En junio de 2022 pude visitar como periodista el mayor campo de refugiados de Europa, en Varsovia. Más de 4.000 almas albergaban allí un futuro incierto. Muchos de ellos, niños. Hacía 120 días que Putin había invadido el país y los bombardeos indiscriminados a la población civil se recrudecían. Recuerdo con nitidez el impacto que me produjo ver a una niña de unos 7 años dormir a plena luz del día en un cubículo de cristal; las cientos de camas alineadas en anodinos pabellones; y la mirada de Iván, el niño ucraniano con los ojos más tristes que he encontrado nunca.
A Iván me lo encontré en su cama, abrigado hasta la cintura. Sostenía una Tablet donde jugaba a un videojuego y portaba unos cascos de gran tamaño, quizá para abstraerse de todo cuanto le rodeaba. Cuando me acerqué, Iván se retiró los auriculares y me observó como quien mira en un abismo. Sus ojos eran dos pozos azules de los que era difícil escapar.
“¿Te llamas Iván? ¡Anda! ¡Como mi hermano!”, le dije, tratando de hallar un punto de complicidad. Su respuesta fue la nada. Su gesto de extrañeza me lapidó. “Llevo en el campo tres meses”, me respondió más adelante. Es lo único que pude sacar de él. Tres meses donde cabía toda la eternidad.
Me pregunto qué será de Iván ahora. De la misma forma que no puedo evitar pensar en el destino de los niños del campo. En un improvisado pabellón habían montado una clase, donde se mezclaban niños de distintas edades. Algunos estaban tristes, y otros mantenían un escudo infantil que les permitía sobrellevar la situación. Muchos vivían solo con sus madres porque los padres habían tomado las armas para defender a su país de la invasión rusa.
Nadie debería tener derecho a arruinar la vida de un niño. Ni Putin ni nadie. Han pasado casi dos años desde aquella experiencia y no puedo sino entrar en cólera cuando algún iluminado defiende por estos lares, desde la comodidad de su sofá y su cuenta de Twitter, que la invasión está justificada y que Rusia respondía a provocaciones de la OTAN.
El dictador ruso nos acerca cada día más a una Tercera Guerra Mundial. En su locura es capaz de ignorar las advertencias de Estados Unidos y Reino Unido sobre un atentado islamista para a continuación culpar a Ucrania y recrudecer los bombardeos.
Si estalla la guerra en Europa, nunca hemos estado peor preparados. La cultura de la Defensa ha sido denostada durante décadas por políticas naif que avergonzarían a Wiston Churchill. Como resultado, en España disponemos de 140.000 soldados, una cifra irrisoria para un gran conflicto. La mayoría no sabemos ni dónde ocultarnos si cae una bomba, y carecemos de nociones mínimas de autodefensa mientras se nos llena la cabeza de contenidos superfluos y bienpensantes.
La guerra lo cambia todo en un momento, como una muerte inesperada. La amnistía, el caso Koldo y nuestras penurias diarias pasarían a un segundo o tercer plano, y nuestros ojos se teñirían del gesto de Iván. La misma mirada que llegó a tener Clark Gable.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, fueron muchos en Hollywood quienes se alistaron voluntariamente en el Ejército para defender su forma de vida, su país, su libertad. Entre ellos se encontraba Clark Gable. La mujer del ‘rey’, Carole Lombard, había muerto en un accidente de avión. Su cadáver apenas resultó reconocible por alguna joya y los pendientes que le regaló su marido en el último aniversario.
Joan Crawford cuenta que “la noche que siguió al día en que murió Carole, Clark llegó hasta mí. Estaba muy borracho y destrozado. Era terrible, terrible. No paraba de llorar y quería morir. El extraño que flanqueó mi cuarto aquella noche no era Clark. Era un fantasma. Estaba como en otro mundo y, de verdad, no creo que el hombre que un día conocí haya regresado jamás a este”.
Gable se alistó con 41 años en la academia militar de Miami Beach, siendo de los más veteranos. Su nombre estaba en la lista negra de Hermann Göering, pues cargarse a Gable era acabar con un mito americano. En una actitud suicida, Gable buscaba siempre participar en las operaciones más complicadas. Probablemente su mirada fue la misma que la de Iván para el resto de su vida.
De aquel tiempo que pasé en un campo de refugiados de Varsovia también me quedo con una mínima nota de esperanza; la hora del recreo en la escuela de un campo de refugiados se parece bastante a la de cualquier patio de colegio del mundo. Durante un pequeño impasse a lo largo del día, los juegos y las risas de los niños hacen que la guerra tome un cariz irreal. Unos echan una partida de ping-pong, otros se divierten jugando a la pelota o pintando en la pizarra. Por unos instantes, todos es barullo y jolgorio, y la guerra solo una lejana pesadilla. Incluso en el peor de los lugares, la risa de un niño a la hora del recreo puede acallar a las voces más perversas.
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