Hace unas semanas me invitaron a participar en una tertulia televisiva sobre las generaciones jóvenes y sus problemas; a mí, que carezco de perspectiva por estar entre ellas. Tras algunas horas de cavilación, me avine a participar y terminé defendiendo una tesis que, bueno, levantó una polvorienta polémica: el gran mal de las generaciones jóvenes es una cierta dificultad para sobrellevar el sufrimiento, dificultad que no cabe tanto imputarles a ellos, a los paladines, como a un ambiente de conectividad (virtual) y de aislamiento (real). Acaso indignada por la crudeza de mi afirmación, una de mis interlocutoras me respondió que qué es eso de "sobrellevar", que, si el sufrimiento es malo, lo que hay que hacer es combatirlo hasta erradicarlo. La presunta debilidad de las generaciones jóvenes sería, debidamente concebida, una fortaleza.
Entiendo, por supuesto, el punto de vista de la contertulia. ¿Cómo hablar de "sobrellevar" cuando lo suyo es combatir? ¿No debería parecernos incluso cínico? En realidad, no. Yo no dudo —y sospecho que muy pocos lo hacen— que hayamos de luchar contra los sufrimientos derivados de las injusticias sociales más flagrantes, cómo hacerlo, pero añado acto seguido que hay un sufrimiento que es estructural, uno ante el que todos nuestros esfuerzos se revelan inútiles. Por prodigiosas que sean las técnicas de nuestros pedagogos, seguirá habiendo hombres que elijan el mal antes que el bien y desaten con su elección una riada de dolor; por perfecto que sea nuestro régimen político, nunca estará vacunado contra la posibilidad de un gobernante que lo eche a perder con su vileza; por muy desarrollado que esté nuestro sistema sanitario, ahí permanecerá la muerte, preparada para frustrar expectativas y devastar esperanzas por doquier. Ese sufrimiento inextirpable, ése que esboza una sonrisa macabra cuando nos afanamos contra él, debe ser concebido menos como un problema que solucionar, porque no se puede, que como un misterio que acoger, porque se comprende, sí, pero no del todo.
La pregunta, constatada la inexorabilidad de este sufrimiento, es cómo o por qué no entregarnos a la desesperanza. Si nuestras rebeliones contra el dolor resultan vanas, si el mal y la muerte tienen la última palabra, ¿a santo de qué seguir sonriendo? A la certeza de un sufrimiento que no se puede sortear debería seguirle, casi espontáneamente, el hundimiento en un desánimo que tampoco. Hagamos lo que hagamos, incluso cuando el progreso tecnológico les haya brindado a los hechiceros del transhumanismo la posibilidad de fabricar su superhombre, el sufrimiento seguirá ahí, negándonos la felicidad anhelada y desgarrando nuestras entrañas. Resuena, pues, el eco de la pregunta en nuestras cabezas: ¿a santo de qué seguir sonriendo?
El dolor de los demás
Nuestra respuesta será esperanzadora si, además de como inconveniente, consideramos el sufrimiento como condición. Que haya un desorden que siempre sobrevive a nuestros proyectos de orden nos recuerda una verdad cuyo olvido desemboca necesariamente en el desastre: la de que nuestra precariedad no es sólo individual, sino también colectiva. Todos los intentos de ajardinar un edén en la tierra, uno en el que no quepan ni el sufrimiento ni el dolor, han resultado en un infierno que chapotea en ambos. Acaso paradójicamente, el reconocimiento de un mal estructural, de un mal ante el que nuestras fuerzas palidecen, nos ahorra las utopías y todos los sufrimientos derivados de ellas. Quizá se trate de aceptar que vamos a sufrir para, oye, bueno, tampoco sufrir de más.
No es sólo que el dolor no esté reñido con la alegría, sino que, en un inesperado quiebro, es algo así como su condición de posibilidad.
Pero no sólo. Además de como un salvífico síntoma de nuestra miseria, el sufrimiento debe aparecérsenos como un estímulo de nuestra alegría. Así como quien vive en una ciudad lluviosa tenderá a bendecir esos días en que no haya en el cielo ni una nube que eclipse el esplendor del sol, quien ha sufrido, si no se deja atrapar por su sufrimiento, tenderá a celebrar más y mejor que el que no los pequeños prodigios de la vida. No es sólo que el dolor no esté reñido con la alegría, sino que, en un inesperado quiebro, es algo así como su condición de posibilidad. El que ha sufrido contempla las cosas buenas en su contingencia, como si pendieran de un hilo, como si estuviesen en vías de destrucción, como si pudieran negársele en cualquier instante y, concibiéndolas así, goza de ellas como el que más. Quizá Job sólo fuese verdaderamente consciente de lo que tenía cuando, ay, empezó a perderlo.
Por último, el sufrimiento crea "humanidad"; nos permite reconocer en nuestro vecino, que sufre, a un semejante nuestro, que también sufrimos. El dolor ajeno nos conmueve y, tras conmovernos, exige nuestra réplica. He ahí la paradoja que subyace tras el sufrimiento: cuanto más hondo es el abismo en el que el prójimo vaga extraviado, mayor es nuestra inclinación a salvarlo y nuestro deber de hacerlo. Donde abunda el dolor, debe sobreabundar la caridad. "La oscuridad humana no es solamente una privación de luz, sino también la posibilidad de participar en la obra de la luz", dice Fabrice Hadjadj. Yo, que empezaba a escribir este artículo convencido de la solidez de mi postura, lo termino convencido de su fragilidad. A riesgo de que me acusen de optimista, concluyo, contradiciéndome, que el sufrimiento no es una carga que debamos sobrellevar con resignación, sino una oportunidad pintiparada para que la belleza y el bien resplandezcan con un fulgor más intenso que de costumbre.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación