Cultura

Los guerrilleros: mucho más que Curro Jiménez

Cayó en mis manos no hace mucho un libro de esos “de lance” en una librería de tal dedicación. Se intitulaba El Guerrillero de Fernando Díaz-Plaja. Con su magistral y envidiada pluma, el autor cuenta, entre verdades históricas y licencias inventadas, las andanzas de uno de estos personajes –guerrilleros– imaginario, pero dentro de una partida que realmente existió para pesadilla de los franceses en nuestra Guerra de la Independencia.

Y me dio por pensar que la figura de estos guerrilleros nos ha sido pintada, envuelta en romanticismo heroico eso sí, pero un tanto desvirtuada de la realidad. Y sinceramente creo que para mal.

Algunos se sorprenderían de quiénes fueron los que se convirtieron en tormento del ejército.

Me explico. Cuando hablamos de “los guerrilleros” en esa etapa histórica (por otra parte, antes de ayer), nos imaginamos a… ¡Curro Jiménez! (con perdón). Y no es así. El guerrillero es un combatiente en una guerra hecha con la táctica de guerrillas, y algunos se sorprenderían de quiénes fueron algunos de los que se convirtieron en tormento del ejército más victorioso (hasta entonces) de la época.

Por ejemplo: Julián Sánchez, El Charro (comienzo por él por ser en su partida en la que se desarrolla la acción novelada de Díaz-Plaja). Salmantino (como su apodo indica), hijo de labradores acomodados, nació en 1774 alistándose a los 19 años en el ejército, participando en la Guerra del Rosellón al mando del general Ricardos, y luchando entre otras plazas, en Cádiz contra Nelson, licenciándose en 1801 volviendo así a su tierra natal.

Hasta allí llegará la guerra y sus funestas consecuencias muriendo sus padres y hermana a manos francesas. Vuelve al ejército alistándose en agosto de 1808 al Regimiento de Caballería que se estaba formando en Ciudad Rodrigo. Pero en lugar de uniforme viste el traje de caballista charro y hace las cosas a su manera. Comienza liderando un grupo de doce lanceros que acosan a los franceses por tierras salmantinas; su partida engrosa y pasa a llamarse Los doscientos de Don Julián siguiendo sus éxitos y su fama hasta el punto que, cuando pasa a formar parte del ejército regular de Wellington, su partida pasa a llamarse Regimiento Ligero de Lanceros de Castilla, y al final, Brigada Ligera de Don Julián, nombre oficial del ejército desde 1810. Llegó a ser gobernador militar de Santoña (1816).

De campesino a guerrillero

Si Julián Sánchez pasó de militar a guerrillero, un castellano, Juan Martín Díez, conocido en la historia como El Empecinado, pasó de campesino a guerrillero y luego a militar. Se “echó al monte” (es una licencia, en Castilla hay muy pocos) tras matar a un soldado francés que había violado a una muchacha en el pueblo en el que residía (Fuertecén, en Burgos), y que era el de su esposa. Por sus andanzas bélicas le fue concedido el cargo de brigadier (equivalente hoy a general de brigada si no me equivoco).

Cuentan que habiéndose presentado ante el infame Fernando VII para felicitarle por su regreso a España, el monarca, rodeado de sus cortesanos y para poner en evidencia al guerrillero le dijo: “Estos son los grandes de mi corte. Supongo que no conocerás a ninguno”. Juan Martín le respondió: “En efecto, Señor, a ninguno de estos señores conozco, porque no les he visto formar parte en la campaña contra el invasor a quien al fin hemos echado”. El rey felón se quedó con la copla, y al luchar El Empecinado por sus ideas liberales contra el rey “absolutista absoluto” (como le gustaba decir al Deseado), le persiguió especialmente hasta conseguir que fuera ahorcado.

Catalanes guerrilleros

Pero no sólo hay castellanos o andaluces como en la visión tópica, en la lucha contra el invasor. Cataluña (¡quién lo diría hoy!) fue pródiga en tales hijos de la patria. Fueron muchos: Mariano Renovales, Juan Clarós, Narciso Cay, el canónigo Rovira, el barón de Eroles, y un largo etcétera.

A partir del 2 de mayo de 1808 la enemistad popular se hizo evidente y se llamó a somatén a los barceloneses al grito de “¡Viva la religión, Fernando VII y España!”.

El 13 de febrero de 1808 entraron los franceses en Barcelona, acogiéndoseles con cordialidad. El 29 (era bisiesto el año) y mediante engaños, tomaron la Ciudadela y el Fuerte de Montjuic. A partir del 2 de mayo la enemistad popular se hizo evidente y se llamó a somatén al grito de “¡Viva la religión, Fernando VII y España!”. Al parecer de eso no se acuerda hoy nadie.

De los somatenes y migueletes preciso es destacar (sin ánimo exhaustivo por supuesto, simplemente en aras a la obligada brevedad), a José Manso i Solá. Si Juan Martín pasó de labrador a brigadier, Manso comenzó siendo molinero. Un día recibe una bofetada de un soldado francés, y al devolver la humillante agresión, sin consciencia de su propia fuerza, mata al francés, por lo que tiene que huir de Barcelona y unirse a los payeses que se están organizando en la lucha contra los transpirenaicos. Es nombrado teniente de una compañía de migueletes y comienza sus andanzas guerreras dominando las inmediaciones del río Llobregat. El general Lacy, jefe del Ejército del Principado, le pone al frente del Batallón de Cazadores de Cataluña y vence en San Baudilio de Llobregat, Cervera, Igualada y Puigcerdá. Es ascendido a coronel y de éxito en éxito llega al final de la contienda.

El tatarabuelo de Jaime Milans del Bosch

Fue nombrado gobernador de la Ciudadela de Barcelona y condecorado con la Laureada de San Fernando. Después, comandante general y jefe político de Tarragona, mariscal de campo, gobernador de Málaga y Cádiz, Gran Cruz de la Real Orden de Carlos III, senador del Reino y conde de Llobregat. Murió en la castiza y madrileña calle de Leganitos números 18-20 a los 78 años.

Y la sorpresa final: entre estos migueletes destaca también un nombre: Francisco Milans del Bosch, liberal, amigo de Mina y Díaz Porlier, quien con el general Lacy se subleva contra el absolutismo. Lacy es ajusticiado. Su tataranieto cambió de ideas.

En definitiva, que los guerrilleros españoles tienen más oro que oropel y que, además de románticos héroes populares, fueron auténticos hombres de armas, íntegros y consecuentes con sus ideas, por las que supieron luchar bien, y morir mejor.

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