Durante los meses de octubre y noviembre se repone en Madrid (Teatro Enrique San Francisco) una fantástica obra que representa algunos de los principales sucesos de la vida de la pensadora alemana: Hannah Arendt en tiempos de oscuridad (Teatro urgente), con las vibrantes y muy sugerentes actuaciones de Felipe Ansola, Tábata Cerezo, Rodrigo Martínez-Frau y Karina Garantivá. El escenario se convierte en un lugar para la reflexión y no sólo para la exposición. El escenario como un lugar vivo. Como una polis bullente y enriquecedora en la que se hace pensar al público y se le hace partícipe de las decisiones de los distintos personajes.
La propuesta es muy valiente y contiene implicaciones sociales muy sugestivas: el teatro, como una pequeña sociedad, queda transmutado en un experimento arendtiano en el que, a la contra del silente totalitarismo tecnocrático que vivimos, invita a los espectadores a reflexionar activamente sobre categorías como el poder, la comunidad, la nación, el amor, la historia, el mal o la emigración mientras se asiste al encuentro de Hannah Arendt con Martin Heidegger, a la huida de aquella funesta Alemania nazi o al juicio de Adolf Eichmann.
Los apasionados metadiscursos de los cuatro actores ayudan a situar al espectador en la tesitura de cada uno de aquellos avatares. Importa más el cómo que el qué; más el proceso que el resultado. La obra, al fin y al cabo, es una oportunidad única para ponerse en la piel de una Hannah Arendt (1906-1975) que se jugó todo por afrontar la destrucción de la individualidad y la desaparición de nuestra autonomía como seres pensantes bajo el signo de la dominación.
Pensar sin barandilla
En un contexto en el que parece prevalecer la libertad en todas sus formas, quizá haya quien se escandalice al leer que transitamos una época dominada por el totalitarismo. A diferencia del ruido propio de los totalitarismos que se sucedieron durante el primer tercio del siglo XX, las actuales configuraciones totalitarias son estremececedoramente silenciosas: consumen nuestra vida, nuestras energías y nuestro tiempo bajo el callado y perverso signo del like, de los reels o del incesante e inacabable scrolling.
Este silencioso vagar zombi es propio de la experiencia totalitaria y nos sume en la incapacidad de crear comunidad
Es lo que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha denominado “sujeto del rendimiento”: vivimos y nos tratamos como empresas u objetos que hay que rentabilizar y que pueden -y deben- ser desechados cuando ya no garantizan el consumo, la productividad o la empleabilidad. En última instancia, el sujeto del rendimiento se convertiría en un sujeto pornográfico o de la pura exposición: el individuo es en tanto que (se) expone, en tanto que sirve al sistema como un elemento más de reproductibilidad de lo mismo con apariencia de distinción. Piezas intercambiables que, bajo un barniz lúdico, se afanan por dar con su reducto de influencia y ceban un pérfido mecanismo en el que la libertad se ha transfigurado en la mejor vía para dejar de ser libres.
Y todo ello en estricta soledad. La paulatina tecnologización de nuestra existencia se ha traducido en una ya muy asentada atomización de los sujetos. Más relación con la tecnología, menos contactos directos, mayor alienación. Cuando el individuo se retira a los dominios de su dispositivo móvil piensa estar creando un universo de significación individual que alberga validez universal. La polis ha pasado del ágora al ánima: la ciudad soy yo.
Frente a este silencioso vagar zombi, tan propio de la experiencia totalitaria y que nos sume en la incapacidad de asociarnos y crear comunidad, se levantó la voz de la plurifacética Arendt, quien desde muy joven se propuso una tarea que más tarde dejó perfilada en una de sus obras cumbre, La condición humana (1958): “nada más que pensar en lo que hacemos”, o, en otra de sus expresiones, que empleó tanto en inglés como en alemán: “pensar sin barandilla” (thinking without a bannister o denken ohne Geländer).
Inmediatez totalitaria
Se trata de un pensar que no se arredra ante nuestra constitituva fragilidad y que se propone enfrentar los condicionamientos e impedimentos políticos y sociales de la propia circunstancia. El proceder arendtiano quiere dotarnos de elementos intelectuales suficientes que nos impidan actuar por inercia, como autómatas que delegan su responsabilidad ética y cívica. Una de las notas fundamentales que Hannah Arendt adscribió al totalitarismo es la de romper con todas nuestras tradiciones: no hay pasado ni futuro, sólo un presente igual a cada momento; la dominación, pues, tiene que ver con impedir que se desarrollen los instrumentos necesarios para llevar a cabo la comprensión de eso que sucede aquí y ahora. En el totalitarismo sólo existe la inmediatez: de la ley, de los matches, de las stories.
Los campos de concentración son los laboratorios donde se ensayan los cambios en la naturaleza humana", explica Arendt
Comprender significa para Arendt llevar a cabo lo más propio de lo humano. Primero, porque la comprensión nos dota de un sentido que siempre buscamos, siempre en construcción, y después y sobre todo porque ese sentido, para forjarse y constituirse, precisa de un pensar autónomo -si es que se quiere que sea sentido y no dogma, ideología o imposición-. Así lo expresó Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951): comprender “significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros -y no negar su existencia ni someterse mansamente a su peso. La comprensión es un enfrentamiento atento y resistente con la realidad, cualquier que sea o pudiera haber sido ésta”.
“Atento y resistente”. El pensar nace de la experiencia de los acontecimientos de nuestra vida, a juicio de Arendt, y debe quedar vinculado con ellos como sus únicos referentes. El pensar es vacuo y estéril cuando no se enfrenta a la posibilidad de la acción. El totalitarismo, como experiencia social, se traduce en la imposibilidad de la palabra compartida, en la pérdida de lo político. La dominación totalitaria, como sucede veladamente en nuestros días, nos despoja de nuestra característica más humana, la comunitaria, y nos niega la capacidad para juzgar (y actuar en consecuencia) bajo el sometimiento a una idea única. Es la lógica de lo único, de lo idéntico, de lo permanentemente sustituible.
Si para Arendt “los campos de concentración son los laboratorios donde se ensayan los cambios en la naturaleza humana”, la sociedad contemporánea se ha transformado en el espacio donde se desarrolla la irresistible lógica de lo igual, una dinámica que no deja cabida para el pensamiento autónomo y eficaz que tiene el valor de rebelarse. El totalitarismo de nuestro presente ha descentralizado el poder y lo ha delegado en cada sujeto, que, en su atomización, se ve incapaz de superar su burbuja de libre sujeción: el individuo se ha hecho superfluo porque es incapaz de cambiar los hechos: “El aislamiento es ese callejón sin salida al que son empujados los hombres cuando es destruida la esfera política de sus vidas, donde actúan justamente en la prosecución de un interés común”, leemos en Los orígenes del totalitarismo.
Palabra y teatro, pensamiento y acción, discurso y compromiso: formas de existir que recogen nuestra inquietud por el mundo y nos exponen a pensarlo en calidad de agentes activos, y no de meros cuerpos sufrientes, lejos de las condiciones a las que quedamos supeditados bajo la vorágine contemporánea del animal laborans, del “sujeto del rendimiento” solo y desarraigado que únicamente tiene tiempo para “ganarse la vida”. Como individuos “laborantes” y mecanizados somos perfectamente reemplazables; con el pensamiento y el desarrollo de la propia autonomía, como dejó escrito Hannah Arendt, comienza la auténtica historia humana. La historia de la palabra pensada y compartida para hacer frente al dominio de lo superfluo.
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