este linchamiento: fue un informe del Sindicato de Músicos de Ópera de Estados Unidos (AGMA) el que concluyó que había incurrido en conductas que podían definirse como "acoso sexual", tras lo que el tenor pidió disculpas en febrero de 2020. Después de tres décadas residiendo en Nueva York, decidió mudarse a Madrid en noviembre de 2023 para huir de las presiones del movimiento Me Too de Estados Unidos, lo cual nos da una idea de las diferencias de eficacia entre ambos países.
En realidad, tiene todo el sentido que algo como el Me Too funcione mejor en una sociedad puritana (donde se mezclan lo público y lo privado) que en otra culturalmente católica (nosotros ponemos el perdón en el centro). Desde siempre se ha acusado al Me Too español de una cierta mezquindad, en el sentido de no atreverse a destapar casos de hombres con verdadera influencia y poder real en la esfera de la cultura. Hasta hace poco, todo eran escaramuzas tuiteras, donde un grupo de chicas scontaban intimidades señalando a personajes públicos. Se trata casi siempre de linchamientos digitales que no prueban nada, pero deterioran reputaciones, como bien saben el cómico Antonio Castelo y el rockero Mikel Izal, ninguno de los cuales fue juzgado.
Acusaciones salvajes
La rama estadounidense arrancó arremetiendo contra alguien realmente poderoso: el productor de cine Harvey Weinstein. Aquí los señalados siempre han sido casi siempre personas de bajo nivel económico: Carlos Vermut tuvo que recurrir a hacer fotos de bodas tras el artículo de El País. Se esperaba que su caso fuese el que abriera la veda, y que a estas alturas hubiera una cascada de acusados, pero la única secuela fueron las denuncias de acoso homosexual por parte del poco conocido productor Javier Pérez Santana, destapadas en la última edición de los premios Feroz.
En realidad, tanto para víctimas como para feministas inquisidoras, es mucho más cómodo un juicio paralelo que uno real, que alegan no sentirse protegidas por una justicia patriarcal. "Si la presunción de inocencia aleja a las víctimas de denunciar, hay un problema de educación jurídica en la sociedad. Si eso ocurre, quienes deberían encargarse de educar jurídicamente a la sociedad no lo están haciendo bien. Hay una absoluta compatibilidad entre la presunción de inocencia y la posibilidad de que una víctima sea creída”, aseguró en Vogue la abogada Ana Cal Estrela, experta en derecho penal.
El nivel de irresponsabilidad alcanzado por el feminismo español en el caso Vermut merece disculpas públicas y una reflexión colectiva
El mejor artículo sobre el caso Carlos Vermut lo ha escrito una mujer: la novelista y ensayista Lucía Etxebarría. Se trata de un texto largo y a ratos complejo, con términos técnicos porque ella es psicóloga, además de expracticante de las relaciones "perversas" que Vermut mantuvo con las amantes que le acusan. Las conclusiones centrales de Etxebarría son tres: El País exageró la posición de poder de Vermut, que tras las denuncias tuvo que volver a casa de su madre y trabajar muy por debajo de su reputación. Dos: las denunciantes presentan testimonios cuestionables, tanto por la distancia en el tiempo como por la simplificación del deseo. "Muchas mujeres entran en una espiral de relaciones sexuales consentidas e incluso deseadas de las que más tarde se arrepienten. El camino que les ha llevado hasta allí es tortuoso y complejo. Muchas veces viene de patrones relacionales creados en la infancia y reforzados por el zeitgeist, que a través del porno y de cierta cultura de consumo de masas —cuyo máximo exponente sería la saga Cincuenta sombras de Grey— preconiza que es excitante que alguien te domine", destaca.
En tercer lugar, Etxebarría señala algo crucial: en su sección de relaciones sentimentales y sexo, El País explica las practicas sadomasoquistas de una forma más parecida al enfoque de Vermut que al de las denunciantes, ya que las describe como relaciones tortuosas donde en muchos casos no se tiene claro qué disfrutas y qué no hasta que lo practicas varias veces. Por eso concluye que El País estaría incurriendo en una clara hipocresía.
Hace nueve meses, muchos opinaban que el caso de Vermut sería solo el comienzo. Basta leer un salvaje artículo de Cristina Fallarás en Público, titulado "Tengo una lista de violadores cuyos nombres conoces", ilustrado con una foto de Vermut. Fallarás suelta una retahíla de acusaciones sin pruebas, dirigidas a hombres que no identifica: "Sé de dos escritores famosos y con buenas ventas que han violado a una periodista y a una lectora, respectivamente; sé de un escritor, guionista y/o charlatán que violó dos veces a la misma escritora mientras ella lloraba y gritaba; sé de otro escritor que mostraba en los festivales fotos de menores desnudas y rasuradas, presumiendo de que tenían 15 años..." Y así seguía durante al menos una docena de casos. Desde entonces, no ha denunciado a nadie. ¿Es legal saber todo esto sobre violadores y pederastas que andan sueltos y no ponerlo al menos en conocimiento de la policía? El nivel de irresponsabilidad alcanzado por el feminismo español en el caso Vermut merece disculpas públicas y una reflexión colectiva en los medios de comunicación progresistas.
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