¿Cómo se llegó a esta situación? Pues la espita, o el detonante, fue la revuelta del día del Corpus del año del Señor de 1640, tan excesivamente magnificada. De hecho, el que se la conozca como Corpus de Sangre fue creación del autor romántico decimonónico, don Manuel Angelón, por su novela intitulada Un Corpus de Sangre. Los Fueros de Cataluña. Pero, como decimos, fue inequívocamente la señal de partida hacia un solemne desatino y, permítasenos la expresión, desafuero. Vaya por delante que ninguna de las partes que intervinieron en este episodio anduvieron finos: ni la corte, con el omnipotente conde-duque de Olivares al frente, ni las instituciones catalanas.
Aunque el problema venía ya de antes. Desde 1621 España no había dejado de estar en guerra: en Flandes, en Italia, en la Europa Central, en el Nuevo Mundo. Y la guerra es cara, en hombres y en dinero. Y durante todos esos años de incesante guerrear, el mayor coste de unos y otro, lo había soportado Castilla, mientras que las provincias forales, con Cataluña (quizás sería mejor decir Barcelona) a la cabeza, se negaban a prestar los apoyos que se les pedían. Eso dio lugar a lo que, ya en aquel entonces, se llamó la cuestión catalana.
Y aquí hemos de hacer un inciso y romper una lanza a favor de Castilla, pues a ella los catalanes de entonces (y los de ahora) achacan todos su males. Castilla, como tal, estaba más que harta de la política de Olivares que la sangraba en vidas y haciendas hasta límites insoportables. Por eso la cuestión catalana se convirtió en un arma de oposición de la nobleza castellana contra el valido. Grandes había, como el duque de Sessa o el de Híjar, que defendían a los catalanes, no tanto quizás por defenderlos (aunque ambos tenían intereses y familia catalanes), como por atacar a Olivares, que con su voracidad habíase enfrentado a todas las grandes casas de Castilla. Castilla fue una víctima de la política suicida de Olivares, tanto o más que Cataluña.
La situación empeora cuando en 1635 comienza la guerra con Francia, aquella de los Treinta Años, pues Cataluña, por su posición geográfica, se convierte en potencial frente de batalla.
Tal escenario requería la presencia de tropas en la zona, empezando así el agravamiento del problema, pues Cataluña no quería, ni poco ni mucho, esa presencia y mucho menos a su costa, máxime cuando las cosechas de aquel año habían sido malas. El propio virrey, el duque de Carmona, avisa a la corte de que el ejército no podía mantenerse con las reservas locales de trigo y cebada. Pero Olivares y sus palmeros no escuchan. Las tropas desplazadas al Principado no se conformaron, ni mucho menos, con lo que los catalanes estaban obligados a dar por sus propias leyes: sal, vinagre, fuego y cama. Especialmente cuando tampoco recibían sus soldadas con regularidad. Y comienzan los excesos y las quejas. En palabras de J.H. Elliott, “esas quejas y esa conducta eran normales en Europa en una época en la que los ejércitos semimercenarios estaban mal disciplinados y se les pagaba de forma irregular”. De hecho, los principales desmanes los protagonizaron tropas no españolas y sí mercenarios de otras nacionalidades que integraban los Tercios.
Mientras que la situación se iba caldeando, en 1638, mismo año en que es nombrado virrey don Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, los franceses invaden Fuenterrabía y a su rescate acuden hombres de toda España, incluso aragoneses y valencianos, cargados de fueros y privilegios. Menos catalanes. Eso hace que Magarola, regente catalán del Consejo de Aragón, tras la victoria (celebrada asimismo en Cataluña), se dirigiese a Santa Coloma expresando su disgusto por el hecho de que “sus compatriotas habían sido los únicos que fallaron a su rey”.
La situación bélica con la renuencia catalana a ayudar, amparada en su vetustos usatges y constituciones (cosa que no hacían otros territorios igualmente privilegiados), y los excesos de la soldadesca, iban fermentando y pudriendo el ambiente. La cosa se complica aún más cuando los franceses toman Salses en el Rosellón, y aunque hay una tibia colaboración catalana, las continuas deserciones de filas no contribuyen a mejorar ni el ambiente ni la imagen catalana.
A todo ello hay que añadir la precaria situación económica del Principado, pues la guerra contra Francia estaba suponiendo graves consecuencias en el comercio marítimo y terrestre catalán, además de por los avatares bélicos propiamente dichos (entre mayo de 1635 y septiembre de 1638 Francia había capturado 45 barcos catalanes y genoveses llenos de paños catalanes y de otros productos), también por las disposiciones de guerra, como la prohibición total del comercio con Francia, bajo pena de graves multas y de confiscación de todos los productos ilegalmente importados. Esas disposiciones suponían la ruina para muchos grandes terratenientes fronterizos y para grandes burgueses comerciantes. Y empezó el contrabando, lucrativo negocio institucionalizado y que llevó al comienzo de la confrontación sin cuartel entre la Diputación catalana, hasta entonces tibia en sus enfrentamientos con la corte, y ésta.
Los diputats sacaban enorme provecho del contrabando institucionalizado, cuyo mecanismo era sencillo: los barcos fondeaban, los productos eran inmediatamente decomisados por la Diputación por no haber pagado los derechos de aduana, las mercancías se llevaban a los almacenes de la Diputación y de ahí se vendían con pingües beneficios. El virrey, ante esta situación, informa a la Diputación de que las mercancías depositadas en sus almacenes serían confiscadas, previo pago de los derechos de aduanas lo que, teóricamente, salvaguardaba los intereses de la Diputación. Pero la oposición fue furibunda. Al final el virrey ordenó la confiscación por la fuerza ofreciendo el pago de impuestos. Los diputats se apresuraron a declarar, ¡cómo no! la medida como anticonstitucional. Comenzaba el enfrentamiento que, por azares del destino pues se tuvo que cambiar la composición de la Diputación, elevaría al protagonismo al hacedor principal de la salida de Cataluña de la monarquía hispana para pasar a la francesa, previa la efímera declaración republicana: Pau Claris, canónigo catedralicio de Urgel.
De tal enfrentamiento les daremos cumplida cuenta en la siguiente entrega.
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