La infanta María Isabel era una niña preciosa, hasta que a los nueve años se contagió de la viruela. Sobrevivió a la enfermedad, pero el rostro le quedó marcado por las típicas cicatrices del “picado de viruelas”. Su padre Carlos IV no ha pasado a la Historia precisamente como un buen rey, pero era una buena persona, tenía buen corazón y ver la desgracia de María Isabel le afectó profundamente. Pese a su habitual abulia en cuestiones de gobierno, esta vez decidió que había que hacer algo frente a esa enfermedad que, desde tiempo inmemorial, atacaba a la humanidad en repetidas epidemias.
La familia real, con el rey al frente, se sometió a una forma primitiva de vacuna, la “variolización”, y en vista de los buenos resultados obtenidos, el 30 de noviembre de 1798 Carlos IV firmó una Real Cédula que imponía la vacunación a toda la población de sus reinos.
La primera auténtica vacuna, según el procedimiento del médico inglés Jenner, que inoculaba el virus de la benigna “viruela de las vacas” (de ahí el nombre vacuna), la realizó en España el doctor Piguillem en 1800, pero Carlos IV había decidido vacunar a todos sus súbditos, no sólo a los de la Península Ibérica. El Imperio español era todavía en esa época el mayor del mundo, por lo que la tarea sería épica.
En 1802, por Real Orden, se puso en marcha la llamada Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que llevaría la salvación para millones de personas a las dos Américas, las Filipinas e incluso la China. “No me imagino que en los anales de la Historia haya un ejemplo filantrópico tan noble y tan extenso como éste”, diría el propio Jenner, padre de la vacuna. España iba tres años por delante de Napoleón, que sólo en 1805 ordenó que se vacunasen sus ejércitos.
Al frente de la Real Expedición fue nombrado director Francisco Javier Balmis, un médico militar frisando los 50 años, con experiencia de trabajo en América, y que se había convertido en médico de confianza de Carlos IV. Además había otros tres médicos, Salvany (subdirector de la expedición), Grajales y Gutiérrez Robredo, dos practicantes y tres enfermeros.
Los portadores de la vacuna
Ese era el cuerpo facultativo de la misión, pero faltaban otros protagonistas: los portadores de la vacuna. Se consideraba que el método más seguro para llevarla hasta América era en recipientes humanos, específicamente niños. A uno de ellos se le inocularía antes de zarpar, y al cabo de 10 días, antes de que se le pasaran los efectos, se extraería pus de la pústula y se inocularía a otro niño, formando así una cadena humana que debía durar hasta que llegaran a su destino con, al menos, un niño inoculado.
Ninguna familia normal dejaría un hijo suyo para el experimento, de modo que había que recurrir a los orfanatos. El procedimiento nos puede parecer hoy inhumano, pero la situación era de extrema necesidad. Según Voltaire, el índice de contagio en las epidemias de viruela era del 60%, y el de fallecimientos el 20% de la población. El Erario público se comprometía a posteriormente darles formación en un oficio para que se ganaran dignamente la vida.
Hacían falta unos 20 niños sanos, que debía aportar la Inclusa de Madrid, pero la Junta de Damas que regía la institución se opuso por los riesgos que veía para sus huérfanos. Su presidenta, María Francisca de Sales Portocarrero de Guzmán y Zúñiga, condesa de Montijo y grande de España por derecho propio, era todo un personaje, una dama ilustrada miembro de la Sociedad Matritense de Amigos del País, con gran influencia tanto en el medio social como en el intelectual. Era una oponente formidable, pero finalmente, tras mucho tira y afloja, cedió diez niños.
Puesto que la Real Expedición iba a zarpar del puerto de la Coruña, se decidió completar el contingente infantil con una docena de huérfanos de la Casa de Expósitos de Santiago de Compostela y del Hospital de la Caridad de La Coruña. Los más pequeños tenían tres años, de los que había cinco. Los mayores eran dos de 9 años.
Ellos fueron los héroes no anónimos, pero sí desconocidos de esta historia. Es decir, sabemos sus nombres más o menos completos, pero no cuál sería su destino en la vida adulta, aunque sí consta que todos regresaron a España sanos y salvos. Para conseguir eso, que era todo un logro en la época, hacía falta también una heroína, una mujer dispuesta a ejercer de madre, enfermera y niñera de tan numerosa prole. La designada fue Isabel Zendal Gómez, rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña, que por cierto era también madre soltera de uno de los niños de la expedición. Su labor infatigable mantuvo sanos a los huérfanos, pero le costó a ella su propia salud. No pudo regresar de América y fallecería en la ciudad de Puebla (Méjico).
La semana que viene seguiremos con los increíbles avatares por los que pasaron niños y mayores de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna.
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