Y esto viene porque si comparamos la salud de nuestro rey constitucional con la de sus predecesores en el trono, la cosa no tiene color. Veamos.
Enrique IV ‘El Impotente’ no era impotente: “simplemente” padecía de esquizofrenia y timidez sexual.
Por empezar, podríamos hablar de pasada de Enrique IV El Impotente (aún no era rey de España, pero en él se estaba empezando a incubar la futura unidad de gran parte de lo que hoy llamamos España). Pues al parecer no lo era, sino que según doctos galenos lo que en realidad padecía, “simplemente”, era de esquizofrenia y timidez sexual. Pues con su timidez creó un buen lío que desembocó, a trancas (muchas) y barrancas con el reinado en Castilla de Isabel, llamada por la historia La Católica.
Y ya que hablamos de nuestra gran reina digamos que la pobre, a no mucha edad, empezó a tener una salud harto delicada. Y si no juzguen el diagnóstico médico que, a toro muy pasado, hacen médicos actuales. Síntomas: 1. Fiebre Prolongada. 2. Edema, anasarca. 3. Úlceras de las piernas. 4. Sed incontrolable. 5. Debilidad progresiva general y de los miembros inferiores. 6. Convulsiones. 7. Posible masa tumoral abdominal. 8. Anemia; también palidez y pérdida de peso. 9. Anorexia y pérdida de peso. 10. Depresión. A ésta hay que añadir fiebres tercianas y paludismo. Al final murió de una vasculitis. Su bien conocido marido Fernando, impenitente mujeriego, se provocó una nefritis de tanto abusar de los afrodisíacos, especialmente tras la muerte de la reina y para atender como es debido a Germana de Foix.
El fogoso primogénito de los Reyes Católicos
Su hijo primogénito y heredero, el príncipe Juan, nació ya de constitución débil y aquejado, según las crónicas, de múltiples enfermedades que fueron tratadas por los médicos de la época (físicos, les llamaban aún) a base de aceite de bacalao y jugo de carne de tortuga. Dicen que la fogosidad de la que el príncipe hizo gala en su luna de miel le provocó la muerte en trece días. Hoy los médicos piensan que murió en realidad, de tuberculosis, enfermedad endémica en la Castilla de aquel entonces.
De su hermana Juana, apodada por la historia como La loca, poco se puede contar que no lo haya sido por plumas mucho más ilustres y versadas en las ciencias de Esculapio. Pero sí podemos aclarar que su marido, el inefable Felipe El Hermoso y que a duras penas se le conoce como I de España, no murió porque se tragara una jarra de agua helada, sudoroso, después de un juego de pelota. Lo mas probable es que muriera de peste neumónica agravada por una septicemia.
Llegamos ya al primero de los Grandes Austrias, el emperador Carlos I, prognático de nacimiento, lo que hacía que estuviese obligado a mantener siempre la boca abierta (se dice que un noble castellano, sin identificar, le dijo “majestad, cerrad la boca que las moscas de esta tierra son muy revoltosas”. No se dice qué fue del noble). Su prognatismo le obligaba a masticar mal los alimentos que ingería con profusión, pues era adicto a las carnes, pescados y, ¡cómo no!, a la buena cerveza como buen belga que era de origen (bebida que dicen precisamente que introdujo en España el emperador), lo cual le produjo gravísimos ataques de gota y una hinchazón enorme de las articulaciones, amén de fieros dolores. Ello, unido al paludismo que también padeció, lo llevó a la tumba.
Para calmar su gota, a Felipe II los médicos le recetaban abundantes carnes y asados.
El segundo de los Austrias y de nombre Felipe fue un obsesivo compulsivo de la limpieza y el orden y, como su padre, también padeció de gota que le atormentó desde 1584, es decir, catorce años antes de su muerte. Para agravar más las cosas, en aquellos entonces los médicos recetaban para el mal de la gota abundantes carnes y asados incluso los días de vigilia. Como consecuencia, además de la gota, el rey sufría grandes cólicos. Al final, postrado en el lecho de muerte, las úlceras invadieron su cuerpo y él, obsesivo compulsivo con la limpieza, tuvo que sufrir su propia podredumbre pues parece contrastado que sus heridas fueron de tal magnitud que llegaron a crear gusanos. Y entre grandes dolores, como el propio enfermo real afirmaba “¡Protesto que moriré en el tormento y dígolo para que se entienda!”, falleció nuestro rey prudente.
Glotones, abúlicos, sifilíticos…
Su hijo Felipe III fue débil, glotón y abúlico (y así nos fue con el de Lerma). Felipe IV, sifilítico por sus innumerables devaneos sexuales con mujeres de toda condición. Y el final, de la dinastía y del compendio de males, lo encontramos representado en el infeliz Carlos, segundo de su nombre y conocido en la historia como El Hechizado.
El pobre don Carlos nació débil y con signos visibles de degeneración, con flemones en las mejillas y costras en la cabeza. Padeció el síndrome de Klinefelter que comporta niveles inadecuados de testosterona, disfunción testicular, hipogenitalismo, ginecomastia (que no padeció), trastornos conductuales, diabetes y bronquitis crónica en la edad adulta. Tuvo crisis epilépticas y convulsiones idiopáticas (o sea, que los médicos no tenían ni idea de a qué se debían), padeció raquitismo por falta de vitamina D y de vida al aire libre (por miedo a los resfriados), padeció infecciones respiratorias, sarampión, varicela, rubeola y viruela, gastroenteritis recurrente, infecciones urinarias, hematurias (hemorragias en la orina) y cólicos renales, además de envejecimiento prematuro (a los 28 años era ya un anciano). Su muerte supuso para el pobre enfermo una liberación, y para España una Guerra de Sucesión de la que, aún hoy, no parece que se hayan terminado todas sus consecuencias.
Así que, señores, un poco de formalidad. La salud del actual rey es de hierro, pero sus huesos no.
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