Cultura

El heavy vive, la lucha sigue

Los macrocociertos de Rammstein, Mötley Crüe y Guns N’ Roses llenan estadios a pesar de la marginación mediática

Hay varias teorías, pero cuenta la leyenda que esto del heavy nace de una amputación dactilar. Dos dedos a los que una prensa hidráulica recortó los flequillos, dejando machacadas las partes que van desde la última falange al precipicio de la punta. Tony Iommi, quien ya había sido elegido guitarrista de Black Sabbath antes de este devastador percance para un músico de cuerda, estuvo tentado de colgar el hacha para siempre. Gracias a los dioses del metal, y a un disco de Django Reinhardt (guitarrista de jazz que también gozaba de tener dos dedos jubilados en mano izquierda), Tony hizo carne la filosofía de El Sargento de Hierro: “¡hay que improvisar, que adaptarse, vencer!”. Se armó así unas prótesis muy apañadas fundiendo una botella de detergente con un soplete. Haciendo de la carencia virtud, Iommi reinventó su forma de tocar, reduciendo la tensión y conectándose en amplificadores con entrada de bajo, para facilitar el bombeo musical. Logró un sonido de apisonadora gótica y siniestra.

Han llovido cincuenta tacos desde aquella iluminada minusvalía digital. Un traspiés que dio lugar a toda una corriente recogida al poco por grupos como Iron Maiden, Dio, Judas Priest, Pantera y Halloween, todos ellos cúpulas gelatinosas de acero que para los no iniciados (y analfabetos auditivos), suenan a cacofonías necrófilas capaces de darles tiña en los tímpanos. Pero si uno se permite la osadía de introducir la mano y el antebrazo en el agujero de las tripas del metal, derramando sobre sí la acalorada sangre, mezclando los tractos intestinales con el revestimiento del estómago para degustar el catálogo de sonidos y letras heroicamente humanistas, políticamente reivindicativas y hasta románticas del género, encontrará vicio. 

Cuando el heavy penetra tatúa el hueso. Los años pasan. Las actitudes y responsabilidades mutan. La camiseta da lugar a la camisa y la pulcritud de la edad te doblega. Recuerdo comer con el marido de una prima y que el colega, ataviado como lo había visto siempre con un traje, una corbata, las gafas de pasta y el pelo engominado, se emocionase al ver la camiseta que yo llevaba. Era una tela de Motörhead. Mi primo segundo político (casi prefiero llamarlo 'colega') se reveló como un fan devoto. No pongo en duda que los heavys como tribu urbana, con sus pantalones pitillo, sus cinturones de balas, sus chalecos vaqueros y esos majestuosos pelos largos ideales para hacer el remolino cervical, se van difuminando en nuestro país. El ocaso de las cofradías del cuero ha dejado paso a estéticas menos llamativas, más genéricas. Salvo para los traperos-reguetoneros, todo lo que no caiga en lo que Byung-Chul Han llama 'el infierno de lo igual' está demodé o parece demasiado aparatoso a la vista. En un momento tan encolerizado en lo digital y sobrio en las calles, esta identidad musical se apaga. Quizás por anacronismo, atavismo ochentero, o quizás por extravagancia. El caso es que, a la hora de la verdad, poco importa, porque los datos indican que el heavy metal respira bajo esa epidermis de superficial frugalidad general.

Me tienta decir más, ¡el heavy metal es una música de una resistencia vikinga! Ha evolucionado hasta poder prescindir de todo; la publicidad, las películas, los medios de comunicación, incluso, y con toda la mala fortuna, hasta de los garitos, y aun así seguir llenando estadios como el Metropolitano de Madrid. Un espacio donde cincuenta y una mil almas fervorosas se reunieron el viernes pasado para contemplar a Rammstein. Ni un pedo cabía entre aquellos 51 mil pajaritos negros (entre los que me incluía) coreando al son de ritmos medio militares, cantos medio operísticos, medio tarados y rebotando sobre riffs graves y electrónicas aguda. Hubo más fuegos que en una fragua. ¡Chaaasss! Cañonazo por aquí. ¡Fshhhhhh! Lanzallamas por acá. Las acusaciones de abusos sexuales que pesan sobre Till Lindemann (quien no ha sido condenado), no apagaron la excéntrica pirotecnia de su espectáculo, para sorpresa de muchos, salvo de sus fans.

Heavy metal o barbarie

Hay que entender que el heavy es una logia de gritos que fluctúan del agudo canario al ronco felino, siendo en esencia una música muy canalla. Aunque los neófitos se sorprenderían de la cantidad de artistas que van de sobrio-veganos, ¡y a mucha honra!, así como de los versos que rebosan poesía o que son auténticas clases de historia -como ocurre con la banda Sabaton-. Pero nacer, nació como contracultura, lo que la ha llevado a hacer apología de: alcohol, droguetas, culos y tetas. Paladines indiscutibles de esta tétrada fueron y son Mötley Crüe, quienes (sumados a los fans de Def Leppard, banda que de heavy tiene poco) atrajeron a unos 25 mil espectadores al escenario Miguel Ríos de Rivas Vaciamadrid el pasado sábado. Servidor pudo ver al neo-tocinete de Vince Neil mantener el tipo y a un pueril Tommy Lee pedir flashes de pechos femeninos, así como a Nikki Sixx ondear una bandera de España y fue divino. Exagerado, mucha chica digna del vídeo de Girls Girls Girls que tenía la misma sonrisa de empoderada amazona desvistiendo sus tetas que una alumna de la escuela de twerk feminista, y mucho boy en la treintena gritándole al diablo.

Ser heavy en España en 2023 es sentirse un bicho raro, que no por bizarro resulta atractivo, salvo para los de su especie, claro

Otra cita desprendió el mismo calor en el ya citado Estadio Metropolitano a principios de mes: Guns N’Roses (que tampoco es que sean heavys) transportando a 45 mil rockeros de toda época y corte moral a la Paradise City. Porque aunque a las rosas se las diga marchitas y a las pistolas oxidadas, en persona demuestran estar bastante a punto. No como en sus primeros años, pero todavía sabiendo zumbar una buena explosión de pólvora. 

En otro orden de cosas, el rollo chungo y la hiperbólica idiosincrasia de este tipo de superventas heavys poco tiene que ver con sus seguidores. Por lo general, estos últimos son peña que fluctúa por todo el espectro pasando desde la trallera desbocada al frikazo granujiento, y que acostumbra a compartir algo: la camaradería. Rammstein despachan canciones dominadas por la potencia de un asesino asestando hachazos a un cráneo, bendecidas con un símbolo del que se dice son los cuernos del Diablo y cuyos bailes principales son el pogo, el wall of death o el circle pit (diferentes esquemas para llegar al mismo punto; un brutal choque de cuerpos atizándose a un ritmo espídico), pero que luego vienen representadas por gente de lo más campechana y amigable. Intuyo que el heavy, encarnado en esa grosera armonía de cabezadas reventonas y patadones a las flotillas comerciales, logra sosegar al yo belicista que albergamos dentro. Supongo que por eso sus seguidores andan tan tranquilos y tienden la mano con esa facilidad. 

Ser heavy en este país en 2023 es gozar de la sorpresa y la emoción ocasional. ¿Por qué? Porque uno se siente bicho raro, cual exótico animal marino que no por bizarro resulta atractivo, salvo para los de su especie, claro. Se recibe escaso consuelo cuando se topa uno con el merchandising de grupos como Metallica y Black Sabbath, creyendo que bajo el estampado se esconde un corazón metalero para, un buen porcentaje de las veces, recibir el tortazo de encontrar a un ignorante en todo lo que atañe al género. Pero, ah, luego uno acude a un directo donde las mayorías silenciosas se transforman en legión vociferante. Los auditorios revientan y los estadios rebosan. Y todo vuelve a tener sentido al grito de “El heavy vive, la lucha sigue”. 

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