Cultura

Pablo Iglesias, Ana Iris Simón y el problema de la izquierda con el MDMA

Ana Iris Simón, uno de los fenómenos literarios de 2021, se ha convertido en blanco frecuente de las rabietas digitales de la izquierda del PSOE. Esta semana provocó varios trending

Ana Iris Simón, uno de los fenómenos literarios de 2021, se ha convertido en blanco frecuente de las rabietas digitales de la izquierda del PSOE. Esta semana provocó varios trending topic por sus comentarios sobre los vacíos del consumismo, la creciente precarización de las relaciones sentimentales y la sensación de superioridad cultural que otorga consumir ciertas drogas, por ejemplo el MDMA (que favorece la empatía y las relaciones sociales). Cosechó todo tipo menosprecios y algunos chascarrillos reveladores, como un breve intercambio tuitero entre el cantautor Ismael Serrano y el exlíder de Podemos Pablo Iglesias, según pudo observar Vozpópuli.

Reproducimos: “Le iba a poner aguacate y tofu a la ensalada pero me lo he pensado mejor, no vaya a ser que alguien me diga de la izquierda pija y urbanita. Solo tomate y lechuga”, bromeaba el músico. El exvicepresidente contestaba de esta guisa: “Que nos quiten lo bailao … Papá cuéntame otra vez / esa historia tan bonita/ de noches de poliamor, mdma e izquierda líquida”. Iglesias hacia referencia a uno de los mayores éxitos de Serrano, que precisamente habla de las victorias a medias -o de los fracasos- de la generación de Mayo del 68. Las polémicas de Twitter suelen ser estériles, ruido de seis horas olvidado en seis minutos, pero esta alude a uno de los grandes debates culturales de la izquierda.

Iglesias defendía en su mensaje los placeres de las drogas y del poliamor, situándose de manera nítida en el bando de la contracultura. Hablamos de aquella revuelta juvenil a gran escala que tuvo lugar en los años sesenta y setenta, de manera espectacular en Occidente, cambiando los atuendos y modos de vida de gran parte de la juventud. Las demandas de los sublevados (casi todas, razonables) degeneraron pronto en una especie de narcisismo generalizado, hasta el punto de considerar ‘cabezas cuadradas’ (squares) a todos aquellos que no hubiesen probado nunca el ácido lisérgico (LSD) frente a los ‘molones’ (hips) que seguían los lemas de esa agitación social. También se practicaba el “amor libre” y se ponía en cuestión casi cualquier tipo de jerarquía. Son notables las coincidencias con el debate actual, hasta el punto de que basta cambiar “LSD” por “MDMA”, "amor libre" por "poliamor" y “squares” por “cuñados” (en vez de seducir al electorado, Podemos parece empeñado en espantarlo).

Derrota de medio siglo

¿Cuál fue el balance de aquella revuelta antisistema? En el lado positivo, una relajación general del trato a las figuras de la autoridad, que en aquella época podía resultar asfixiante. El negativo lo resumió bien el cantante pop británico Jarvis Cocker (Pulp): “Digamos que el resultado del experimento social llamado 'amor libre' fue una mayoría de hombres sexualmente satisfechos y un notable incremento de madres solteras y de niños en hospicios”.

De manera más sistemática, el novelista Michel Houellebecq expuso algo parecido en su brutal primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994). Allí exponía que las relaciones sexuales se habían liberalizado de tal manera que ya eran equivalentes a las económicas, con unos pocos ganadores sobrados de relaciones y una mayoría de perdedores condenados a la miseria sexual. Si tan satisfactorio resulta el poliamor, ¿por qué tan poca gente lo incorpora a sus vidas? Como explica Houellebecq, o como teorizan Eve Illouz y Dana Kaplan al hablar de capital sexual, esta práctica suele beneficiar a personas con posiciones de ventaja, digamos un modelo de Dolce & Gabbana, una estrella de rock o un exvicepresidente. Obligados a un torbellino de relaciones líquidas y estresantes (casa, trabajo, pareja…), el resto de los mortales cada vez aprecian más cualquier factor de estabilidad.

El conflicto viene de una izquierda del PSOE cada vez contracultural y alejada de sus bases electorales

Sobre la moda del MDMA, uno de los ensayistas que mejor han captado su función es el antropólogo madrileño Iñaki Domínguez. En su ensayo Sociología del moderneo (Melusina, 2017), describe el éxtasis -nombre popular de la droga- como una forma de aislarse de las relaciones personales. “En una subcultura basada en la distinción y la imagen, el contacto íntimo se resiente. Este tipo de carencias afectivas vinculadas a la falta de intimidad se pueden suplir a través del consumo de drogas como el MDMA. Sirve como intimidad artificial o transitoria; intimidad sin erosión emocional; falsa intimidad”, resume en una entrevista de la época.

La sensación de seguridad y euforia que proporciona esa droga facilita la apertura personal y amortigua el miedo al rechazo. Resumiendo: protege nuestro ego de las sensaciones negativas que acechan siempre en las relaciones sentimentales (especialmente a las personalidad narcisistas, dominantes en nuestra época). Tomarla para ligar no es necesariamente un signo de sofisticación, puede serlo de inseguridad y de personalidad frágil. Por supuesto, de manera creciente, se ha ido convirtiendo en una droga de pijos, no tanto por su precio (50 euros el gramo) sino por el tiempo y energía que consumen las resacas (los lunes post-jarana no son lo mismo para un reponedor de Ahorramás que comparte piso que para una celebridad artística o política).

Presunta vanguardia social

Llegados a este punto, podemos identificar el conflicto: tenemos una izquierda del PSOE cada vez más contracultural y alejada de los modos de vida de sus bases electorales. Un dato orientativo es que el porcentaje de la población que consumió MDMA (éxtasis) en 2019 alcanzó solo el 0,9%, tres décimas más que en años anteriores, según la encuesta bienal sobre alcohol y otras drogas en España (Edades), que elabora el Ministerio de Sanidad. Los informes más entusiastas sitúan la práctica del poliamor en el 20% entre las mujeres estadounidenses o un 25% de los jóvenes argentinos, pero el porcentaje se va volviendo irrelevante a medida que se asciende en la escala de edad. La pregunta es esta: ¿la apuesta de cierta izquierda por los modos de vida de una vanguardia social (presunta) la está encerrando en una burbuja?

¿Por qué cierta izquierda considera que el ideario contracultural como emancipador cuando es el normativo en la industria de la publicidad?

Lo peor de todo es que este debate ya lo hemos vivido hace más de medio siglo y el resultado fue rotundo. Para comprenderlo a fondo, debemos comentar otro clásico del ensayo del izquierdas, El nuevo espíritu del capitalismo (Akal, 2002), de Luc Boltanski y Éve Chiapello. El libro explica el recorrido de las demandas de Mayo del 68: triunfaron sobre todo las críticas artísticas -que cuestionaban el aburrimiento de las vidas previsibles de la sociedad tradicional- y fracasaron las reclamaciones relacionadas con la desigualdad social -explotación de los trabajadores y acumulación de capital en pocas manos-. Los manuales de gestión empresarial post-Mayo del 68 prescriben no imponer horarios a los empleados, juzgarles por los resultados de su creatividad y estimularles con retos como cambios de ciudad y cargo. ¿Les aburre trabajar de nueve a cinco sabiendo exactamente lo que va a pasar en toda la jornada? Ahora pueden hacerlo doce horas al día (o más) y ganarse el puesto cada día, compitiendo contra sus compañeros.

Esta mutación no afectó solo al mundo de la empresa, sino también a nuevos partidos de izquierda como Podemos, que a pesar de sus programas socialistas apuestan por prácticas y métodos de elección de sus representantes ferozmente neoliberales. La mejor prueba es que los enfrentamientos de Pablo Iglesias contra Iñigo Errejón han sido mucho más crudos que los de cualquiera de los dos contra Pablo Casado y Pedro Sánchez. Iglesias presumía esta semana de sus noches de MDMA, pero uno de los problemas principales de Podemos fue una falta de empatía olímpica. El partido creó un entorno donde la ambición por el poder siempre se impuso a los vínculos humanos de amistad, tejidos desde los años de universidad (si me permiten el chiste, quizá el fallo fue no haber tomado más sustancias que fomentasen la cordialidad en las reuniones de organización y estrategia).

El éxito creciente de Ana Iris Simón como escritora y la decadencia política de Pablo Iglesias coinciden con un momento de derrota global de la izquierda, como ha explicado el sociólogo Ignacio Sánchez Cuenca en el ensayo breve La izquierda: ¿fin de (un) ciclo? (Catarata, 2019). En ese contexto, cabe formular varias preguntas: ¿Qué sentido tiene insistir en la critica de la familia como institución autoritaria y opresora cuando fueron precisamente las familias quienes salvaron a tantos españoles de la pobreza extrema tras la crisis de 2008? ¿Por qué cierta izquierda considera que el ideario contracultural como emancipador cuando es el normativo en la industria de la publicidad? ¿Qué recorrido tiene apoyar el separatismo y dedicarte a menospreciar el país que aspiras a gobernar?

España sin contracultura

En pleno subidón de Podemos en 2015, recuerdo que mi suegra -médico de la sanidad pública- encendió una tarde el televisor, se topó con Pablo Iglesias y exclamó “qué asco: ya vuelven los años sesenta”. En aquel momento, aparte de reírme, me pareció el típico rechazo de señora a punto de jubilarse, pero también era un indicador del escaso prestigio de la contracultura en España, un país donde esa turbulencia social caló casi exclusivamente en los jóvenes de las clases más altas (perfiles tipo Escohotado, Racionero y Dragó, no tan alejados de Iglesias como puede parecer). De hecho, nuestra tradición izquierdista tampoco es contracultural: en su excelente biografía de Buenaventura Durruti, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger explica que muchos anarquistas españoles eran partidarios del amor libre como principio pero fieles a sus parejas en la vida cotidiana. Si algo nos han enseñado los últimos años es que la derecha global (pensemos en la alt-right) encaja mucho mejor con los valores de la contracultura que la izquierda.

Termino con otra paradoja, que tiene su gracia: Iglesias da lecciones de modernidad a Ana Iris Simón cuando el exlíder de Podemos es mucho menos sofisticado que la escritora. Ella trabajó años como redactora de la revista de tendencias Vice, siempre a la última, sin que eso fuera incompatible con formar parte de su comité de empresa. Por contra, el marco cultural de Iglesias nunca ha pasado de lo que se consideraba “moderno” en los años noventa: hip-hop de barrio, cine comprometido y cultura antiglobalización (la vieja izquierda de los años setenta con nuevos estilismos). Ana Iris Simón puede escribir con máxima soltura un artículo sobre el trapero Cecilio G. y comprender que sus rimas despolitizadas dicen mucho más sobre los conflictos de la juventud actual que cualquier cosa que escuche el exvicepresidente.

De hecho, es dudoso que la izquierda del PSOE haya comprendido del todo el proceso de democratización cultural que trajeron los sound systems, la cultura de los DJs y la popularización del éxtasis. Lo intuyó mejor Soraya Sáenz de Santamaría el día de 2016 que se calzó unos cascos y se puso a pinchar en la Plaza de Colón. El profesor Pablo Iglesias podrá dar clase sobre muchas cosas, pero la modernidad sociocultural no es una de ellas. Recordemos que en 2014 aún cerraba los congresos del partido cantando L'estaca de Lluís Llach.

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