Si cualquier ciudadano español siente la tentación de imaginar la segunda república y la posterior guerra civil como un periodo idílico de conquista épica de libertades en el que, como si fuera un western de sobremesa, los buenos tienen siempre un comportamiento intachable y los malos reinciden en su maldad de manera recalcitrante, no tiene más que abrir alguno de los cientos de testimonios directos del conflicto para darse cuenta de que las pasiones y contradicciones del ser humano permanecen intactas al margen de las ideologías. Tanto a derecha como a izquierda, los textos resultan demoledores porque nos sitúan en un tiempo en el que, como escribió el comandante comunista Manuel Tagüeña en su libro Testimonio de dos guerras (Planeta, 1978), la parte politizada del pueblo español asumió que para que su idea triunfara (y con ella el bienestar general) unos cuantos tenían que desaparecer.
Esa fue la verdadera tragedia, que lo que para unos era un golpe legítimo y para otros la ansiada revolución, implicaba en ambos casos sumergirse en una orgía de sangre, mientras que para la mayoría silenciosa era un “sálvese quien pueda”. Por eso estremecen las historias de personas anónimas que poniendo en riesgo su seguridad ayudaron al prójimo, muchas veces sin importar la política o las creencias religiosas. Conviene recordar esto en un momento en el que la masa enfurecida que gobierna las redes sociales desde la comodidad de su ordenador personal se permite el lujo de juzgar una época que, afortunadamente, jamás llegarán a comprender. Mi abuelo, por ejemplo, nunca hablaba de la guerra civil con nadie que no hubiera estado allí, y cuando alguno de sus hijos le preguntaba insistentemente, el hombre lloraba porque era incapaz de explicarlo.
Literatura y Guerra Civil
De ahí que sean especialmente importantes los testimonios de las personas que, superando los lógicos sentimientos de pudor, vergüenza o tristeza, dejaron constancia de aquello que vieron y sintieron durante aquellos años fatídicos que marcaron nuestra historia. Desde la imprescindible trilogía de Arturo Barea La forja de un rebelde hasta Madrid de corte a checa de Agustín de Foxá, pasando por Homenaje a Cataluña de George Orwell o la serie de novelas El laberinto mágico, de Max Aub, por citar solo algunos de los más famosos, tienen el valor de ofrecernos a las siguientes generaciones una ventana propia desde la que contemplar la magnitud del desastre.
O terror vermelho, su título original, se convirtió en uno de esos libros inencontrables en las librerías de viejo
En este contexto se tiene que entender el lanzamiento, por primera vez en castellano, de la autobiografía de Wenceslao Fernández Florez El terror rojo (Ediciones 98, 2021) donde relata el calvario que vivió en el Madrid revolucionario escondido en diversos puntos de la ciudad bajo amenaza de muerte. Publicado en 1938 en Lisboa y en portugués, O terror vermelho, su título original, se convirtió en uno de esos libros inencontrables en las librerías de viejo hasta que ahora Ediciones 98 lo ha reeditado junto a las dos novelas que escribió sobre la guerra civil: Una isla en el mar rojo y Novela 13.
Sin embargo, lo interesante de El terror rojo es que por primera y última vez, Fernández Florez se sitúa en el centro de la narración, sin personajes interpuestos, y que desoyendo el consejo de un famoso intelectual español exiliado en ParÍs (según el editor Jesús Blázquez se podría tratar de Gregorio Marañón) que le pedía distancia antes de escribir sus vivencias, decide hacer justo lo contrario. La explicación la ofrece él mismo: “era entonces cuando yo tenía motivo, y no lo tendría tan presente si dejaba pasar los años precisos para que se atenuase, para que los muertos ya sean polvo y sobre mis sufrimientos de entonces se sobrepongan otros, o, antes, la simple comodidad de la vida presente, gran limadora de aristas, los vaya rodeando de indiferencia”.
El gran público conoce a Wenceslao Fernández Florez por la deliciosa fábula El bosque animado (1943) que anticipa el realismo mágico, llevada al cine por José Luis Cuerda y con guión magistral de Rafael Azcona. Pero eso sucedió después de la guerra civil y para comprender bien El terror rojo es necesario conocer quién era antes de la contienda.
Dandy, librepensador, independiente
Poseedor de una inconfundible nariz aguileña, Wenceslao Fernández Florez (La Coruña, 1885-Madrid, 1964) fue, según el consenso general, el articulista más importante del diario ABC después de Azorín. A sus famosas crónicas parlamentarias bajo el título genérico de Acotaciones de un oyente, se unen numerosos artículos futbolÍsticos, donde tuvo la fortuna de inventar el elegante término de “vicegol” para nombrar a las ocasiones falladas por la mínima, y unos textos de parodia sobre tauromaquia que podría firmar cualquier animalista.
Paralelamente, desarrolló una prolífica carrera literaria con novelas como Volvoreta (1917), premio Círculo de Bellas Artes, sobre las relaciones de un señorito y una criada en la Galicia rural, El hombre que se quiso matar (1929), adaptada al cine por Rafael Gil en 1942 con Antonio Casal de protagonista, y Las siete columnas, Premio Nacional de Literatura de 1927, un texto satírico sobre cómo los siete pecados capitales de cristianismo son, en el fondo, los siete pilares sobre los que se sostiene la civilización.
Esto nos ayuda a entender que Wenceslao Fernández Florez era, en julio de 1936, uno de los periodistas más famosos del ala conservadora, condecorado por la república durante el mandato de Lerroux, habitual en las discusiones políticas de los periódicos, con artículos tan incendiarios como aquel en el que acusaba a Falange de “franciscana” por su supuesta tibieza frente a los desmanes marxistas. Fernández Florez nunca fue un conservador al uso y no escatimaba críticas a los poderes fácticos de la Iglesia, los militares o la justicia. Al respecto de sus ideas políticas resulta llamativo el juicio de valor del nada sospechoso de furibundo izquierdismo, Andrés Trapiello, que en su canónico Las armas y las letras (Destino, 2010) afirma que “viendo únicamente cómo trataban al servicio en sus novelas se justifican todas las revoluciones en la realidad”.
La matanza del diario ABC
Se calcula que noventa personas fueron asesinadas en la empresa del ABC madrileño durante el proceso de incautación de la prensa conservadora por parte del gobierno republicano con un decreto del 20 de julio del 36. No sólo cayeron algunas de las firmas más destacadas como Víctor Pradera, Honorio Maura, Álvaro Alcalá Galiano, Federico Santander, Manolo Bueno y el subdirector Rodríguez Santamaría, también fueron fusilados decenas de trabajadores de las imprentas y la administración.
Estas circunstancias convierten a Wenceslao Fernández Florez en un objetivo prioritario desde el inicio de la guerra civil, que siente cómo la tierra se va moviendo bajo sus pies. Primero, le incautan el coche, después tiene que quemar todo su archivo para borrar cualquier carta comprometedora, y por último, abandona su casa ante el peligro real de que vengan a darle “el paseo”. Lógicamente, su descripción del Madrid revolucionario adquiere un tono a medio camino entre El infierno de Dante y las películas de gángsteres: “A la puerta del bar Chicote se agolpaban aún más que antes, los automóviles. El revolucionario que había sorbido allí su aperitivo -pagado por el sistema UHP- salía con su 'compañera' -algo deslumbrada por las sugestiones del vermouth con ginebra-, tomaba el volante de Packard o de un Chrysler y arrancaba, entre bostezos y bocanadas del cigarrillo de tabaco rubio, con más aire, más insolencia y mayor voluptuosidad que un 'señorito' de los de antes”.
Tras la temprana decisión del gobierno republicano de disolver el ejército, para otorgar el poder militar a las distintas facciones políticas y sindicatos mayoritarios (según la consigna de darle armas al pueblo) la legalidad quedó fragmentada en distintos grupos de pistoleros que, en ocasiones, nada tenían que ver con la política. Esto multiplicaba las posibilidades de ser detenido y llevado a una checa. Al principio, Fernández Florez se fue refugiando en distintas casas de amigos y aprendió que el terror llegaba de tres formas concretas: el automóvil que se paraba enfrente de casa, el ascensor que subía y la campanilla de la puerta.
En unas de esas casas entraron unos milicianos y el escritor sintió que ahí acaba su huida: “Muchas veces, en las meditaciones de mi soledad, había procurado imaginar cuál sería mi reacción en el caso, perfectamente probable, de que llegasen a prenderme, y confieso que temblaba de miedo, no ya por la muerte sino por las humillaciones y crueldades que la antecedían. (…) Digo esto con una claridad que me libera de presumir, a posteriori, de valentía. Puedo afirmar que, cuando me vi perdido, no sé de dónde, nació, invadiéndome, una extraña serenidad, un completo dominio de mi mismo, casi puedo decir, una tranquila indiferencia”. Gracias a este peculiar estado de ánimo y a un documento que un miliciano admirador de sus libros le había facilitado al principio de la guerra civil consiguió salvar la situación.
Un ministro de Gobernación tuvo que interceder para que el escritor pudieses salir de España, luego este declaró en su favor en un juicio pero no pudo salvarlo del pelotón de fusilamiento
Llegó un momento en el que las casas de amigos no eran seguras y el único recurso posible era refugiarse en alguna embajada. Fruto de sus viajes por Holanda había hecho buenos contactos allí, y consiguió que lo admitieran en el palacete que tenían alquilado en la Castellana. Bajo la protección de este país, se trasladó a Valencia en marzo del 1937 junto a otros refugiados para ser embarcado rumbo a Francia. Sin embargo, una vez llegado al puerto, el gobierno denegó su permiso de salida. Se produjo ahí un tenso conflicto entre el gobierno holandés y el republicano, en el que, al parecer, el entonces ministro de Gobernación Julián Zuzagoitia intercedió para que finalmente pudiera salir de España. Una cortesía que Wenceslao Fernández Florez tuvo la oportunidad de corresponder declarando a su favor en el juicio al propio Zuzagoitia en la posguerra, aunque no pudo salvarlo del pelotón de fusilamiento.
En la actualidad, se puede visitar la casa de Fernández Florez, Villa Florentina, situada en la fraga de Cecerbe en La Coruña, que es el lugar donde se inspiró para escribir El bosque animado, un lugar mítico repleto de árboles, musgos, ríos y animales fantásticos. Como si el escritor, después de haberse enfrentado, como tantos otros españoles, a la peor cara de la humanidad, buscara consuelo en la naturaleza. Después de leer El terror rojo cobra aún más sentido el párrafo final de su famosa novela: “vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres (…) con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".
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